LA PARUSÍA
O
La Segunda Venida de
Nuestro
Señor Jesucristo
JAMES STUART
RUSSELL
(1816-1895)
Tomado de The
Preterist
Archive
Resumen y conclusión
Ahora hemos
llegado a un punto en nuestra investigación en que es posible
llevar a cabo un examen completo y coordinado de todo el campo
que hemos recorrido, y observar la unidad y la consistencia del
sistema profético desarrollado en el Nuevo Testamento.
1.
Descubrimos que la dispensación del evangelio no nos llega como
un esquema independiente y aislado, - un nuevo comienzo en el
gobierno divino del mundo, - sino que implica y asume la
relación de Dios con Israel en edades pasadas. Toda la filosofía
de la historia judía se condensa en una sola frase: "el reino de
Dios"; y es este reino el que, primero Juan el Bautista, como
heraldo del rey venidero, y después el Rey mismo, el Señor
Jesucristo, proclamaron como "cercano".
2.
Descubrimos que Juan el Bautista adopta las advertencias de las
profecías del Antiguo Testamento, especialmente la del último de
los profetas, Malaquías, y predice que la venida del reino sería
la venida de la ira sobre Israel. Declara que "el hacha está
puesta a la raíz del árbol"; su clamor es: "Huid de la ira
venidera", indicando claramente que se acercaba rápidamente un
tiempo de juicio.
3. Nuestro
Señor afirma la misma pronta venida del juicio sobre el
territorio y el pueblo de Israel; además, enlaza este juicio con
su propia venida en gloria - la parusía. Este acontecimiento
sobresale de modo prominente en el Nuevo Testamento; a esto se
dirigen todos los ojos, a esto apuntan todos los mensajeros
inspirados. Está representado como el núcleo y el centro de un
racimo de grandes sucesos; el fin del tiempo, o culminación de
la economía judía; la destrucción de la ciudad y el templo de
Jerusalén; el juicio de la nación culpable; la resurrección de
los muertos; la recompensa de los fieles; la consumación del
reino de Dios. Se declara que todas estas transacciones
coinciden con la parusía.
4. Es
demostrable, por medio del expreso testimonio de nuestro Señor,
la enseñanza uniforme y concurrente de sus apóstoles, y la
expectativa universal de la iglesia de la era apostólica, que la
parusía y los sucesos que la acompañan fueron representados como
cercanos; y no sólo cercanos, sino que estaban a punto de
ocurrir dentro de los límites de un período dado; es decir, en
el tiempo de los apóstoles y sus contemporáneos; de modo que
muchos o la mayoría de ellos podían esperar presenciar la gran
consumación. Este es el punto principal de toda la cuestión, y
debe ser decidido por autoridad de las Escrituras mismas.
5. Sin
repasar el camino ya recorrido, puede ser suficiente aquí apelar
a tres declaraciones diferentes y decisivas de nuestro Señor con
respecto al tiempo de su venida, cada una de las cuales está
acompañada de una solemne afirmación:
(1) "De cierto os digo, que no
acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel, antes que
venga el Hijo del Hombre" (Mat. 10:23).
(2) "De cierto os digo que hay algunos de
los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan
visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino" (Mat. 16:28).
(3) "De cierto os digo, que no pasará esta
generación hasta que todo esto acontezca" (Mat. 24:34).
El sencillo
sentido gramatical de estas afirmaciones ha sido discutido
plenamente en estas páginas. Ninguna violencia puede extraer de
ellos ningún otro sentido que no sea el obvio y claro; es decir,
que la segunda venida de nuestro Señor tendría lugar dentro de
los límites de la generación que existía entonces.
6. La doctrina de los apóstoles con respecto a la venida
del Señor está en perfecta armonía con esto. Nada puede ser más
evidente sino que todos creían y enseñaban el pronto regreso del
Señor. Desde el primer discurso de Pedro en el día de
Pentecostés hasta el último pronunciamiento de Juan en
Apocalipsis, esta convicción está expresada clara y
constantemente. Decir que los apóstoles mismos eran ignorantes
del tiempo del regreso de su Señor, y que, por lo tanto, no
podían creer en el tema - no podían enseñar lo que no sabían -
es contradecir sus propias, expresas y reiteradas afirmaciones.
