LA PARUSÍA
o
La Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo
JAMES STUART RUSSELL
(1816-1895)

Tomado de The Preterist Archive


APÉNDICE A LA PARTE II

Nota A: El reino de los cielos, o el reino de Dios.
Nota B: Acerca de la 'Babilonia' de 1 Pedro 5:13.
Nota C: El simbolismo de la profecía, referido a las predicciones de la parusía.
Nota D: El Dr. Owen sobre los 'nuevos cielos y la nueva tierra' (2 Pedro 3:7).
Nota E: El Rev. F. D. Maurice sobre 'el último tiempo' (1 Juan 2:18).


NOTA A

El reino de los cielos o el reino de Dios

Ninguna frase ocurre con más frecuencia en el Nuevo Testamento que "el reino de los cielos" o "el reino de Dios". Nos encontramos con ella en todas partes; al comienzo, a la mitad, y al final del Libro. Es la primera cosa en Mateo, la última en Apocalipsis. Al evangelio mismo se le llama "el evangelio del reino"; los discípulos son los "herederos del reino"; el gran objeto de esperanza y expectativa es "la venida del reino". Es de esto de lo que Cristo mismo deriva su título de "Rey". El reino de Dios, pues, es la médula misma del Nuevo Testamento.

Pero, aunque difundida en el Nuevo Testamento, la idea del reino de Dios no es peculiar a él; no pertenece menos al Antiguo. Encontramos huellas de ella en todos los profetas desde Isaías hasta Malaquías; es el tema de algunos de los más exaltados salmos de David; subyace los anales del antiguo Israel; sus raíces se remontan al período más temprano de la existencia nacional judía; de hecho, es la razón de ser de ese pueblo; porque Israel fue constituido y mantenido en existencia como una nacionalidad distinta para encarnar y desarrollar esta concepción del reino de Dios.

Retrocediendo hasta el germen primordial del pueblo judío, encontramos el primer indicio del propósito de Dios de "hacer un pueblo para sí mismo" en la promesa original que se le hizo a su gran progenitor, Abraham: "Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las naciones de la tierra" (Gén. 12:2,3). Esta promesa fue renovada solemnemente poco tiempo después en el pacto que Dios hizo con Abraham: "En aquel día hizo Jehová un pacto con Abram diciendo: A tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Éufrates" (Gén. 15:18). Esta relación de pacto entre Dios y la simiente de Israel es renovada y desarrollada más completamente en la declaración que después se le hizo a Abraham: "Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo, para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de ti. Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra en que moras, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua; y seré el Dios de ellos" (Gén. 17:7,8). Como muestra y señal de este pacto, el rito de la circuncisión le fue impuesto a Abraham y a su posteridad, por el cual todo varón de aquella raza era marcado y señalado como súbdito del Dios de Abraham (Gén. 17:9-14).

Más de cuatro siglos después de esta adopción de los hijos de Abraham como el pueblo del pacto de Dios, les encontramos en estado de vasallaje en Egipto, gimiendo bajo la cruel esclavitud a la que estaban sometidos. Se nos dice que Dios "escuchó sus gemidos, y se acordó de su pacto con Abraham, con Isaac, y con Jacob". Levantó un campeón en la persona de Moisés, y le indicó que le dijera a los hijos de Israel: "Yo soy Jehová; y yo os sacaré de debajo de las tareas pesadas de Egipto; ... y os tomaré por mi pueblo y seré vuestro Dios" (Éx. 6: 6,7). Después de la milagrosa redención en Egipto, la relación de pacto entre Jehová y los hijos de Israel fue ratificada, pública y solemnemente, en el Monte Sinaí. Leemos que, "en el mes tercero de la salida de los hijos de Israel de la tierra de Egipto ... Y acampó allí Israel delante del monte. Y Moisés subió a Dios, y Jehová lo llamó desde el monte, diciendo: Así dirás a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de Israel: Vosotros vísteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águila, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa" (Éx. 19:3-6).

Es en este período cuando podemos considerar el reino teocrático como formalmente inaugurado. Una horda de esclavos liberados fue constituída en nación; recibieron una ley divina para su gobierno, y el marco completo de su sistema civil y eclesiástico fue organizado y construído por autoridad divina. Cada paso del proceso mediante el cual un anciano sin hijos se convirtió en una nación revela un propósito divino y un plan divino. Ninguna nacionalidad se formó jamás de esa manera; jamás existió ninguna para un propósito así; ninguna tuvo jamás una relación tal con Dios; ninguna poseyó jamás una historia tan milagrosa; ninguna fue jamás exaltada hasta un privilegio tan glorioso; ninguna cayó jamás en una condenación tan tremenda.

No puede haber ninguna duda de que la nación de Israel fue destinada para ser depositaria y conservadora del conocimiento del Dios viviente y verdadero en la tierra. Para este propósito fue constituida la nación, y puesta en una relación única con el Altísimo, como ningún otro pueblo sostuvo jamás. Para garantizar el cumplimiento de este propósito, el Señor mismo fue su Rey y ellos fueron sus súbditos; mientras que todas las instituciones y leyes que le fueron impuestas hacían referencia a Dios, no sólo como Creador de todas las cosas, sino como Soberano de la nación. Expresar y llevar a cabo esta idea del reinado de Dios sobre Israel es el manifiesto propósito del aparato ceremonial de culto establecido en el desierto: "Jehová hizo erigir una tienda real en el centro del campamento (donde por lo general se erigían los pabellones de todos los reyes y capitanes), y la hizo equipar con todo el esplendor de la realeza, como un palacio móvil. Estaba dividido en tres compartimientos, en el más interior del cual estaba el trono real, sostenido por querubines de oro; y el escabel del trono, un arca dorada que contenía las tablas de la ley, la Carta Magna de la iglesia y el estado. En la antecámara, había una mesa dorada puesta con pan y vino, como la mesa real; y ardía incienso precioso. La habitación exterior, o atrio, podría considerarse el compartimiento culinario real, y allí se ejecutaba música, como la música de las mesas festivas de los monarcas orientales. Dios escogió a los levitas como sus cortesanos, oficiales de estado, y guardias de palacio; y a Aarón como oficial principal de la corte y primer ministro de estado. Para el sostenimiento de estos oficiales, Dios asignó uno de los diezmos que los hebreos debían entregar como alquiler por el uso de la tierra. Finalmente, Dios requería que todos los varones hebreos de edad apropiada se acercaran a su palacio cada año, durante las tres grandes festividades anuales, con presentes, para rendir homenaje a su Rey; y como estos días de renovación de su homenaje debían celebrarse con fiestas y gozo, el segundo diezmo se gastaba en proporcionar el entretenimiento necesario para estas ocasiones. Resumiendo, cada deber religioso era hecho una cuestión de obligación política; y todas las leyes civiles, aún las más mínimas, estaban fundadas de tal manera en la relación del pueblo con Dios, y tan entrelazadas con sus deberes religiosos, que el hebreo no podía separar a su Dios de su Rey, y cada ley le recordaba a ambos por igual. Por consiguiente, mientras la nación tuviese existencia nacional, no podía perder por completo el conocimiento del verdadero Dios, ni descontinuar su culto".

Tal era el gobierno instituido por Jehová entre los hijos de Israel - una verdadera teocracia; la única teocracia verdadera que jamás existió sobre la tierra. Su carácter nacional, intenso y exclusivo, merece ser notado de manera particular. Era privilegio distintivo de los hijos de Abraham, y de ellos solamente: "Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra" (Deut. 7:6). "A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra" (Amos 3:2). "No ha hecho así con ninguna otra de las naciones" (Sal. 147:20). El Altísimo era el Señor de toda la tierra, pero era Rey de Israel en un sentido completamente peculiar. Él era el Gobernante del pacto; ellos eran el pueblo del pacto. Estaban bajo la más sagrada y solemne obligación de ser súbditos leales a su invisible Soberano, de adorarle sólo a Él, y de ser fieles a su ley (Deut. 26:16-18). Como recompensa por su obediencia, tenían la promesa de ilimitada prosperidad y grandeza nacional; habrían de ser "exaltados sobre todas las naciones que hizo, para loor y fama y gloria" (Deut. 26:19); mientras que, por otra parte, el castigo por su deslealtad y su infidelidad era correspondientemente terrible; la maldición del pacto quebrantado les alcanzaría en una señalada y terrible retribución, que no tendría paralelo en la historia de la humanidad, pasada o por venir. (Deut. 28).

Es sólo razonable suponer que este maravilloso experimento de un gobierno teocrático debe haber tenido como objetivo algo digno de su divino autor. Ese objeto era moral, más bien que material; la gloria de Dios y el bien de los hombres, más que el progreso político o temporal de una tribu o nación. Sin duda era, en primer lugar, un expediente para mantener vivo el conocimiento y el culto del único Dios verdadero en la tierra, que de otro modo podría haberse perdido por entero; y en segundo lugar, a pesar de su intenso y exclusivo espíritu de nacionalismo, el sistema teocrático llevaba en su seno el germen de una religión universal, y era así una etapa grande e importante en la educación de la raza humana.

