LA PARUSÍA
o
La Segunda Venida de Nuestro
Señor Jesucristo
JAMES STUART RUSSELL
(1816-1895)

Tomado de The Preterist Archive


APÉNDICE A LA PARTE III

NOTA A

Reuss acerca del "número de la bestia" (Apoc. 13:18)



"Si relatáramos todo lo que los teólogos han dicho referente al número 666 en Apocalipsis, compondríamos una historia muy singular. Sin embargo, éste no es el lugar para hacerlo, y sería por lo general un mero desperdicio de tiempo refutar errores palpables y alucinaciones absurdas. Nuestros textos son tan claros para los que tienen ojos para ver y comprender, que la simple afirmación del significado verdadero de estos textos debería disipar en seguida las nubes acumuladas alrededor de ellos por prejuicios dogmáticos, imaginaciones interesadas, y pre-construcciones políticas.

"El número de la bestia, 666, es el número de un hombre, ariqmoz, anqrwpou, dice el profeta. Es el número de un nombre, dice nuevamente, y ese nombre está escrito en la frente de los que son súbditos leales y adoradores de la bestia. Pero la bestia misma es un ser personal - el anticristo, y no representa ninguna idea abstracta. De esto se sigue que el número 666 no representa un período de la historia eclesiástica, como se sostiene en la interpretación de teólogos protestantes ortodoxos y milenialistas pietistas de la escuela de Bengel. Tampoco representa un nombre común, ni caracteriza a un poder, ni a un imperio, por ejemplo, el paganismo romano, como trató de demostrar Ireneo con su Aateinoz, que ha sido adoptado por todos los intérpretes subsiguientes que no han podido inventar nada todavía más inadmisible, y que los protestantes han usado ansiosamente en interés de sus polémicas contra el Papa. Los términos "Lacio", "latinos" no existían en el siglo primero, sino en la poesía y la geografía local de la Campaña de Roma, y, como nombre de un lenguaje, eran completamente desconocidos en cualquier forma dentro de la esfera apostólica (Lucas 23:38; Juan 19:20).

"El número 666, pues, tiene que contener un nombre propio, el nombre de un personaje político e histórico que debía jugar el papel de Anticristo en todas las grandes revoluciones que esperaban al mundo judeo-cristiano. Después de leer a Daniel y la Segunda Epístola a los Tesalonicenses, sabemos cuál es el tema. Nuestro autor procede finalmente a decirnos de quién está hablando.

"Aquí, pues, está la dificultad (si es que es dificultad) que más a menudo ha confundido hasta a los que han enfocado el problema con un espíritu libre de prejuicio e ilusión. La bestia del capítulo trece no es un individuo, sino el Imperio Romano, cnsiderado como un poder. El escritor mismo nos dice (cap. 17) que las siete cabezas de la bestia representan las siete colinas sobre las cuales está edificada la ciudad; y nuevamente, siete reyes que han reinado allí, o todavía reinan. Esto es bastante correcto, pero él nos dice con bastante claridad que esta bestia es al mismo tiempo una de las siete cabezas, una combinación aparentemente inconcebible y más que paradójica, pero al mismo tiempo muy natural, y hasta necesaria. La idea de un poder, especialmente de una influencia hostil, siempre tiende a asumir una forma concreta, para personificarse en la mente popular. El monstruo ideal se convierte en un individuo; el principio toma una clara forma humana, y bajo esta forma personal las ideas se popularizan, hasta que los individuos, a su vez, se convierten en representantes permanentes de las ideas e influencias que les sobreviven. Para la mayor parte de los hombres, un nombre propio transmite más que una definición, y es más probable que despierte un sentimiento cálido y vivo. El poder, la idolatría, la blasfemia, y la persecución paganas, todo lo que despierta las justas antipatías de la iglesia, todo lo que le inspira horror, y le arranca exclamaciones de dolor, sería naturalmente invividualizado y concentrado en la persona de aquél que, unos años antes de la destrucción de Jerusalén, había llenado la medida de sus crímenes. La bestia es, pues, a un tiempo el imperio y el emperador, y el nombre de éste último está en los labios del lector pensante antes de pronunciarlo. Arrojemos sobre él, pues, toda la luz de la ciencia histórica.