Es verdad que no sabían, y no enseñaban, "el día y la hora";
ellos no decían que vendría en un mes específico de un año
específico, pero con seguridad daban a entender a las iglesias
que Él vendría pronto; que podían esperar verle pronto; y nunca
dejaban de exhortarles a mantener una actitud de constante
vigilancia y preparación.
No es necesario
hacer más sino referirnos a algunos de los principales
testimonios dados por los apóstoles en cuanto a la pronta venida
del Señor:-
(1) En sus epístolas, Pablo da gran
prominencia a esta cara esperanza de la iglesia cristiana.
a. En la
Primera Epístola a los Tesalonicenses, da a entender la
posibilidad de la venida del Señor durante la
vida de él y la de los discípulos:
"Los que vivimos, que habremos quedado hasta la venida
del Señor". También ora para que "su espíritu,
alma, y cuerpo puedan ser preservados
sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo".
b. En la
Segunda Epístola a los Tesalonicenses (que a menudo se
entiende erróneamente en el sentido de que
enseña que la venida de Cristo no
estaba cerca, sino que enseña precisamente la doctrina
contraria), consuela a los creyentes que sufren
con la promesa de que obtendrían
descanso de sus sufrimientos presentes "cuando el Señor Jesús se revele desde el cielo", etc. (2 Tes.
1:7).
c. En la
Primera Epístola a los Corintios, el apóstol habla de los
creyentes como "esperando la venida del Señor
Jesucristo". Les advierte que "el
tiempo es corto"; que "el fin del tiempo" o "el fin de
las edades" están sobre ellos; que "el Señor
está cerca".
d. En la
Segunda Epístola a los Corintios, Pablo expresa su confianza
de que, aunque muera antes de la venida del
Señor, Dios le levantará de entre los
muertos, y le presentará junto con los que sobrevivan a
ese período.
e. En la
Epístola a los Romanos, Pablo habla de "la gloria que ha de
ser revelada"; de que la creación
entera espera la manifestación del Hijo de Dios; de que la salvación está cerca, "más cerca
que cuando creyeron"; de que "es
tiempo de despertar del sueño"; que "la noche ha pasado, y se acerca el día"; de que "Dios hollará
a Satanás bajo sus pies en breve".
f.
En las Epístolas a los Efesios, Filipenses, y Colosenses, el
apóstol habla del "día de Cristo" como
el período de esperanza, perfección, y gloria
que ellos esperaban, y declara enfáticamente: "El Señor está
cerca".
g. De la
misma manera, en las Epístolas a Timoteo y Tito, es conspicua
la expectativa de la parusía. A Timoteo se le
exhorta a guardar el mandamiento sin
violación "hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo". "Juzgará a los vivos y a los muertos a
su venida, y a su reino". A los
cristianos se les exhorta a esperar "la bendita esperanza,
la gloriosa aparición del gran Dios y nuestro
Salvador Jesucristo".
(2) Santiago representa la venida del Señor
como cercana. "Han llegado" los últimos días. Se exhorta a los
cristianos sufrientes a "ser pacientes hasta la venida del Señor".
Se les asegura que esa venida "está cerca", que "el Juez está a la
puerta".
(3) Como Pablo, Pedro concede gran
prominencia a la parusía y a los sucesos relacionados con ella.
a. El día de
Pentecostés, declaró que aquellos eran "los últimos días"
predichos por el profeta Joel, que introducían "el día grande
y terrible de Jehová".
b. En su Primera
Epístola, afirma que este era "el último tiempo"; que Dios
estaba "listo para juzgar a los vivos y a los muertos"; que
"el fin de todas las cosas se acercaba"; que "había llegado el
tiempo en que el juicio debía comenzar por la casa de Dios".
c. En su Segunda
Epístola, exhorta a los cristianos a "esperar y apresurarse
hasta la venida del día de Dios"; y describe la cercana
disolución del "cielo y de la tierra".
(4) La
Epístola a los Hebreos habla de "los últimos días" como si
fueran presentes ahora; es "el fin del tiempo"; se ve al día
como "acercándose". "Aún un poquito, y el que ha de venir
vendrá, y no tardará".
(5) Juan confirma y completa el testimonio de los otros
apóstoles; es "el último tiempo"; "el anticristo ha venido"; "ya
está en el mundo". Se exhorta a los cristianos a vivir de tal
manera que no se avergüencen delante de Cristo a su venida.