Es instructivo seguir la pista al crecimiento y al desarrollo progresivo de la idea teocrática en la historia del pueblo judío, y observar cómo, al perder su importancia política, se vuelve más y más moral y espiritual en su carácter.

El pueblo al que se le confirió este incomparable privilegio demostró ser indigno de él. Su inconstancia e infidelidad neutralizaban a cada momento el favor de su invisible Soberano. Su exigencia de tener rey, de ser "también como todas las  naciones", era casi un rechazo de su celestial Soberano. (1 Sam. 8:7,19,20). Sin embargo, su petición fue concedida, habiéndose hecho provisión para una tal contingencia en el marco original de la teocracia. El rey humano fue considerado virrey del divino Rey, convirtiéndose así en tipo del Soberano real, aunque invisible, a quien el rey, así como la nación, debía lealtad.

Es en este punto donde notamos la aparición de una nueva fase en el sistema teocrático. Si consideramos a David como el autor del segundo salmo, fue ya en esta época cuando se hizo un anuncio profético concerniente a un Rey, el Ungido de Jehová, el Hijo de Dios, contra quien se levantarían los reyes de la tierra, y los príncipes consultarían unidos, pero a quien el Altísimo daría los paganos por heredad y las partes últimas de la tierra por posesión. Desde este período comienza a indicarse más claramente el carácter mediador de la teocracia; se hace una distinción entre Jehová y su Ungido, entre el Padre y el Hijo. Nos encontramos con los títulos de Mesías, Hijo de Dios, Hijo de David, Rey de Sión, aplicados a Aquél a quien pertenece el reino, y quien está destinado a triunfar y a reinar. Los salmos llamados mesiánicos, especialmente el 72 y el 110, bastan para probar que, en tiempos de David, había claros anuncios proféticos de un Rey venidero, cuyo gobierno sería benéfico y glorioso; en quien serían benditas todas las naciones; que habría de unir en sí mismo la doble posición de Sacerdote y Rey; que es declarado Señor de David; y que está representado como sentado a la diestra de Dios "hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies".

De aquí en adelante, a través de todas las profecías del Antiguo Testamento, encontramos el carácter y la persona del Rey teocrático bosquejado más y más completamente, aunque en la descripción están mezclados juntos elementos diversos y aparentemente inconsistentes. A veces, el Rey venidero y su reino son representados con los colores más atractivos y resplandecientes: "Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces", y bajo la dirección de este heredero de la casa de David, toda maldad desaparecerá y toda bondad triunfará. "El lobo morará con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito ... no harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar" (Isa. 11:1-9). Los más elevados nombres de honor y dignidad son atribuídos al Príncipe venidero; él es el "Maravilloso, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite". Se sentará sobre el trono de David, y gobernará su reino con juicio y con justicia para siempre. (Isa. 9:6,7).

Pero, al lado de este brillante futuro, hay oscuras y tenebrosas escenas de tristeza y sufrimiento, de juicio y de ira. Se dice del Rey venidero que es como "raíz de tierra seca"; "despreciado y desechado"; "varón de dolores, experimentado en quebranto"; "herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados"; "como cordero fue llevado al matadero"; "como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca"; "fue cortado de la tierra de los vivientes" (Isa. 53). Se lo describe entrando a Jerusalén "humilde y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna" (Zac. 9:9); "se quitará la vida al Mesías, mas no por sí" (Dan. 9:26); y entre los últimos pronunciamientos proféticos están algunos de los más ominosos y sombríos de todos. El Señor, el Mensajero del pacto, el Rey esperado, viene: "¿Quién podrá soportar el tiempo de su venida? Viene el día ardiente como un horno; el día de Jehová, grande y terrible" (Mal. 3:1,2; 4:1,5).

Esta aparente paradoja se explica en el Nuevo Testamento. Existía en realidad este doble aspecto del Rey y el reino: "El Rey de gloria" era "varón de dolores"; "el año aceptable del Señor" era también "el día de retribución de nuestro Dios".

Las antiguas profecías habían dado abundantes razones para esperar que el invisible Rey teocrático sería revelado un día y habitaría con los hombres sobre la tierra; que vendría, en los intereses de la teocracia, para establecer su reino en la nación, y reunir a su pueblo alrededor del trono. Los capítulos iniciales del evangelio de Lucas indican lo que creían los israelitas piadosos con respecto al reino venidero del Mesías. Entendían que este reino tendría una especial relación con Israel. "Éste será llamado grande", dijo el ángel de la anunciación, "y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin". "Rabí", exclamó el leal Natanael, cuando Dios se le reveló súbitamente a través de la apariencia del joven campesino galileo, "tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel" (Juan 1:49). No es menos cierto que su venida se consideraba entonces como cercana, y era esperada ansiosamente por hombres santos como Simeón, que "esperaba la consolación de Israel", y al cual le había sido revelado que no "vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor" (Luc. 2:25,26). La verdad es que había una creencia muy difundida, no sólo en Judea, sino por todo el Imperio Romano, de que un gran príncipe o monarca estaba a punto de aparecer en la tierra, que habría de inaugurar una nueva era. De esta expectativa tenemos evidencia en los Anales de Tácito y el Polio de Virgilio. Sin duda, la esperanza acariciada por Israel se había difundido, de una manera más o menos vaga y distorsionada, por todos los territorios circunvecinos.

Pero cuando, en la plenitud del tiempo, apareció el Rey teocrático en medio de la nación del pacto, no fue en la forma que ellos habían esperado y deseado. El Rey no cumplió las esperanzas de ellos de poder político y pre-eminencia nacional. El reino de Dios que Jesús proclamó fue algo muy diferente de aquel con el cual habían soñado. Justicia y verdad, pureza y bondad, eran sólo palabras vacías para los que codiciaban los honores y los placeres de este mundo. Sin embargo, aunque rechazado por la nación en general, el Rey teocrático no dejó de anunciar su presencia y sus reclamos. Fue precedido por un heraldo, el Elías predicho, Juan el Bautista, al cual el pueblo debía reconocer como verdadero profeta de Dios. El segundo Elías anunció el reino de Dios como que se había acercado. y llamó a la nación a arrepentirse y a recibir a su Rey. Luego, sus propias obras milagrosas, sin paralelo aun en la historia del pueblo escogido en cuanto al número y esplendor, proporcionó evidencia concluyente de su divina misión; unido a lo cual, la trascendente excelencia de su doctrina, y la inmaculada pureza de su vida, silenciaron, si no avergonzaron, la enemistad de los impíos. Durante más de tres años, esta apelación al corazón y a la conciencia de la nación fue presentada incesantemente de todas las formas posibles, pero sin éxito; hasta que, finalmente, los principales de la iglesia y el estado judíos, encarnizadamente hostiles a las pretensiones de Jesús, le acusaron delante del gobernador romano bajo el cargo de hacerse Rey. Con su persistente y maligno clamor, procuraban su condena. Fue entregado para que fuese crucificado, y el título sobre su cruz llevaba esta inscripción:

"ÉSTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS"

Este trágico acontecimiento marca el rompimiento final entre el pueblo del pacto y el Rey teocrático. El pacto había sido quebrantado a menudo antes, pero ahora era repudiado públicamente y roto en pedazos. Se podría haber pensado que la teocracia terminaría ahora; y casi lo hizo, pero su disolución formal fue suspendida por un breve espacio de tiempo, para que la doble consumación del reino, que envolvía la salvación de los fieles y la destrucción de los incrédulos, pudiera tener lugar en el tiempo señalado. Este doble aspecto del reino teocrático es visible en cada una de las partes de su historia. Fue a un tiempo éxito y fracaso; victoria y derrota; trajo salvación para unos y destrucción para otros. Este doble carácter había sido establecido claramente en las antiguas profecías, como en el notable oráculo de Isaías 49. El Mesías se lamenta: "Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas", etc. La divina respuesta es: "Ahora, pues, dice Jehová, el que me formó desde el vientre para ser su siervo, para hacer volver a él a Jacob y para congregarle a Israel (porque estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza); dice: Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra". Para poner sólo otro ejemplo: en el libro de Malaquías encontramos este doble aspecto del reino venidero, pues, aunque "viene el día ardiente como un horno", y "todos los que hacen maldad serán estopa","a los que teméis mi nombre nacerá el sol de justicia, y en sus alas traerá salvación" (Mal. 4:1,2). A pesar, pues, del rechazo del rey y la pérdida del reino por parte de la masa del pueblo, todavía habría una gloriosa consumación de la teocracia, trayendo honor y felicidad para todos los que poseyeran la autoridad del Mesías y demostraran ser obedientes y leales a su Rey.