"Una lectura atenta del capítulo 11 ya nos habrá convencido de que este libro se escribió antes de la destrucción de Jerusalén. El templo y su atrio interior, con el gran altar, son los medidos - es decir, destinados, para ser preservados (Zac. 2), mientras que el resto de la ciudad es entregado a los paganos y dedicado al sacrilegio. Estos pasajes no podrían haber sido enmarcados en vista del estado de cosas que existieron después del año 70. Pero las indicaciones que se dan en el capítulo 17 son todavía más decisivas. Sostendremos que aquí se habla de Roma hasta que se pueda demostrar que en la época de los apóstoles existía otra ciudad construida sobre siete colinas, urbem septicollem, en la que la sangre de los testigos de Cristo haya sido derramada a torrentes (vers. 6,9). Esta ciudad, o este imperio, tiene siete reyes. Las revelaciones de Daniel, Enoc, y Esdras siguen el mismo plan cronológico, contando todas las sucesiones de reyes para poner al lector sobre la pista de las fechas. De esos siete reyes, cinco ya están muertos (ver. 10), el sexto reina en este momento. El sexto emperador de Roma era Galba, un anciano, de setenta y tres años de edad cuando ascendió al trono. La catástrofe final, que había de destruir la ciudad y el imperio, debía tener lugar en tres años y medio, como ya hemos observado. Por esta única y simple razón, la serie de emperadores incluye sólo uno después del monarca que entonces reinaba, y que no reinaría sino por poco tiempo. El escritor no le conoce, pero conoce la duración relativa de su reinado, porque sabe que Roma, en tres años y medio, perecerá finalmente, para no levantarse jamás.

"Vendrá un octavo emperador, es uno de los siete, y es al mismo tiempo la bestia que era, pero que, en este momento, no es. Esto tiene que referirse, pues, a uno de los emperadores anteriores, que ha de venir una segunda vez, pero como el Anticristo, esto es, investido de todo el poder del diablo, y para el propósito especial de combatir contra el Señor. Puesto que se dice que, en el momento en que se escribió la visión, no es, pero ya ha sido, debe ser uno de los primeros cinco emperadores. Ya ha sido herido de muerte (cap. 13:3), de modo que hay algo milagroso en su reaparición. No puede, pues, ser Augusto, ni Tiberio, ni Claudio, ninguno de los cuales tuvo un fin violento, y los que, además, quedan fuera de consideración por el hecho de que ninguno de éstos era hostil en sus relaciones con la Iglesia. Esta razón también excluye a Calígula. Sólo queda Nerón; pero todo concurre para señalarle como el personaje designado tan misteriosamente. Mientras reinó Galba, y aún mucho tiempo después de eso, el pueblo no creía que Nerón estuviese muerto; le suponían oculto en alguna parte y listo para regresar y vengarse de sus enemigos. Las ideas mesiánicas de los judíos, que habían sido vagamente difundidas en Occidente (como nos lo dicen Tácito y Suetonio), mezclándose con estos conceptos populares, le sugerían a los crédulos la idea de que Nerón vendría otra vez del Oriente, para reconquistar el trono con ayuda de los partos. Aparecieron muchos falsos Nerones. Estas fantasías populares se esparcieron también entre los cristianos. Las visiones eran ocurrencia común, y los padres de la Iglesia perpetúan la misma tradición durante varios siglos después.