Finalmente, el
Apocalipsis está lleno de la parusía: "He aquí que viene con las
nubes"; "el tiempo está cerca"; "he aquí, vengo presto".
Tal es un bosquejo
rápido del tesstimonio apostólico de la pronta venida del Señor.
Habría sido extraño que, con semejantes garantías y
exhortaciones, las iglesias apostólicas no hubiesen vivido en
constante y ansiosa expectación de la parusía. De que vivían así
tenemos la más clara evidencia en el Nuevo Testamento, y podemos
concebir la poderosa influencia que esta fe y esta esperanza
deben haber tenido en la vida y el carácter cristianos.
Pero, admitiendo -
lo que no puede ser bien negado - que los apóstoles y los
cristianos primitivos sí acariciaban estas esperanzas, y que su
creencia se fundaba en las enseñanzas de nuestro Señor, surge la
pregunta: ¿No estaban equivocados en sus expectativas? Esto casi
equivale a preguntar: ¿Se les permitió a los apóstoles mismos
caer en el error y llevar a otros a un engaño similar, con
respecto a una cuestión de hecho que ellos tuvieron abundantes
oportunidades de conocer; lo que debe haber sido tema frecuente
de conversación y conferencia entre ellos mismos; a lo que nunca
dejaron de llamar la atención delante de las iglesias, y sobre
lo cual todos estaban de acuerdo?
Hay críticos que
no tienen escrúpulos en afirmar que los apóstoles estaban
errados, y que el tiempo ha demostrado la falacia de sus
esperanzas. Los críticos nos dicen que, o los discípulos
entendieron mal las enseñanzas de su Maestro, o Él también
estaba bajo una impresión errónea. Por supuesto, esto es tanto
hacer a un lado las afirmaciones de los apóstoles en el sentido
de que tenían derecho a hablar con autoridad como los mensajeros
inspirados de Cristo, como socavar las bases mismas de la fe
cristiana.
Hay otros, más
reverentes en su tratamiento de las Escrituras, que reconocen
que los apóstoles en realidad estaban equivocados, pero que este
error fue permitido por sabias razones; que, de hecho, el error
fue altamente beneficioso en sus resultados: estimuló la
esperanza, fortaleció el valor, inspiró la devoción". *
(* Por siglos, la
esperanza del mundo había sido el segundo advenimiento. La
iglesia primitiva la esperaba en sus propios días. "Los que
vivimos y hayamos quedado hasta la venida del Señor". El Señor
mismo había dicho: "No pasará esta generación sin que todo esto
acontezca". Pero el Hijo del hombre nunca vino. En los primeros
siglos, los cristianos primitivos creían que el advenimiento
milenial estaba cerca; escucharon la advertencia del apóstol,
breve y precisa: "El tiempo es corto". Ahora bien. Supongamos
que, en vez de esto, hubiesen visto desenrollada la monótona
página de la historia de la iglesia; supongamos que habían
sabido que, después de dos mil años, el mundo habría apenas
deletreado tres letras del significado del cristianismo, ¿dónde
habrían quedado aquellos esfuerzos gigantescos, aquella vida
vivida como al borde mismo de la eternidad, que caracterizan los
días de la iglesia primitiva? - F. W. Robertson, Sermón sobre lo
Ilusorio de la Vida).
"Si los cristianos
del siglo primero", dice Hengstenberg, "hubiesen previsto que la
segunda venida de Cristo no tendría lugar durante mil
ochocientos años, ¡cuánto más débil habría sido la impresión
causada en ellos por esta doctrina que cuando le esperaban a Él
cada hora, y se les decía que velaran porque vendría como ladrón
en la noche, a una hora en que no le esperaban!" (Hengstenberg,
Christology, vol. iv, p. 443).
Pero tampoco se
puede aceptar esta doctrina como satisfactoria.
Incuestionablemente, los cristianos primitivos sí recibieron un
tremendo impulso para su valor y su celo por la firme creencia
en el pronto advenimiento del Señor; pero, ¿era ésta una
esperanza que les avergonzase, después de todo? ¿Tenemos que
llegar a la conclusión de que el indomable valor y la indomable
devoción de un Pablo descansaba principalmente en un engaño?