¿Tenemos alguna información con la cual establecer con certeza el período de esta consumación? ¿En qué momento puede decirse que el reino ha venido plenamente? En la encarnación no, porque la proclamación de Jesús siempre fue: "El reino de Dios se ha acercado". En la crucifixión no, porque la petición del ladrón moribundo fue: "Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino". En la resurrección tampoco, porque después de que el Señor hubo resucitado, los discípulos esperaban la restauración del reino a Israel. En la ascensión tampoco, ni en el día de Pentecostés, porque, mucho tiempo después de estos acontecimientos, se nos dice en la Epístola a los Hebreos que Cristo, "habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies" (Heb. 10:12,13). La consumación del reino, pues, no coincide con la ascensión, ni con el día de Pentecostés. Es verdad que el Rey teocrático "se sentó en el trono, a la diestra de la majestad en las alturas", pero todavía no había "asumido este gran poder". Sus enemigos todavía no habían sido derribados, y no podía decirse que había llegado el pleno desarrollo y la consumación de su reino sino hasta que, por medio de un acto judicial solemne y público, el Mesías hubiese vindicado las leyes de su reino y aplastado bajo sus pies a sus súbditos apóstatas y rebeldes.

Hay un punto en el tiempo que se indica constantemente en el Nuevo Testamento como la consumación del reino de Dios. Nuestro Señor declaró que, entre sus discípulos, había algunos que vivirían para verle venir en su reino. Por supuesto, esta venida del Rey es sinónima con la venida del reino, y limita la ocurrencia de este acontecimiento a la generación que entonces existía. Es decir, la consumación del reino se sincroniza con el reino de Israel y la destrucción de Jerusalén, siendo todo ello parte de una gran catástrofe. Era en ese período cuando el Hijo del hombre habría de venir en la gloria de su Padre, y se sentaría en el trono de su gloria; para recompensar a sus siervos y retribuir a sus enemigos (Mat. 25:31). Encontramos estos sucesos uniformemente asociados juntos en el Nuevo Testamento, la venida del Rey, la resurrección de los muertos, el juicio de los justos y de los impíos, la consumación del reino, el fin de la era. Por eso dice Pablo en 2 Tim. 4:1: "Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en eu manifestación y en su reino". La venida, el juicio, el reino, todos coinciden y son contemporáneos, y no sólo eso, sino que están cercanos; porque el apóstol dice: "Que está a punto de juzgar ... que pronto juzgará" [mellontoz krinein].

Es perfectamente claro, entonces, según el Nuevo Testamento, que la consumación, o resolución, del reino teocrático tuvo lugar durante el período de la destrucción de Jerusalén y el juicio de Israel. La teocracia había cumplido su propósito; el experimento había sido probado, ya fuera que la nación del pacto demostrara ser leal a su Rey o no. Había fracasado; Israel había rechazado a su Rey; y sólo restaba que se hiciera cumplir el castigo por el pacto violado. Vemos el resultado en la ruina del templo, la destrucción de la ciudad, el borramiento de la nación, y la abrogación de la ley de Moisés, acompañadas por escenas de horror y sufrimiento sin paralelo en la historia del mundo. Aquella gran catástrofe, pues, marca la conclusión del reino teocrático. Desde el principio, había sido de un carácter estrictamente nacional - era el reinado divino sobre Israel. Por necesidad terminó, pues, con la terminación de la existencia nacional de Israel, cuando los símbolos externos y visibles de la Presencia y la Soberanía divinas terminaron; cuando la casa de Dios, la ciudad de Dios, y el pueblo de Dios fueron borrados de la existencia por medio de una catástrofe desoladora y final.

Esto nos permite entender el lenguaje de Pablo cuando, hablando de la venida de Cristo, representa el acontecimiento como marcando "el fin" [to teloz = h sunteleia tou aiwnoz], "cuando entregue el reino al Dios y Padre" (1 Cor. 15:24). Esto ha causado mucha perplejidad a muchos teólogos y comentaristas, que parecen haber considerado despectivo hacia la divinidad del Hijo de Dios el hecho de que renunciara a sus funciones mediatorias y su carácter regio, y se hundiera, por decirlo así, en la posición de una persona individual, convirtiéndose en súbdito en vez de soberano. Pero el malestar ha surgido por haber pasado por alto la naturaleza del reino que el Hijo había administrado, y que al fin entrega. Era el reinado mesiánico: el reino sobre Israel: aquel gobierno peculiar y único ejercido sobre la nación del pacto, y administrado por la mediación del Hijo de Dios durante tantas edades. Esa relación estaba ahora disuelta, porque la nación había sido juzgada, el templo destruido, y eliminados todos los símbolos de la divina soberanía. ¿Por qué debía continuar por más tiempo el reino teocrático? No había nada que administrar. Ya no había una nación del pacto, el pacto estaba roto, e Israel había dejado de existir como una nacionalidad distinta. ¿Qué más natural y correcto, entonces, que en semejante coyuntura el Mediador renunciara a sus funciones mediadoras, y entregara la insignia del gobierno en las manos de las cuales había recibido aquellas funciones? Edades antes de ese período, el Padre había investido al Hijo con las funciones de vicerreinales de la teocracia. Se había proclamado: "Pero yo he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte. Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy" (Sal. 2:6,7). Los propósitos para los cuales el Hijo había asumido la administración del gobierno teocrático se habían llevado a cabo. El pacto estaba disuelto, su violación vengada, los enemigos de Cristo y de Dios destruidos, los siervos verdaderos y fieles recompensados, y la teocracia había llegado a su fin. Éste era ciertamente el momento oportuno para que el Mediador renunciara a su posición y la entregara en manos del Padre, es decir, "entregase el reino".

Pero en todo esto no hay nada despectivo hacia la dignidad del Hijo. Por el contrario: "Él es mediador de un mejor pacto". La terminación del reino teocrático era la inauguración de un nuevo orden, a una escala mayor, y de una natualeza más duradera. Esta es la doctrina de la epístola a los Hebreos: "el trono del Hijo de Dios es por siempre jamás" (Heb. 1:8). El sacerdocio del Hijo de Dios es "para siempre" (8:3); Cristo tiene un ministerio tanto mejor cuanto que "es mediador de un mejor pacto" (8:6). La teocracia, como hemos visto, era limitada, exclusiva, y nacional; pero llevaba en su seno el germen de una religión universal. Lo que Israel perdió, el mundo lo ganó. Mientras la teocracia subsistía, había una nación favorecida, y los gentiles, es decir, todo el mundo menos los judíos, estaban fuera del reino, en posición de inferioridad, y, como a los perros, se les permitía, por gracia, comer de las migajas que caían de la mesa del amo. La primera venida del reino no eliminó por completo este estado de cosas; hasta el evangelio de la gracia de Dios fluyó al principio por el antiguo y estrecho canal. Pablo reconoce el hecho de que "Jesucristo era ministro de la circuncisión", y nuestro Señor mismo declaró: "No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel". Durante años después de que los apóstoles recibieron la comisión, no entendieron que se le estaba enviando a los gentiles; ni consideraron al principio a los conversos paganos como admisibles en la iglesia, excepto como judíos prosélitos. Es verdad que, después de la conversión de Cornelio el centurión, los apóstoles se convencieron de los límites más amplios del evangelio, y por todas partes Pablo proclamaba el derrumbe de las barreras entre judíos y gentiles; pero es fácil ver que, mientras existiese la nación teocrática, y permaneciese el templo con su sacerdocio, sacrificios, y rituales, y continuase o pareciese continuar en vigencia la ley mosaica, la distinción entre judíos y gentiles no podía borrarse. Pero la barrera se derrumbó efectivamente cuando la ley, el templo, la ciudad, y la nación fueron borrados juntos, y la teocracia experimentó visiblemente la consumación final.

Ese acontecimiento fue, por decirlo así, la declaración formal y pública de que Dios ya no era el Dios de los judíos solamente, sino que ahora era el Padre común de todos los hombres; que ya no había una nación favorecida y un pueblo peculiar, sino que la gracia de Dios se había "manifestado para salvación a todos los hombres" (Tito 2:11); que lo local y limitado se había expandido hasta lo ecuménico y lo universal, y que, en Cristo Jesús, "todos son uno" (Gál. 3:29). Esto es lo que Pablo declara que es el significado de la rendición del reino por el Hijo de Dios en manos del Padre: de aquí en adelante, cesan las relaciones exclusivas de Dios con una sola nación, y Él se convierte en el Padre común de toda la familia humana,

"PARA QUE DIOS SEA TODO EN TODOS" (1 Cor. 15:28).