"Por último, para que no falte nada para una evidencia plena, nuestro libro nombra a Nerón, por decirlo así, en cada letra. El nombre de Nerón está contenido en el número 666. El mecanismo del problema se basa en uno de los artificios cabalísticos usados en la hermenéutica judía, que consistía en calcular el valor numérico de las letras que componían una palabra. Este método, llamado gematría, o geométrico, es decir, matemático, y usado por los judíos en la exégesis del Antiguo Testamento, ha dado mucho trabajo a nuestros eruditos, y les ha llevado a un laberinto de errores. Todos los alfabetos antiguos y modernos han sido puestos a colaborar, y en cada ocasión se han ensayado todas las combinaciones imaginables de números y letras. Al método se le ha hecho producir casi todos los nombres históricos de los pasados dieciocho siglos: - Tito Vespasiano y Simón Gioras, Julián el Apóstata y Genserico, Mohomet y Lutero, Benedicto IX y Luis XV, Napoleón I y el Duque de Reichstadt - y no sería difícil para ninguno de nosotros, usando los mismos principios, leer por medio de él los nombres de los unos o los otros. La verdad es que el enigma no era tan difícil, aunque sólo ha sido resuelto por medio de la exégesis en nuestros propios días. Era tan poco insoluble que varios eruditos contemporáneos encontraron la clave simultáneamente, y sin saber nada de los trabajos los unos de los otros. La gematría es un ar hebreo. El número tiene que ser descifrado por medio del alfabeto hebreo: rsq nwrn se lee "Nerón César":-

n 50 + r 200 + w 6 + n 50 + q 100 + s 60 + r 200 = 666

"El punto más curioso es que existe una lectura muy antigua que da 616. Esta podría ser la obra de un lector latino de Apocalipsis que había encontrado la solución, pero que pronunciaba Nerón como los romanos, mientras que el escritor de Apocalipsis lo pronunciaba como los griegos y los orientales. La remoción de la n final da cincuenta menos".


NOTA B

Vida y Escritos de Juan, por el Dr. J. M. Macdonald

Este libro estaba listo para entrar en prensa antes de que el autor tuviese la oportunidad de consultar la detallada obra del Dr. Macdonald, Vida y Escritos de Juan. Aunque no puede decirse que el Dr. Macdonald hace por Juan lo que Conybeare y Howson hacen por Pablo, hay mucho de valioso en su obra. Es especialmente gratificante para este autor descubrir que, acerca de la difícil cuestión de "los dos testigos", el Dr. Macdonald ha llegado a una conclusión casi idéntica a la del autor. Parecería, sin embargo, que con el Dr. Macdonald esto sería una feliz adivinanza. Paley dice: "Él descubre lo que prueba"; y el Dr. Macdonald no ha profundizado en la investigación del problema.

Acerca de la cuestión de la fecha de Apocalipsis, el Dr. Macdonald se pronuncia, sin titubear, a favor de la fecha temprana; y sus observaciones sobre este tema son de peso y poderosas. Él ve, lo que en realidad es bastante obvio, que la evidencia interna zanja la cuestión más allá de toda controversia.

Pero, como tantos expositores, el Dr. Macdonald no ha logrado encontrar la verdadera clave del Apocalipsis. Sigue de cerca a Moses Stuart en la interpretación de la última porción de la Revelación, y ve en la ciudad ramera, no a Jerusalén, sino a Roma. Hay una inconsistencia en sus afirmaciones con respecto a Babilonia (la ciudad sobre el Éufrates), que equivale a una contradicción. En la página 138, representa a la Babilonia literal como una ciudad grande y populosa en tiempos de Pedro, y cita con aprobación a J. D. Michaelis y a D. F. Bacon para demostrar que la ciudad tenía una gran población judía y ofrecía un campo muy deseable para la obra de aquel apóstol. Sin embargo, en la página 225 dice: "La Babilonia literal ya no existía más. Las profecías relativas a ella y pronunciadas por Isaías hacía mucho que se habían cumplido". Ambas afirmaciones no pueden ser correctas. Tenemos la más clara evidencia de que, en la era apostólica, Babilonia era una ciudad desierta. Probablemente la provincia de Babilonia haya sido confundida con Babilonia la ciudad.