¿Eran los mártires y los confesores de la época primitiva sólo
equivocados entusiastas? Confesamos que tal conclusión repugna a
nuestro concepto del cristianismo como revelación de la verdad
divina por medio de hombres inspirados. Si los apóstoles
entendieron mal o desfiguraron las enseñanzas de Cristo con
relación a los hechos, con respecto a los cuales tuvieron las
más amplias oportunidades de obtener información, ¿hasta qué
punto se puede depender de su testimonio en cuestiones de fe, en
las cuales la sujeción a error es tanto mayor? Tales
explicaciones están calculadas para hacer estremecer los
fundamentos de la confianza en las enseñanzas apostólicas; y no
es fácil ver cómo son compatibles con cualquier creencia
práctica en la inspiración.
Hay otra teoría,
sin embargo, por medio de la cual muchos suponen que puede
salvarse el crédito de los apóstoles, y, sin embargo, deja lugar
para evitar la aceptación de su aparente enseñanza sobre el tema
de la venida de Cristo. Esto es, por medio de la hipótesis de un
cumplimiento primario y parcial de sus predicciones en sus
propios días, que debía ser seguido y completado por un
cumplimiento final y pleno al fin de la historia humana. Según
este punto de vista, lo que los apóstoles eperaban no era
totalmente erróneo. Algo tuvo lugar en realidad, algo que podría
llamarse "una venida del Señor", "un día de juicio". Las
predicciones recibieron casi un cumplimiento en la
destrucción de Jerusalén y en el juicio de la nación culpable.
Aquella consumación al fin de la era judía era tipo de otra
catástrofe, infinitamente mayor, cuando la raza humana entera
sea llevada ante el tribunal de Cristo y la tierra sea consumida
por una conflagración general. Este es probablemente el punto de
vista más comúnmente aceptado por la mayoría de los expositores
y lectores del Nuevo Testamento en la actualidad. La primera
objeción a esta hipótesis es que no tiene fundamento en las
enseñanzas de las Escrituras. No hay un ápice de evidencia de
que los apóstoles y los cristianos primitivos tuvieran ninguna
sospecha de una doble referencia en las predicciones de Jesús
concernientes al fin. No se sugiere nada en el sentido de que
los dichos de Jesús debían tener un cumplimiento primario y
parcial en aquella generación, y de que un cumplimiento completo
y exhaustivo estaba reservado para un período futuro y distante.
La verdad es completamente opuesta. ¿Qué puede ser más abarcante
y concluyente que las palabras de nuestro Señor: "De cierto os
digo: No pasará esta generación hasta que TODAS estas cosas se
hayan cumplido"? ¡Qué tortura crítica se les ha aplicado a estas
palabras para extraerles algún otro significado diferente del
obvio y natural! ¡Cómo ha sido buscado yeveá a través de
todo su linaje y genealogía para descubrir que posiblemente no
signifique las personas que entonces vivían en la tierra! Pero
todos esos esfuerzos son completamente fútiles. Mientras las
palabras permanezcan en el texto, su sentido claro y obvio
prevalecerá sobre todas los oropeles y las distorsiones de la
crítica ingeniosa. La hipótesis de un cumplimiento doble no
tiene apoyo en las Escrituras. Sólo tenemos que leer el lenguaje
con el cual los apóstoles hablan de la cercana consumación, para
persuadirnos de que ellos tenían en mente sólo un gran
acontecimiento, y sólo uno, y que ellos pensaban y hablaban de
él como muy cercano.