NOTA B

Acerca de la "Babilonia" de 1 Pedro 5:13

"La iglesia que está en Babilonia, elegida juntamente con vosotros, y Marcos mi hijo, os saludan".

No es fácil transmitir en otras tantas palabras en español la fuerza precisa del original. Su extrema brevedad causa oscuridad. Literalmente dice así: "Ella en Babilonia, co-elegida, os saluda; y Marcos mi hijo".

La interpretación común del pronombre ella lo refiere a "la iglesia que está en Babilonia"; aunque muchos eminentes comentaristas - Bengel, Mill, Wahl, Alford, y otros - entienden que se refiere a una persona, presumiblemente la esposa del apóstol. "Apenas es probable", observa Alford, "que ocurriesen juntos en el mismo mensaje de salutación una abstracción, de la cual se habla enigmáticamente, y un hombre (Marcos, mi hijo), por nombre". El peso de la autoridad se inclina del lado de la iglesia; el peso de la gramática, del lado de la esposa.

Pero la cuestión más importante se relaciona con la identidad del lugar que aquí se denomina Babilonia. A primera vista, es natural llegar a la conclusión de que no puede ser otra que la bien conocida y antigua metrópolis de Caldea, o lo que quedaba de ella y que existía en los días del apóstol. Estamos listos a considerar como muy probable que Pedro, en sus viajes apostólicos, rivalizaba con el apóstol a los gentiles, e iba por todas partes predicando el evangelio a los judíos, como Pablo lo hacía a los gentiles.

Sin embargo, parece haber formidables objeciones a este punto de vista, por natural y sencillo que parezca. Sin mencionar la improbabilidad de que Pedro, en su ancianidad, y acompañado por su esposa (si aceptamos la opinión de que es a ella a quien se refiere la salutación), se encontrase en una región tan remota de Judea, hay la importante consideración de que Babilonia no era en aquella época la morada de una población judía. Josefo afirma que ya mucho antes, durante el reinado de Calígula (37-41 d. C.), los judíos habían sido expulsados de Babilonia, y que había tenido lugar una gran matanza, que casi les había exterminado. Es verdad que esta afirmación de Josefo se refiere a la región entera llamada Babilonia, más bien que a la ciudad de Babilonia, y esto por la suficiente razón de que, en tiempos de Josefo, Babilonia era un lugar tan deshabitado como lo es ahora. En su Geografía Bíblica, Rosenmüller afirma que, en tiempos de Estrabón (esto es, durante el reinado de Augusto), Babilonia estaba tan desierta que él le aplica a esa ciudad lo que un antiguo poeta había dicho de Megalópolis en Arcadia, es decir, que era "un gran desierto". También Basnage, en su Historia de los Judíos, dice: "Babilonia declinaba en los días de Estrabón, y Plinio la representa en el reinado de Vespasiano como una grande e ininterrumpida soledad".

Se han sugerido otras ciudades como la Babilonia a la que se refiere la epístola: un fuerte de ese nombre en Egipto, mencionado por Estrabón; Tesifón, sobre el Tigris; Seleucia, la nueva ciudad que vació de sus habitantes a la antigua Babilonia. Pero estas son meras conjeturas, a las que no sostiene ni una partícula de evidencia.

La improbabilidad de que la antigua capital de Caldea fuese el lugar de referencia puede explicar en gran medida el consentimiento general que desde los tiempos más antiguos ha asignado una interpretación simbólica o espiritual al nombre de Babilonia. Si la cuestión fuera a ser decidida por la autoridad de grandes nombres, Roma sería declarada sin duda la mística Babilonia designada así por el apóstol. Pero esto envuelve la molesta pregunta de si Pedro visitó jamás Roma, una discusión en la cual no podemos entrar aquí. La historia del evangelio guarda completo silencio sobre el tema, y la tradición, incuestionablemente muy antigua, del episcopado de Pedro allí, y de su martirio bajo el reinado de Nerón, está recargado con tanto que es ciertamente fabuloso, que nos sentimos justificados al hacer todo ello a un lado como leyenda o como mito. Hay un argumento a priori contra la probabilidad de la visita de Pedro a Roma, el cual sostenemos como insalvable, en ausencia de cualquier argumento en contrario. Pedro era el apóstol de la circuncisión; su misión era a los judíos, su propia nación; no podemos concebir la posibilidad de que él abandonara su esfera señalada de trabajo y "entrara en los asuntos de otro hombre", y "edificara sobre fundamento ajeno". Pablo estaba en Roma en los días de Nerón, y nada puede ser más improbable que Pedro, el apóstol de la circuncisión, y "sabiendo que dentro de poco debía abandonar su tabernáculo terrenal", emprendiese viaje a Roma en su extrema vejez, sin ningún llamado especial, y sin dejar rastro, en la historia de los Hechos de los Apóstoles, de un suceso tan notable.

Pero, si Roma no es la Babilonia simbólica de la referencia, y si la Babilonia literal es inadmisible, ¿cuál otro lugar puede sugerirse con alguna probabilidad? ¿No hay ninguna otra ciudad, aparte de Roma, que pudiera llamarse con la misma propiedad la Babilonia mística? ¿Ninguna otra que no tenga aparejados nombres simbólicos, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo? Parece inexplicable que la misma ciudad con la cual la vida y los hechos de Pedro están más asociados que con ninguna otra haya sido completamente ignorada en esta discusión. ¿Por qué no podría la ciudad llamada Sodoma y Gomorra ser llamada, con la misma razón, Babilonia? Ahora bien, Jerusalén tiene estos nombres místicos asociados con ella en las Escrituras, y ninguna ciudad tenía más derecho a reclamar el carácter que ellos implican. Sin duda, Jerusalén parece también haber sido la residencia fija del apóstol; Jerusalén, pues, es el lugar desde el cual podríamos esperar encontrarle escribiendo y fechando sus epístolas dirigidas a las iglesias.

Cualquiera que sea la ciudad que el apóstol llama Babilonia, debe haber sido la morada permanente de la persona o la iglesia asociada con él mismo y con Marcos en la salutación. Esto queda comprobado por la forma de las expresiones h en babulwni, lo cual, como demuestra Steiger, significa "una morada fija por la cual uno puede ser designado". Si decidimos que la referencia es a una persona, se seguirá que Babilonia era el lugar del domicilio de la persona, su morada fija, y esto, en el caso de la esposa de Pedro, sólo podía ser Jerusalén. Hasta donde se puede deducir de la evidencia documental del Nuevo Testamento, la historia apostólica muestra claramente que Pedro residía habitualmente en Jerusalén. No es nada menos que una falacia popular suponer que todos los apóstoles eran evangelistas como Pablo, y que viajaban por países extranjeros predicando el evangelio a todas las naciones. El profesor Burton ha mostrado que "no fue sino catorce años después de la ascensión de nuestro Señor que Pablo viajó por primera vez, y predicó el evangelio a los gentiles. Ni hay evidencia alguna de que, durante este período, los apóstoles traspasaron los confines de Judea". Pero, lo que argumentamos es que la residencia habitual o permanente de Pedro era Jerusalén. Esto se desprende de varias pruebas circunstanciales:

1. Cuando la iglesia de Jerusalén se dispersó hacia el extranjero después de la persecución que se desató en el tiempo del martirio de Esteban, Pedro y el resto de los apóstoles permanecieron en Jerusalén. (Hechos 8:1).

2. Pedro estaba en Jerusalén cuando Herodes Agripa I le aprehendió y le encarceló. (Hechos 12:3).

3. Cuando Pablo, tres años después de su conversión, sube a Jerusalén, su misión es "ver a Pedro"; y añade: "Permanecí con él quince días" (Gál. 1:18). Esto implica que la residencia habitual de Pedro era Jerusalén.

4. Catorce años después de esta visita a Jerusalén, Pablo visita nuevamente aquella ciudad en compañía de Bernabé y Tito; y en esta ocasión, también encontramos a Pedro allí. (Gál. 2:1-9). (50 d. C. - Conybeare y Howson).

5. Vale la pena notar que fue la presencia en Antioquia de ciertas personas que vinieron de Jerusalén lo que intimidó tanto a Pedro que le llevó a asumir una línea equivocada de conducta y a incurrir en la censura de Pablo. (Gál. 2:11). ¿Por qué debería intimidar a Pedro la presencia de judíos de Jerusalén? Presumiblemente porque, a su regreso a Jerusalén, ellos le pedirían cuenta: dando a entender que Jerusalén era su residencia habitual.

6.  Si suponemos, lo que es más probable, que Marcos, mencionado en esta salutación, es Juan Marcos, hijo de la hermana de Bernabé, sabemos que él también vivía en Jerusalén (Hechos 12:12).

7.  A Silvano, o Silas, el escritor o portador de esta epístola, lo conocemos como miembro prominente de la iglesia de Jerusalén: "varón principal entre los hermanos" (Hechos 15:22-32).