Los siguientes extractos son interesantes y valiosos:

La fecha del Apocalipsis:

"En general, la evidencia externa parece ser comparativamente de poco valor al decidir la verdadera fecha del Apocalipsis. Es claro que hay que confiar primero en el argumento de la evidencia interna. Cuando se ha hecho parecer que Ireneo no dice nada con respecto al tiempo en que el Apocalipsis se escribió, y que Eusebio atribuye su autoría a un Juan diferente del apóstol, es suficientemente evidente que el restante testimonio de la antigüedad, conflictivo como es, o que está situado más o menos en el punto medio entre la fecha temprana y la tardía, es de poca importancia al decidir la cuestión. Y cuando abrimos el libro mismo, y encontramos en sus mismas páginas evidencia de que, en el tiempo en que fue escrito, los judíos enemigos todavía eran arrogantes y activos en la ciudad en que nuestro Señor fue crucificado, y que el templo y el altar en ella todavía estaban en pie, no necesitamos ninguna fecha de la primera antigüedad, ni siquiera de la mano del autor mismo, para informarnos que él escribió antes de aquel gran suceso histórico y aquella época histórica, la destrucción de Jerusalén". pp. 171,172.

Los dos testigos (Apoc. 11)

"Si tuviéramos en existencia una historia cristiana, como tenemos una historia pagana escrita por Tácito y una judía escrita por Josefo, que relatan lo que ocurrió dentro de aquella ciudad dedicada durante el terrible período de su historia, podríamos bosquejar más claramente la profecía sobre los dos testigos. El gran cuerpo de cristianos, advertidos por las señales que les había dado el Señor, según el testimonio antiguo, parece haber abandonado Palestina cuando ésta fue invadida por los romanos ... Pero fue la voluntad de Dios que un número competente de testigos de Cristo quedasen para predicar el evangelio hasta el último momento a sus engañados y miserables compatriotas. Puede haber sido parte de su trabajo reiterar las profecías relativas a la destrucción de la ciudad, el templo, y la comunidad. Los testigos debían profetizar durante el tiempo en que los romanos habrían de arrasar la Tierra Santa y la ciudad. El hecho de que estuviesen vestidos de cilicio indica el carácter triste de su misión. En su designación como los dos olivos, y los dos candelabros o las dos lámparas de pie delante de Dios, hay una alusión a Zacarías 4, donde estos dos símbolos son interpretados como los dos ungidos, Josué el sumo sacerdote y Zorobabel el príncipe, fundador del segundo templo. Los olivos, frescos y vigorosos, mantienen las lámparas siempre provistas de aceite. Estos testigos, en medio de la oscuridad que se ha asentado alrededor de Jerusalén, dan una luz constante e infalible. Poseen el poder de hacer milagros tan maravillosos como cualquiera de los que llevaron a cabo Moisés y Elías. Lo que se predice aquí debe haberse cumplido antes del fin de la era milagrosa o apostólica. Todos los que aquí encuentran una predicción del estado de la iglesia durante el surgimiento del papado, o en cualquier período después de la era de los apóstoles, les es necesario, por supuesto, explicar todo este lenguaje que atribuye poder milagroso a los testigos. Ellos habrían de caer víctimas de la guerra, o del mismo poder que hacía la guerra, y sus cadáveres debían yacer insepultos por tres días y medio en las calles de la ciudad donde Cristo fue crucificado. Su resurrección y ascensión al cielo deben ser interpretadas literalmente; aunque, como en el caso de los milagros que llevaban a cabo, no existe un registro histórico de los sucesos mismos. Si estos dos profetas fuesen los únicos cristianos en Jerusalén, puesto que ambos fueron asesinados, no habría quedado nadie para registrar o informar del caso; y aquí tenemos, por lo tanto, un ejemplo de una profecía que contiene al mismo tiempo la única historia y la única obervación de los sucesos que le dieron cumplimiento. La oleada de ruina que barrió a Jerusalén, y cuyo olor llegó hasta el cielo, borró o evitó toda memoria humana de su obra de fe, su paciencia de esperanza, y su obra de amor. La profecía que los predijo es su única historia, o la única historia del papel que debían desempeñar en las escenas finales de Jerusalén. Llegamos a la conclusión, pues, que estos testigos eran dos de aquellos apóstoles que parecen haberse perdido para la historia tan extrañamente, o de los cuales no se ha podido descubrir ningún rastro auténtico después de la destrucción de Jerusalén. ¿No puede haber sido uno de ellos Santiago el Menor, o el segundo Santiago (para diferenciarlo del hermano de Juan), comúnmente llamado obispo de Jerusalén? Según Egésipo, un historiador judeo-cristiano, que escribió cerca de mediados del siglo segundo, su monumento todavía se levantaba cerca de las ruinas del templo. Egésipo dice que fue muerto en el año 69, y que representa al apóstol dando un poderoso testimonio de la condición mesiánica de Jesús, y señalando hacia su segunda venida en las nubes del cielo, hasta el mismo momento de su muerte. Estos testigos de Cristo parecen ser particularmente adecuados, hombres dotados de los dones más sobrenaturales, de pie hasta el final en la ciudad abandonada, profetizando su destrucción, y lamentándose de lo que una vez le fue querido a Dios". Pp. 161, 16.