Esto nos trae a
otra objeción contra la hipótesis de un cumplimiento doble, y
hasta múltiple, de las predicciones del Nuevo Testamento, es
decir, que procede de un concepto fundamentalmente erróneo del
verdadero significado y la verdadera grandeza de aquella gran
crisis en el gobierno divino del mundo que está marcada por la
parusía. No son pocos los que parecen creer que, si la profecía
de nuestro Señor en el Monte de los Olivos, y las predicciones
de los apóstoles de la venida de Cristo en gloria, no
significaban más que la destrucción de Jerusalén, y se
cumplieron con aquel suceso, entonces todos los anuncios y todas
las expectaciones terminaron en un mero fiasco, y la realidad
histórica responde muy débil e inadecuadamente a esta magnífica
profecía. Hay razón para creer que el verdadero significado y la
verdadera grandeza de aquel gran suceso son poco apreciados por
muchos. La destrucción de Jerusalén no fue meramente un suceso
emocionante en el drama de la historia, como el sitio de Troya o
la caída de Cartago, y que cerró un capítulo en los anales de un
estado o de un pueblo. Fue un acontecimiento sin paralelo en la
historia. Fue la señal externa y visible de una gran época en el
gobierno divino del mundo. Fue el fin de una dispensación y el
comienzo de otra. Marcó la inauguración de un nuevo orden de
cosas. La economía mosaica - que había sido introducida por los
milagros en Egipto, los relámpagos y los truenos de Sinaí, y las
gloriosas manifestaciones de Jehová a Israel - estaba abolida
ahora, después de haber subsistido por más de quince siglos. La
peculiar relación entre el Altísimo y la nación del pacto estaba
disuelta. El reino mesiánico, es decir, la administración del
gobierno divino por el Mediador, hasta ahora, al menos, por lo
que concernía a Israel, había alcanzado su punto culminante. El
reino por tanto tiempo predicho y esperado, y por el cual se
había orado por tanto tiempo, ahora había llegado plenamente. El
acto final del Rey fue sentarse en el trono de su gloria y
juzgar a su pueblo. Entonces pudo "entregar el reino a Dios y al
Padre". Este es el significado de la destrucción de Jerusalén
según lo muestra la Palabra de Dios. No fue un hecho aislado,
una solitaria catástrofe; fue el centro de un grupo de sucesos
relacionados y coincidentes, no sólo en el mundo material sino
también en el mundo espiritual; no sólo en la tierra, sino
también en la tierra y en el infierno; siendo algunos de ellos
cognoscibles por los sentidos y susceptibles de confirmación
histórica, mientras que otros no.
Quizás puede
decirse que esta explicación de las predicciones del Nuevo
Testamento, en vez de aliviar la dificultad, nos turba y nos
deja perplejos más que nunca. Es posible creer en el
cumplimiento de las predicciones que se cumplen en el orden
visible y externo de las cosas porque tenemos evidencia
histórica de ese cumplimiento; pero, ¿cómo puede esperarse que
creamos en cumplimientos de los cuales se dice que han tenido
lugar en la región de lo espiritual y lo invisible cuando no
tenemos ningún testigo para confirmar los hechos? Podemos creer
implícitamente en el cumplimiento de todo lo que se predijo con
respecto a los horrores del sitio de Jerusalén, el incendio del
templo, y la demolición de la ciudad, porque tenemos el
testimonio de Josefo en cuanto a los hechos; pero, ¿cómo podemos
creer en la venida del Hijo del hombre, en una resurrección de
los muertos, en un acto de juicio, cuando no tenemos nada en que
confiar sino la palabra de la profecía, y no tenemos ningún
Josefo que respalde la exactitud histórica de los hechos?
A esto sólo se
puede contestar que la exigencia de un testimonio humano acerca
de los sucesos en la región de lo invisible no es completamente
razonable. Si los recibimos siquiera, debe ser basándonos en la
palabra de Aquél que declaró que todas estas cosas ciertamente
tendrían lugar antes de que pasara aquella generación. Pero,
después de todo, ¿es tan excesiva la demanda sobre nuestra fe en
esta cuestión? Sabemos que gran parte de estas predicciones se
han cumplido literal y puntualmente; reconocemos en ese
cumplimiento una notable prueba de la verdad de la Palabra de
Dios y la presciencia sobrehumana que previó y predijo el
futuro. ¿Podría algo haber sido menos probable, en el momento en
que nuestro Señor pronunció su discurso profético, que la total
destrucción del templo, el arrasamiento del templo, y la ruina
de la nación durante la generación que existía entonces? ¿Qué
puede ser más minucioso y particular que las señales del fin
enumeradas por nuestro Señor? ¿Qué puede ser más preciso y
literal que el cumplimiento de ellas?