Encontramos así que todas las personas nombradas en la porción final de la epístola son residentes habituales de Jerusalén.

Por último, inferimos, de una expresión incidental en Hech. 4:17, que Pedro estaba en Jerusalén cuando escribió esta epístola. Dice que es tiempo de que el juicio comience por la "casa de Dios"; esto es, como hemos visto, el santuario, el templo; y añade: "Si primero comienza por nosotros", etc. Ahora bien, ¿se habría expresado así si en el momento en que escribió hubiese estado en Roma, o en Babilonia sobre el Éufrates, o en cualquier otra ciudad que no fuese Jerusalén? Ciertamente parece de lo más natural suponer que, si el juicio comienza por el santuario, y también por nosotros, tanto el lugar como las personas deben estar juntos. La visión de Ezequiel, que da el prototipo de la escena de juicio, fija la localidad donde ha de comenzar la matanza, y parece muy probable que la suerte venidera de la ciudad y el templo, así como las aflicciones que habrían de sobrevenirles a los discípulos de Cristo, estuviesen en la mente del apóstol. Wiesinger observa: "Apenas es posible que la destrucción de Jerusalén hubiese pasado cuando se escribieron estas palabras; de haber sido así, difícilmente se habría dicho, o kairoz tou arxasqai". No; no era pasado, sino que el principio del fin ya era presente; el juicio parece haber comenzado, como el Señor dijo que ocurriría, con los discípulos; y éste era el seguro preludio de la ira que venía sobre los impíos "hasta lo máximo".

Pero puede objetarse: Si Pedro quiso decir Jerusalén, ¿por qué no lo dijo sin ambigüedades? Puede haber habido, y sin duda había, razones prudenciales para esta reserva en el momento en que Pedro produjo su escrito, como las había cuando Pablo escribió a los tesalonicenses. Pero, probablemente, no había tal ambigüedad para sus lectores, como las hay para nosotros. ¿Y si Jerusalén ya era conocida y reconocida entre los creyentes cristianos como la Babilonia mística? Suponiendo, como tenemos derecho a asumir, que Apocalipsis ya le era familiar a las iglesias apostólicas, consideramos sumamente probable que identificaran a la "gran ciudad", cuya caída se describe en ese libro, "Babilonia la grande", como la misma cuya caída se menciona en la profecía de nuestro Señor en el Monte de los Olivos.

Esto, sin embargo, pertenece a otro tema, cuya discusión tendrá lugar en el momento adecuado - la identidad de la Babilonia del Apocalipsis. Baste por el momento haber presentado argumentos para una causa probable, sobre bases completamente independientes, en favor de que la Babilonia de la primera epístola de Pedro no es otra que Jerusalén.

NOTA C

Acerca del simbolismo de la profecía, con especial referencia
a las predicciones de la parusía

La más somera atención al lenguaje profético del Antiguo Testamento debe convencer a cualquier persona de mente sobria que no debe entenderlo al pie de la letra. Primero, los pronunciamientos de los profetas son poesía; segundo, son poesía oriental. Pueden llamarse grabados jeroglíficos que representan sucesos históricos por medio de imágenes altamente metafóricas. Es inevitable, pues, que la hipérbole, o lo que a nosotros nos parece hipérbole, entre mayormente en las descripciones de los profetas. Para la imaginación fría y prosaica de Occidente, el estilo encendido y vívido de los profetas de Oriente puede parecer ampuloso y extravagante; pero hay siempre un substrato de realidad que subyace a las figuras y a los símbolos, los cuales, mientras más se estudian, más se recomiendan al juicio del lector. Revoluciones sociales y políticas, cambios morales y espirituales, son prefigurados por convulsiones y catástrofes físicas; y si estos fenómenos naturales afectan la imaginación todavía más poderosamente, no son figuras inapropiadas cuando se capta la verdadera importancia de los acontecimientos que representan. La tierra convulsionada por terremotos, montañas ardiendo que son lanzadas al mar, estrellas que caen como hojas, los cielos incendiados, el sol cubierto de cilicio, la luna convertida en sangre, son imágenes de espantosa grandeza, pero no son necesariamente representaciones impropias de grandes conmociones civiles - el derrumbe de tronos y dinastías, las desolaciones de la guerra, la abolición de antiguos sistemas, y grandes revoluciones morales y espirituales. En profecía, como en poesía, lo material es considerado tipo de lo espiritual, y las pasiones y emociones de la humanidad encuentran expresión en señales y síntomas correspondientes en la creación inanimada. ¿Trae el profeta buenas nuevas? Llama a las montañas y a los collados a prorrumpir en canción, y a los árboles del bosque a batir palmas. ¿Es su mensaje de lamentación y de ay? Los cielos están de luto, y el sol se oscurece cuando se pone. Por muy ansioso que esté de apegarse a la sola letra de la palabra, nadie pensaría en insistir que tales metáforas deben interpretarse literalmente, ni que deben cumplirse literalmente. Lo más que tenemos derecho a pedir es que haya sucesos históricos que correspondan y estén a la altura de tales fenómenos; grandes movimientos morales y sociales capaces de producir emociones tales como parecen implicar estos fenómenos físicos.

Puede ser útil elegir algunos de los más notables de estos símbolos proféticos que se encuentran en el Antiguo Testamento, para que podamos observar las ocasiones en que se emplearon, y descubrir el sentido en el cual deben ser entendidos.

En Isaías 13, tenemos una predicción muy notable de la destrucción de la antigua Babilonia. Está concebida en el más alto estilo poético. Jehová de los ejércitos pasa revista a las tropas para la batalla; se oye estruendo de ruido de reinos, de naciones reunidas; se proclama que el día de Jehová está cerca; las estrellas de los cielos y sus luceros no darán su luz; el sol se oscurecerá al nacer, la luna no dará su resplandor; los cielos se estremecerán, y la tierra se moverá de su lugar. Se observará que todas estas imágenes, cuyo cumplimiento literal involucraría la destrucción de toda la creación material, se emplean para describir la destrucción de Babilonia por los medos.

Nuevamente, en Isaías 24, tenemos una predicción de juicios a punto de caer sobre la tierra de Israel; y entre otras representaciones de los ayes inminentes, encontramos las siguientes: "Las ventanas de los cielos están abiertas; se estremecen los fundamentos de la tierra; la tierra será enteramente vaciada, y completamente saqueada; la tierra se destruyó, cayó; la tierra se tambaleará como borracho, y será removida como choza de labrador; caerá y no se levantará más," etc. Todo esto simboliza la convulsión civil y social que estaba a punto de ocurrir en la tierra de Israel.

En Isaías 34, el profeta anuncia juicios contra los enemigos de Israel, en particular Edom, o Idumea. La imágenes que emplea son de la descripción más sublime y terrible: "Los montes se disolverán por la sangre de los cadáveres. Todo el ejército de los cielos se enrollará como un libro, y caerá todo su ejército, como se cae la hoja de la parra, y como se cae la de la higuera". "Sus arroyos se convertirán en brea, y su polvo en azufre, y su tierra en brea ardiente. No se apagará de noche ni de día, perpetuamente subirá su humo; de generación en generación será asolada, nunca jamás pasará nadie por ella".

No es necesario preguntar: ¿Se han cumplido estas predicciones? Sabemos que sí; y su cumplimiento permanece en la historia como un monumento perpetuo a la verdad de Apocalipsis. A Babilonia, Edom, Tiro, los opresores o enemigos del pueblo de Dios, se les ha hecho beber de la copa de la indignación de Dios. El Señor no ha dejado caer a tierra ninguna de las palabras de sus siervos los profetas. Pero nadie pretenderá decir que los símbolos y figuras que describían estos derrumbes se verificaron literalmente. Estos emblemas son el ropaje de la descripción, y se usan simplemente para aumentar el efecto y para dar vividez y grandeza a la escena.

De manera semejante, el profeta Ezequiel usa imágenes de un tipo muy similar al predecir las calamidades que vendrían sobre Egipto: "Y cuando te haya extinguido, cubriré los cielos, y haré entenebrecer sus estrellas; el sol cubriré con nublado, y la luna no hará resplandecer su luz. Haré entenebrecer todos los astros brillantes del cielo por tí, dice Jehová el Señor" (Eze. 32:7,8).

De forma parecida, los profetas Miqueas, Nahum, Joel, y Habacuc describen la presencia y la intervención del Altísimo en los asuntos de las naciones, presencia e intervención que están acompañadas por estupendos fenómenos naturales: "Porque he aquí, Jehová sale de su lugar, y descenderá y hollará las alturas de la tierra. Y se derretirán los montes debajo de él, y los valles se hendirán como la cera delante del fuego, como las aguas que corren por un precipicio" (Miqueas 1:3,4).