NOTA SUPLEMENTARIA

El obispo Warburton acerca de "La profecía de Nuestro Señor en el Monte de los Olivos" y sobre "El reino de los cielos".

Las siguientes observaciones del erudito autor de "La divina legación" concuerdan notablemente con las opiniones expresadas en esta obra:

"La profecía de Jesús concerniente a la cercana destrucción de Jerusalén a manos de Tito está concebida en términos tan elevados y ampulosos, que, no sólo los intérpretes modernos, sino también los antiguos, han supuesto que nuestro Señor entrelaza en ella una predicción directa de su segunda venida en juicio. De aquí la opinión corriente en aquellos tiempos de que la consumación de todas las cosas se acercaba; lo cual ha proporcionado asidero a una objeción infiel en estos tiempos, insunuando que Jesús, para mantener a sus seguidores vinculados a su servicio, y pacientes bajo el sufrimiento, les lisonjeaba con la cercana proximidad de aquellas recompensas que completaban todas sus visiones y esperanzas. A lo cual los defensores de la religión han opuesto esta respuesta: Que la distinción de corto y largo, en la duración del tiempo, se pierde en la eternidad; y que, para el Todopoderoso, "mil años son como ayer", etc.

Pero el principio en que ambos se basan es falso; y si se sopesara debidamente lo que se ha dicho, se vería que esta profecía no trata de la segunda venida de Cristo en juicio, sino de la primera; de la abolición del sistema judío y el establecimiento del sistema cristiano, ese reino de Cristo que comenzó al cesar por completo la teocracia. Puesto que el reino de Dios sobre los judíos terminó enteramente con la abolición del servicio en el templo, así también el reino de Cristo tuvo entonces su primer comienzo "en espíritu y en verdad". Este fue el verdadero establecimiento del cristianismo, no el efectuado por la conversión o las donaciones de Constantino. El reino del "Hijo" no podía tener lugar sino cuando fue abolida la ley judía, sobre la cual el "Padre" presidió como Rey; porque la soberanía de Cristo sobre la humanidad era esa misma soberanía de Dios sobre los judíos transferida y mayormente extendida.

"Siendo esta, pues, una de las épocas más importantes en la economía de la gracia, y la más terrible revolución en todas las dispensaciones religiosas de Dios, vemos la elegancia y la propiedad de los términos en cuestión para denotar un suceso tan grandioso, junto con la destrucción de Jerusalén, por medio de la cual se efectuó; porque en todo el lenguaje profético, el cambio y la caída de principados y potestades, ya sean espirituales o civiles, están señalados por el zarandeo de los cielos y la tierra, el oscurecimiento del sol y de la luna, y la caída de las estrellas; como el surgimiento y el establecimiento de los nuevos son por medio de procesiones en las nubes del cielo, por el sonido de las trompetas, y la reunión de huestes y congregaciones".

FIN

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Contenido | Prefacio | Introducción | 1-1 | 1-2 | 1- 3 | 1- 4 | 1- 5 | 1-6 |1-7 | Apéndice1 |

2-8 | 2-9 | 2-10 | 2-11 | 2-12 | 2-13 | 2-14 | 2-15 | 2-16 | 2-17 | 2-18|2-19|2-20|2-21|2-22|2-23|
Apéndice 2|3-24|
3-25|3-26|3-27|3-28|3-29|3-30|3-31|Conclusión|Apéndice 3|

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