Pero la parte que
declaradamente se ha cumplido, y que está respaldada por la
historia no inspirada, está unida inseparablemente a la otra
porción que no está respaldada. Nada, excepto un violento
trastorno, puede separar una parte de la profecía de la otra. Es
una de principio a fin; un todo completo. El más fino
instrumento no logra trazar una línea que separe la una porción
que se refiere a aquella generación de la otra porción que se
refiere a un período diferente y distante. Cada parte de ella
descansa en el mismo fundamento, y el todo está de tal manera
enlazado y concatenado que todo o se sostiene o cae junto. Por
lo tanto, estamos justificados al sostener que el exacto
cumplimiento de una tal parte de la profecía que viene por el
conocimiento de los sentidos, y que puede ser apoyada por el
humano testimonio, presupone y garantiza el exacto cumplimiento
de la porción que está dentro de la región de lo invisible y
espiritual, y que no puede, en la naturaleza de las cosas, ser
atestiguada por la evidencia humana. Esto no es credulidad, sino
fe razonable, como la que los hombres ejercen sin temor en todas
sus mundanas transacciones.
Llegamos a la
conclusión, por lo tanto, de que todas las partes de la
predicción de nuestro Señor se refieren al mismo período y al
mismo suceso; que la profecía entera es una e indivisible, y
descansa en el mismo fundamento de la divina autoridad. Además,
que está demostrado que todo lo que era cognoscible por los
sentidos humanos se ha cumplido, y que, por lo tanto, no sólo
podemos, sino que debemos, asumir el cumplimiento del resto no
sólo como creíble sino como cierto.
Como resultado de
la investigación, nos encontramos en este dilema: o el grupo
entero de predicciones, que incluyen la destrucción de
Jerusalén, la venida del Señor, la resurrección de los muertos,
y la recompensa de los fieles, tuvo lugar antes de que pasase
aquella generación, como lo predijo Jesús, lo enseñaron los
apóstoles, y lo esperó la iglesia entera, o de lo contrario, la
esperanza de la iglesia era un engaño, la enseñanza de los
apóstoles un error, y las predicciones de Jesús un sueño.
No hay ninguna
otra alternativa consistente con la correcta interpretación
gramatical de las palabras de la Escritura. No podemos hacer
pedazos la profecía de Cristo, y decidir arbitrariamente que
esto es pasado y aquello es futuro; que esto se ha cumplido y
aquello no se ha cumplido. No hay ningún pretexto para una
división tal en el registro de aquel discurso; como la túnica
sin costuras que llevaba Aquél que lo pronunció, es todo de una
pieza, "de un solo tejido de arriba abajo". La estructura
gramatical y la ocasión histórica implican por igual la unidad
de la profecía entera. Tampoco hay ninguna "facultad
verificadora" por medio de la cual se pueda distinguir entre una
parte y la otra como pertenecientes a diferentes períodos y
épocas. Está demostrado que todo intento de trazar tales líneas
de distinción han sido un completo fracaso. La profecía rehusa
ser manipulada, y afirma su unidad y homogeneidad a pesar de los
artificios críticos o la violencia. Por todas estas
consideraciones, y principalmente por consideración a la
autoridad de Aquél cuya palabra no puede ser quebrantada, nos
vemos obligados, pues, a concluir que la parusía, o la segunda
venida de Cristo, con sus acontecimientos relacionados y
concomitantes, sí tuvo lugar, de acuerdo con la predicción del
propio Salvador, en el período en que Jerusalén fue destruida, y
antes de que pasara "aquella generación".
Aquí podemos hacer
una pausa, porque la profecía en la Escritura no nos lleva más
allá. Pero el fin de la era no es el fin del mundo, y la suerte
de Israel no nos enseña nada con respecto al destino de la raza
humana. Lo queramos o no, no podemos evitar especular sobre el
futuro y predecir el destino último de un mundo que ha sido el
escenario de tan estupendas demostraciones del juicio y la
misericordia divinos. Algunos pensarán probablemente que es una
desagradable conclusión la de que Apocalipsis no es el programa
de historia civil y eclesiástica que una errónea teoría de
interpretación suponía. Les parecerá que la extinción de
aquellas falsas luces, que confundieron con estrellas guiadoras,
les deja en total oscuridad acerca del futuro, y se preguntarán
perplejos: ¿A dónde vamos? ¿Cuál ha de ser el fin y la
consumación de la historia humana? ¿Está esta tierra, con su
preciosa carga de intereses inmortales y eternos, avanzando
hacia la luz y la verdad, o apresurándose hacia regiones de
oscuridad y distanciándose de Dios?
Donde nada se ha
revelado, sería el colmo de la presunción pronosticar el futuro.