"Jehová marcha en la tempestad y el torbellino, y las nubes son el polvo de sus pies. Él amenaza al mar, y lo hace secar, y agosta todos los ríos. Los montes tiemblan delante de él, y los collados se derriten; la tierra se conmueve a su presencia, y el mundo, y todos los que en él habitan. Su ira se derrama como fuego, y por él se hienden las peñas" (Nahum 1:3-6).

Estos ejemplos pueden bastar para mostrar lo que en realidad es evidente, que en lenguaje profético se emplean los más sublimes y terribles fénomenos naturales para representar convulsiones y revoluciones nacionales y sociales. Las imágenes, que si se cumplieran darían como resultado la total disolución de la estructura del globo terráqueo y la destrucción del universo material, en realidad no pueden significar otra cosa que la caída de una dinastía, la toma de una ciudad, o el colapso de una nación.

El siguiente es el punto de vista de Sir Isaac Newton sobre este tema, posición que es substancialmente justa, aunque quizás llevada un poco demasiado lejos al suponer que hay, de hecho, un equivalente para cada figura empleada en la profecía:

"El lenguaje figurado de los profetas está tomado de la analogía entre el mundo natural y un imperio considerado como potencia mundial. En consecuencia, el mundo natural, que consiste del cielo y la tierra, significa todo el mundo político, que consiste de tronos y pueblos, o tanto de él como se considere en la profecía; y las cosas en ese mundo significan cosas análogas en éste. Porque los cielos y las cosas que en ellos hay significa tronos y dignatarios, y los que disfrutan de ellos; y la tierra, con las cosas que en ella hay, el pueblo inferior; y las partes más bajas de la tierra, llamadas Hades o infierno, la parte más baja y miserable de ellas. Grandes terremotos, y el temblor del cielo y la tierra, representan el templor de reinos, para confundirlos y derribarlos; la creación de un cielo nuevo y una nueva tierra, la desaparición de los antiguos; el comienzo y el fin del mundo significan el surgimiento y la ruina del cuerpo político de que se trate. El sol significa toda la especie y la raza de hombres en los reinos del mundo político; la luna significa el cuerpo de la gente común, considerada como la esposa del rey; las estrellas, los príncipes y grandes hombres subordinados; o los obispos y gobernantes del pueblo de Dios, cuando el sol es Cristo. La puesta del sol, la luna, y las estrellas; el oscurecimiento del sol, la luna convirtiéndose en sangre, y la caída de las estrellas, el cese de un reino".

Como adición, sólo citaremos las excelentes observaciones de un sabio expositor, el Dr. John Brown, de Edinburgo:

"Entendido literalmente, 'pasarán el cielo y la tierra' es la disolución del actual sistema del universo; y el período en que esto debe tener lugar es llamado 'el fin del mundo'. Pero una persona bien familiarizada con la fraseología de las Escrituras del Antiguo Testamento sabe que la disolución de la economía mosaica y el establecimiento de la cristiana se describen a menudo como la desaparición de la antigua tierra y los antiguos cielos, y la creación de una nueva tierra y un nuevo cielo. 'Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento'. 'Porque como los cielos nuevos y la nueva tierra que yo hago permanecerán delante de mí, dice Jehová, así permanecerá vuestra descendencia y vuestro nombre' (Isa. 65:17; 66:22)'. Del período de la terminación de una dispensación y el comienzo de la otra se dice que son 'los últimos días', y 'el fin del mundo', y se describen como un temblor tal de los cielos y la tierra que conduciría a la eliminación de las cosas que habían temblado (Hag. 2:6; Heb. 14:26,27)".
Parece, pues, que si la Escritura es la mejor intérprete de la Escritura, tenemos en el Antiguo Testamento una clave para la interpretación de las profecías en el Nuevo. El mismo simbolismo se encuentra en ambos, y las imágenes de Isaías, Ezequiel, y los otros profetas nos ayudan a entender las imágenes de Mateo, Pedro, y Juan. Así como la disolución del mundo material no es necesaria para el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, tampoco es necesaria para el cumplimiento de las predicciones del Nuevo Testamento. Pero, aunque los símbolos son expresiones metafóricas, no carecen de significado. No es necesario alegorizarlos y encontrar un equivalente correspondiente en cada tropo; es suficiente considerar las imágenes como recursos empleados para aumentar lo sublime de la predicción y para hacerla impresionante y grandiosa. Al mismo tiempo, hay una propiedad verdadera y una realidad subyacente en los símbolos de la profecía. Los hechos morales y espirituales que representan, los cambios sociales y ecuménicos que tipifican, no podían ser presentados adecuadamente por medio de un lenguaje menos majestuoso y menos sublime. Hay razón para creer que una inadecuada comprensión  de la verdadera grandeza e importancia de sucesos tales como la destrucción de Jerusalén y la abrogación de la economía judía es la base del sistema de interpretación que sostiene que nada que responda a los símbolos del Nuevo Testamento ha tenido lugar jamás. De aquí las invenciones, no críticas y no bíblicas, de los dobles significados, y los cumplimientos dobles, triples, y múltiples de la profecía. No estamos preparados para negar que conmociones físicas de la naturaleza y extraordinarios fenómenos en los cielos y la tierra pueden haber acompañado los estertores finales de la dispensación judía. Nos parece muy probable que tales cosas sucedieron. Pero el cumplimiento literal de los símbolos no es esencial para la verificación de la profecía, la cual los hechos registrados de la historia han demostrado en abundancia que es verdadera.


NOTA D

Acerca de los "cielos nuevos" y la "tierra nueva" (2 Pedro 3:13)

Dr. Owen-John

DR. JOHN OWEN
(1616-1683)


El apóstol distribuye el mundo entre cielo y tierra, y dice que fueron destruidos por medio de agua, y perecieron. Sabemos que ni la composición ni la sustancia del uno ni de la otra fueron destruidos, sino sólo los hombres que vivían en la tierra; y el apóstol nos habla (ver. 7) del cielo y la tierra que había entonces, y que fueron destruidos por agua, distintos de los cielos y la tierra que había ahora, y que habrían de ser consumidos por fuego; sin embargo, en cuanto a la estructura visible del cielo y la tierra, eran los mismos tanto antes del Diluvio como en los tiempos del apóstol, y permanecen hasta la fecha; cuando todavía es cierto que los cielos y la tierra, de los cuales hablaba, habrían de ser destruidos y consumidos por fuego en aquella generación. Para aclarar nuestro fundamento, debemos, pues, considerar lo que el apóstol quiere decir con cielos y tierra en estos dos lugares.

1.  Es seguro que lo que el apóstol quiere decir con "el mundo", con su cielo, y la tierra (vers. 5,6), que fue destruida; lo mismo, o algo de esta clase, quiere decir con los cielos y la tierra que habrían de ser consumidos y destruidos por el fuego (ver. 7); de lo contrario, no habría ninguna coherencia en el discurso del apóstol, ni ninguna clase de argumento, sino una mera falacia de palabras.

2.  Es seguro que el diluvio no destruyó el mundo, ni la estructura del cielo y la tierra, sino solamente a los habitantes del mundo; por lo tanto, la destrucción que debía tener lugar por el fuego no es la substancia de los cielos y la tierra, que no serán consumidos sino hasta el último día, sino de las personas o los hombres que vivieran en el mundo.

3.  Luego, tenemos que considerar en qué sentido se dice de los hombres que viven en el mundo que son el mundo, y los cielos y la tierra de él. Sólo insistiré en un caso para este propósito entre muchos que pueden mencionarse: Isa. 51:15,16. El tiempo en la obra mencionada aquí, de extender los cielos y echar los cimientos de la tierra, fue llevada a cabo por Dios cuando agitó el mar (ver. 15) y dio la ley (ver. 16), y dijo a Sión: Pueblo mío eres tú; esto es, cuando sacó de Egipto a los hijos de Israel, y en el desierto les formó en iglesia y estado; luego, extendió los cielos y echó los cimientos de la tierra; esto es, produjo orden, y gobierno, y belleza de la confusión en que se encontraban. Esto es extender los cielos y echar los fundamentos del mundo. Y puesto que es entonces cuando se menciona la destrucción de un estado y gobierno, es con ese lenguaje que parece hablar del fin del mundo. Así ocurre con Isa. 34:4, que no es sino la destrucción del estado de Edom. Otro tanto se afirma del Imperio Romano (Apoc. 6:14), que los judíos constantemente afirman que se quiere decir con Edom en los profetas. Y en la predicción de nuestro Señor Jesucristo tocante a la destrucción de Jerusalén (Mateo 24). La hace con expresiones de la misma importancia. Es evidente, pues, que en lenguaje profético y la manera de hablar, a menudo se entendían los cielos y la tierra como el estado civil y religioso y la combinación de hombres en el mundo, y los hombres de ella. Así ocurría con los cielos y la tierra de aquel mundo que entonces fue destruido por el diluvio.