"No nos toca saber los tiempos y las sazones, que el Padre puso
en su sola potestad". Se ha dicho que "el profeta no inspirado
es un estúpido", y muchos casos confirman el dicho. Pero esto se
nos puede permitir concluir: no hay razón para que nos
desesperemos acerca del futuro. Algunos nos dicen que, así como
el judaísmo fue un fracaso, así también el cristianismo será un
fracaso. No estamos convencidos de esto; más bien lo
consideramos como una recusación de la sabiduría y bondad
divinas. El judaísmo nunca se constituyó en religión universal;
era esencialmente limitado y nacional en su operación; pero el
cristianismo está hecho para el hombre, y ha demostrado su
adaptación a todas las variedades de la familia humana. Es en
verdad demasiado cierto que el progreso del cristianismo en el
mundo ha sido lamentablemente lento; y que, después de dieciocho
siglos, no ha conseguido desterrar el mal del mundo, ni siquiera
en las regiones en que su influencia se ha sentido más
poderosamente. Sin embargo, después de hacer lugar para sus
defectos, todavía continúa siendo la más poderosa fuerza moral
que jamás se puso en funcionamiento para purificar y ennoblecer
el carácter del hombre. Es el cristianismo lo que diferencia al
mundo antiguo del nuevo; la civilización moderna de la antigua.
Este es el nuevo factor en la sociedad y la historia humanas que
puede reclamar la porción mayor en las reformas benéficas del
pasado y del cual podemos esperar resultados todavía mayores en
el futuro. El historiador filósofo reconoce en el cristianismo
un nuevo poder, que "desde su mismo origen, y todavía más en su
progreso, renovó por completo la faz del mundo". * (Schlegel,
Philosophy of History, Lect. x).
Tampoco hay ningún
síntoma de decrepitud ni agotamiento en la religión de Jesús
después de todos los siglos y conflictos, así como de las
revoluciones de opinión por las cuales ha pasado. Ha permanecido
firme ante lo más recio de las más malignas persecuciones, y ha
salido victoriosa. Ha soportado la prueba de la crítica más
escrutadora y hostil, y ha salido indemne del fuego. Ha
sobrevivido el más peligroso patrocinio de pretendidos amigos
que la han corrompido convirtiéndola en superstición, la han
pervertido convirtiéndola en una política, o la han degradado
convirtiéndola en comercio. Aunque los enemigos del evangelio
predicen su pronta extinción, entra en una nueva carrera de
conflicto y victoria. Hay una perpetua tendencia en el
cristianismo a renovar su juventud, a recuperar el ideal de su
prístina pureza, y a deshacerse de las impurezas y los
acrecentamientos que son extraños a su naturaleza. Desde la era
apostólica, nunca hubo mayor vitalidad ni vigor en la religión
de la cruz que hoy. Esta es la era de las misiones cristianas; y
aunque todas las otras religiones han dejado de hacer
proselitismo, y por lo tanto, de crecer, el cristianismo va a
todos los territorios y a todas las naciones, Biblia en mano, y
proclamando con su boca las buenas nuevas: "Cree en el Señor
Jesucristo, y serás salvo".
La verdadera
interpretación de las profecías del Nuevo Testamento, en vez de
dejarnos en la oscuridad, alientan la esperanza. Mitigan la
tristeza que se cierne sobre un mundo que se creía destinado a
perecer. No hay razón para inferir que, porque Jerusalén fue
destruida, el mundo debe arder; o que, porque la nación apóstata
fue condenada, la raza humana debe ser destinada a la perdición.
Toda esta siniestra anticipación descansa en una errónea
interpretación de la Escritura; y habiendo eliminado las
falacias, el futuro se abrillanta con una gloriosa esperanza.
Podemos confiar en el Dios de amor. Él no ha abandonado a la
tierra, y gobierna el mundo con un plan que ciertamente no nos
ha revelado, pero del cual podemos estar seguros emergerá
finalmente el mayor bien de las criaturas y la gloria más
resplandeciente del Creador.
En verdad, puede
parecer extraño e inexplicable que ahora hayamos sido dejados
sin ninguna de aquellas manifestaciones y revelaciones divinas
que en otras épocas complació a Dios entregar a los hombres. En
algunos respectos, parecemos estar más lejos del cielo que en
las épocas en que las voces y las visiones recordaban a los
hombres la cercanía del Invisible. Podemos decir, con los judíos
del cautiverio: "No vemos ya nuestras señales; no hay más
profeta, ni entre nosotros hay quién sepa hasta cuándo" (Sal.