4.  Sobre esta base, afirmo que, en esta profecía de Pedro, con  los cielos y la tierra se quiere decir la venida del Señor, el día del juicio y la perdición de los impíos, que en la destrucción de aquel cielo y aquella tierra se menciona, no el juicio último y final del mundo, sino aquella total desolación y destrucción de la iglesia y el estado judíos, que habría de tener lugar, para lo cual presentaré estas dos razones, de muchas que podrían aducirse a partir del texto:

(1) Porque lo que sea que se menciona aquí debía tener peculiar influencia sobre los hombres de aquella generación. Él habla de aquello que tenía que ver tanto con los profanos burladores como con los burlados, y de que, como judíos, algunos de ellos creían en la fe, y otros se oponían. Ahora bien, no había en aquella generación ninguna preocupación particular, ni por aquel pecado, ni por aquellas burlas, en cuanto al día del juicio en general; sino un alivio peculiar por el uno y un temor peculiar por el otro, que estaba cercano, en la destrucción de la nación judía; además, había amplio testimonio tanto por el uno como por el otro del poder y el dominio del Señor Jesucristo, que era el punto en disputa entre ellos.

(2) Pedro les dice, después de la destrucción y el juicio de que habla (ver. 7-13): "Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva", etc. Tenían esta esperanza. Pero, ¿cuál es esa promesa? ¿Dónde podemos encontrarla? Bueno, la tenemos en las mismas palabras y en la misma carta, Isa. 65:17. Ahora bien, ¿cuándo será que Dios creará estos nuevos cielos y esta nueva tierra, en los cuales mora la justicia? Dice Pedro: "Será después de la venida del Señor, después de aquel juicio y aquella destrucción de los impíos, que no obedecen al evangelio". Pero ahora es evidente, a partir de este pasaje en Isaías, en 66:21,22, que esta es una profecía para los tiempos evangélicos solamente; y que la extensión de estos nuevos cielos no es sino la creación de las ordenanzas del evangelio que deben permanecer para siempre. Lo mismo se expresa en Heb. 12:26-28.

Siendo éste el designio del lugar, no insistiré más sobre el contexto, sino que abriré brevemente las palabras propuestas, y fijaré la atención sobre la verdad contenida en ellas.

Primero, existe el fundamento de la inferencia y la exhortación apostólicas, viendo que todas estas cosas, por preciosas que parezcan, sin importar el valor que alguno les atribuya, se disolverán, esto es, serán destruidas, y de aquella terrible y horrenda manera que se ha mencionado antes, en un día de juicio, de ira, y de venganza, por medio del fuego y la espada; que otros se burlen de las amenazas de la venida de Cristo: Vendrá y no tardará, y luego, los cielos y la tierra que Dios mismo extendió - el sol, la luna, y las estrellas del sistema y la iglesia judíos - todo el mundo antiguo de culto y de adoradores, que en su obstinación se levantan contra el Señor Jesucristo, se disolverá y se destruirá sensiblemente: sabemos que éste será el fin de todas las cosas, y esto ocurrirá en breve.

No hay ninguna constitución externa ni estructura de cosas en gobiernos o naciones, que no esté sujeta a disolución, y puede ocurrirle, a manera de juicio. Si alguno desea que se le excluya, y eso ocurre en muchos casos, de los cuales el apóstol hablaba en términos proféticos (porque todavía no era tiempo de declararlo abiertamente a todos) puede presentar su solicitud. *

*Sermón del Dr. Owen sobre 2 Pedro 3:11. Obras, reimpreso en 1721.


NOTA E

El Rev. F. D. Maurice acerca de
"El  último tiempo"

(I Juan 2:18)


¿Cómo podía decir Juan que éste era el último tiempo? ¿No ha durado el mundo casi mil ochocientos años desde que él lo abandonó? ¿No puede durar muchos años más?

"Muchos les dirán que no sólo Juan, sino también Pablo y todos los apóstoles, actuaban bajo el engaño de que el fin de todas las cosas se acercaba en su tiempo. Los que así hablan no están en general dispuestos a subestimar la autoridad de estos hombres; algunos adoptan esta opinión prácticamente, aunque puede que no la expresen en palabras, y sostienen que a los escritores bíblicos no se les permitía jamás cometer errores ni siquiera en las cosas más insignificantes. Yo no digo eso; no hará temblar mi fe en ellos descubrir que se han equivocado en nombres o puntos cronológicos. Pero, si supusiera que ellos mismos habían sido conducidos al error, y habían conducido al error a sus propios discípulos, en un tema tan importante como este de Cristo viniendo en juicio, y de los últimos días, me sentiría muy perplejo. Porque es un tema al que ellos se refieren constantemente. Es parte de su más profunda fe. Se mezcla con todas sus exhortaciones prácticas. Si se equivocaran aquí, no veo dónde pueden haber acertado.

"He descubierto que su lenguaje sobre este tema me ha sido de la mayor utilidad para explicar el método de la Biblia; el curso del gobierno de Dios sobre las naciones y los individuos; la vida del mundo antes del tiempo de los apóstoles, durante su tiempo, y en todos los siglos desde entonces. Si les hacemos a ellos la justicia que debemos a todos los escritores, inspirados y no inspirados; si les permitimos interpretarse a sí mismos, en vez de imponerles nuestras interpretaciones, creo que entenderemos un poquito más de su obra y de la nuestra. Si tomamos sus palabras simple y literalmente con respecto al juicio y el fin que ellos esperaban en su día, sabremos qué posición ocupaban con respecto a sus antepasados y con respecto a nosotros. Y en lugar de una concepción muy vaga, débil, y artificial del juicio que debemos esperar, aprenderemos cuáles son nuestras necesidades por medio de las de ellos; cómo nos cumplirá Dios a nosotros todas sus palabras por la manera que les cumplió a ellos Sus palabras.

"No es una idea nueva, sino muy antigua y común, la de que la historia del mundo se divide en ciertos períodos grandes. En nuestros días, se les ha estado imponiendo a hombres pensantes la convicción de que hay una amplia distinción entre la historia antigua y la moderna. M. Guizot se espacia especialmente sobre la unidad y la universalidad de la historia moderna, en contraste con la división de la historia antigua en una serie de naciones que apenas tenían simpatías comunes. La cuestión es dónde encontrar el límite entre estos dos períodos. Los estudiantes han especulado mucho sobre éstos; la mayoría de estas especulaciones han sido plausibles y sugieren verdades; algunas son muy confusas; ninguna, creo yo, es satisfactoria. Una de las más populares, la que supone que la historia moderna comienza cuando las tribus bárbaras se establecieron en Europa, sería bastante fatal para la doctrina de M. Guizot. Porque ese establecimiento, aunque fue un suceso muy importante e indispensable para la civilización moderna, rompía temporalmente la unidad que había existido antes. Era como la reaparición de aquella separación de tribus y razas, que él supone ha sido la característica especial del mundo anterior.

"Ahora bien: ¿Podemos esperar alguna luz sobre este tema en la Biblia? No creo que cumpliría sus pretensiones si no pudiéramos encontrarla. Ella profesa presentar los caminos de Dios a las naciones y a la humanidad. Podríamos muy bien contentarnos con que nos dijera muy poco de las leyes físicas; podríamos contentarnos con que guardase silencio acerca de los cursos de los planetas y la ley de gravedad. Puede que Dios tenga otros métodos para dar a conocer estos secretos a sus criaturas. Pero lo que concierne al orden moral del mundo y al progreso espiritual de los seres humanos cae directamente dentro de la esfera de la Biblia. Nadie podría estar satisfecho con ella si guardase silencio con respecto a estos últimos. En consecuencia, todos los que suponen que ella guarda silencio sobre este punto, por mucha importancia que le atribuyan a lo que ellos llaman su carácter religioso; por mucho que puedan suponer que sus mayores intereses dependen de su creencia en sus oráculos, están obligados a tratarla como un libro muy desarticulado y fragmentario. Ellos proporcionan la mejor excusa a los que dicen que no es un libro íntegro, como hemos creído que es, sino una colección de los dichos y opiniones de ciertos autores, en diferentes épocas, no muy consistentes los unos con los otros. Por otra parte, ha existido la más fuerte convicción en las mentes de lectores ordinarios, así como en las de estudiantes, de que el libro sí nos habla de cómo las épocas pasadas, y las por venir, tienen que ver con la develación de los misterios de Dios - qué parte ha jugado un país y otro en Su gran drama - hasta qué punto están convergiendo todas las líneas de su providencia. El inmenso interés que ha despertado la profecía - un interés no destruido, ni siquiera disminuido, por los numerosos desengaños que las teorías de los hombres sobre ella han tenido que encontrar - es prueba de cuán profunda y cuán ampliamente difundida es esta convicción. En vano tratan los teólogos de disuadir a lectores sencillos y sinceros de que estudien las profecías insistiéndoles que no tienen tiempo libre para tal actividad, y en que deberían ocuparse de cosas más prácticas. Si sus conciencias les indican que hay algún fundamento para sus advertencias, todavía les parece que no podrían hacerles caso por completo. Están seguros de que tienen algún interés en los destinos de su raza, así como en los destinos individuales. No pueden separar el uno del otro; tienen que creer que hay luz en alguna parte acerca de ambos. No me atrevo a desanimar a los que tienen tal certidumbre. Si la sostenemos con fuerza, puede ser un gran intrumento para sacarnos de nuestro egoísmo. Temo que la perdamos, como ciertamente la perderemos si adquirimos el hábito de considerar la Biblia como un libro de adivinanzas y acertijos, y de esperar sin descanso que ciertos sucesos externos ocurran en ciertas fechas que hemos fijado como los que han predicho los apóstoles y los profetas. La cura para tales desatinos, que son realmente muy serios, reside, no en un descuido de la profecía, sino en una meditación más seria sobre ella; recordando que la profecía no es un conjunto de predicciones sueltas, como los dichos de un adivino, sino una revelación de Aquél cuyas salidas son desde la eternidad; que es el mismo ayer, hoy, y por los siglos, cuyas acciones en una generación son establecidas por las mismas leyes que sus acciones en otra generación.