74:9).
Han pasado mil
ochocientos años desde que en la tierra se oyó una voz que
decía: "Así dice el Señor". Es como si en el cielo se hubiese
cerrado una puerta, y se hubiese cortado la comunicación directa
entre Dios y los hombres; y parecemos estar en desventaja en
comparación con los que fueron favorecidos con "las visiones y
las revelaciones del Señor". Pero hasta en esto puede que no
juzguemos correctamente. Sin duda, es mejor que las cosas
sean así. El Señor declaró que la presencia del Espíritu Santo
con los discípulos más que compensaba su propia ausencia. Ese
Espíritu mora con nosotros, y en nosotros, y es su oficio "tomar
lo que es de Cristo y mostrárnoslo a nosotros". Tenemos también
la Palabra escrita de Dios, y en esto disfrutamos de una
incalculable superioridad sobre los tiempos anteriores. Es mejor
la Palabra escrita que el profeta viviente. Pero, si fuese
necesario para el bienestar y la guía de la humanidad que Dios
se manifestase nuevamente, no hay ninguna presunción contra
revelaciones adicionales. ¿Por qué tendríamos que pensar que
Dios ha dicho a los hombres su última palabra? Pero le toca a Él
escoger, y no a nosotros dictaminar. Puede muy bien ser que aún
ahora, de modos que nosotros no sospechamos, Él está hablando al
hombre. "Dios se cuumple a sí mismo de muchas maneras, y la
historia humana está tan llena de Dios hoy día como en la época
de milagros y profecías. Lejos sea de nosotros la incredulidad
que pierde la esperanza en el cristianismo y en el hombre.
Ciertamente, no fue en vano que Dios dijo: "Yo soy la luz del
mundo". "No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo pudiese ser salvo". "Yo, si fuese
levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo".
El apóstol
favorecido que, más que ningún otro, parece haber comprendido
"la anchura, la longura, y la profundidad, y la altura del amor
de Cristo", nos sugiere ideas del alcance y la eficacia de la
gran redención que nuestra latente incredulidad puede apenas
recibir. El apóstol no vacila en afirmar que la obra
restauradora de Cristo fnalmente reparará con creces la ruina
causada por el pecado. "Así como por la desobediencia de un
hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también,
por la obediencia de Uno, los muchos serán constituidos justos".
Esta comparación no tendría sentido si "los muchos" de un lado
de la ecuación no fuesen proporcionales a "los muchos" del otro
lado de ella. Pero esto no es todo: la obra redentora de Cristo
hace más que restablecer el equilibrio: "Cuando el pecado
abundó, sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó
para muerte, así también la gracia reine por la justicia para
vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro" (Rom. 5:19-21).
Está fuera del
ámbito de esta discusión argumentar sobre bases filosóficas la
natural probabilidad de un reinado de la verdad y la justicia en
la tierra; estamos felices de que se nos asegure la consumación
sobre bases más elevadas y más seguras, aún la promesa de Aquél
que nos enseñó a orar: "Hágase tu voluntad, así en la tierra
como en el cielo". Porque cada oración enseñada por Dios
contiene una profecía, y transmite una promesa. Este mundo ya no
pertenece al diablo, sino a Dios. Cristo lo ha redimido, y lo
recuperará, y atraerá a Sí a todos los hombres. De lo contrario,
es inconcebible que Dios haya enseñado a su pueblo en todos los
tiempos a pronunciar con fe y esperanza aquella oración sublime
y profética:
"Dios tenga misericordia de nosotros, y
nos bendiga;
Haga resplandecer su rostro sobre nosotros;
Para que sea conocido en la tierra tu camino,
En todas las naciones tu salvación.
Te alaben los pueblos, oh Dios;
Todos los pueblos te alaben.
Alégrense y gócense las naciones,
Porque juzgarás los pueblos con equidad,
Y pastorearás las naciones en la tierra.
Te alaben los pueblos, oh Dios;
Todos los pueblos te alaben.
La tierra dará su fruto;
Nos bendecirá Dios, el Dios nuestro.
Bendíganos Dios,
Y témanlo todos los términos de la tierra".
(SALMO 67).