"Si os hablara alguna vez del Apocalipsis de Juan, me explayaría mucho más sobre este tema. Pero lo dicho es para introducir la observación de que la Biblia trata la caída del sistema judío como el fin de un gran período en la historia humana y el principio de otro. Juan el Bautista anuncia la presencia de Uno "en cuya mano está el aventador; y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará". Los evangelistas dicen que estas palabras quieren decir que Jesús de Nazaret después bajó a las aguas del Jordán, y que, al salir de ellas, fue declarado Hijo de Dios, sobre el cual descendió el Espíritu en forma visible.

"Nosotros tenemos por costumbre separar a Jesús el Salvador de Jesús el Rey y Juez. Ellos no. Nos dicen desde el comienzo que él llegó predicando el reino de los cielos. Nos cuentan que llevaba a cabo acciones de juicio, así como actos de liberación. Nos informan de las tremendas palabras que dirigía a los fariseos y a los escribas, así como del evangelio que les predicaba a los publicanos y pecadores. Y antes del fin de su ministerio, cuando sus discípulos le preguntaron acerca de los edificios del templo, habló claramente de un juicio que Él, el Hijo del hombre, ejecutaría antes de que se acabase aquella generación. Y para dejar claro que quería que le entendiésemos estricta y literalmente, añadió: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". Este discurso, que Mateo, Marcos, y Lucas nos informan cuidadosamente, no es ajeno al resto de sus discursos y parábolas, ni al resto de sus obras. Todos contienen la misma advertencia. Están llenos de gracia y de misericordia - mucha más gracia y misericordia de lo que hemos supuesto; son testimonio de un Ser lleno de gracia y misericordia; pero son testimonio de que las habitaciones de los que no gustaban de este Ser sólo porque éste era su carácter, los que buscaban otro ser semejante a ellos mismos, esto es, un ser sin gracia y sin misericordia, les serían hechas desiertas.

"Cuando, pues, después de la ascensión de nuestro Señor, los apóstoles salieron a predicar el evangelio y a bautizar en su nombre, su primer deber era anunciar que aquel Jesús a quien los dirigentes de Jerusalén habían crucificado era Señor y Cristo; su segundo deber era predicar la remisión de los pecados y el don del Espíritu Santo en su nombre; su tercer deber era predecir la venida de un día grande y terrible del Señor, y decir a todos los que escuchasen: "Salvaos de esta  generación desgraciada". Era el lenguaje que Pedro usó en el día de Pentecostés; fue adoptado, con las variantes que requerían las circunstancias de los oyentes, por todos aquellos a los que se les confió el mensaje del evangelio. Sin duda, era peculiarmente aplicable a los judíos. Ellos habían sido hechos mayordomos de los dones de Dios para el mundo. Habían desperdiciado los bienes de su Maestro, y ya no habrían de ser más mayordomos. Pero no vemos a los apóstoles limitando su lenguaje a los judíos. Hablando en Atenas - con palabras especialmente apropiadas para una ciudad pagana culta y filosófica - Pablo declara que Dios "ha establecido un día en el cual juzgará al mundo por aquel varón a quien designó", y señala a la resurrección de los muertos como el suceso que establecerá quién es ese Hombre. ¿Por qué fue esto así? Porque los apóstoles creían que el rechazo del pueblo judío era la manifestación del Hijo del Hombre; un testigo a todas las naciones de quién era su Rey; un llamado a todas las naciones a deshacerse de sus ídolos y confesarle a Él. El evangelio debía explicar el significado de la gran crisis que estaba a punto de tener lugar; de decirles a los gentiles y a los judíos lo que esto implicaría; de anunciarlo nada menos que como el comienzo de una nueva era en la historia del mundo, cuando el Hombre crucificado reclamaría un imperio universal, y contendería con el César romano y otros tiranos de la tierra que se le opusieran.

"Este punto de vista bíblico del ordenamiento de los tiempos y las sazones armoniza por completo con la conclusión a la que ha llegado M. Guizot mediante la observación de los hechos. El nacimiento de nuestro Señor casi coincidió con el establecimiento del Imperio Romano en la persona de Augusto César. Aquel imperio aspiraba a aplastar a las naciones y a establecer una gran supremacía mundial. La nación judía había sido testigo contra todos estos experimentos en el mundo antiguo. Había caído bajo la tiranía babilónica, pero había surgido nuevamente. Y el tiempo que siguió a su cautiverio fue el gran tiempo del despertar de la vida nacional en Europa - el tiempo en que las repúblicas griegas florecieron - el tiempo en que la República Romana iniciaba su gran carrera.

"La nación judía había sido abrumada por los ejércitos de la República Romana; todavía conservaba los antiguos signos de su nacionalidad, su ley, su sacerdocio, su templo. Éstos les parecían ridículos e insignificantes a los emperadores romanos, aun a los gobernadores romanos que administraban la pequeña provincia de Judea, o la provincia mayor de Siria, en la cual a menudo se incluía. Pero encontraron a los judíos muy problemáticos. Su nacionalismo era de una clase peculiar, y de una desusada fortaleza. Cuando eran más degradados no podían separarse de él. Iniciaban innumerables rebeliones, con la esperanza de recobrar lo que habían perdido, y de establecer el reino universal que creían estaba destinado para ellos, no para Roma. La predicación de nuestro Señor les declaraba que había tal reino universal - que Él, el Hijo de David, había venido a establecerlo en la tierra. Los judíos soñaban con otra clase de reino, con otra clase de rey. Querían un reino judío, que pisotearía las naciones, tal como el Imperio Romano les estaba pisoteando; querían un rey judío que fuese básicamente como el César romano. Era un concepto tenebroso, horrible, odioso; combinaba todo lo más estrecho en la forma más degradante del nacionalismo, con todo lo más cruel y más destructor de la vida personal y moral en la peor forma de imperialismo. Reunía en sí mismo todo lo que era peor en la historia del pasado. Proyectaba la sombra de lo que sería peor en el tiempo venidero. Los apóstoles anunciaban que la ambición maldita de los judíos se vería frustrada por completo. Decían que se acercaba una nueva era - la era universal, la era del Hijo del hombre, que sería precedida por una gran crisis que zarandearía, no sólo la tierra, sino también los cielos; no sólo lo que pertenecía al tiempo, sino también todo lo que pertenecía al mundo espiritual, y a las relaciones del hombre con él. Decían que este zarandeo sería tal que sacudiría lo que no se podía sacudir - y que continuaría.

"He tratado, pues, de mostraros lo que Juan quería decir con el último tiempo, si hablaba el mismo lenguaje que nuestro Señor y los otros apóstoles hablaban. No puedo decir qué cambios físicos hayan buscado él o ellos. En aquel tiempo se observaron fenómenos físicos - hambrunas, pestes, terremotos. Si ellos o cualquiera de ellos suponía que estos cambios indicaban más alteraciones en la superficie o la estructura de la tierra de lo que ellos indicaban, no lo sé; éstos no son los puntos sobre los cuales busco información, si ellos la dieron. Que ellos no esperaban el fin de la tierra - lo que nosotros llamamos la destrucción de la tierra - es claro a partir de esto, que el nuevo reino del cual ellos hablaban habría de ser un reino en la tierra así como un reino de los cielos. Pero su creencia de que un reino tal se había establecido, y haría sentir su poder tan pronto la antigua nación hubiese sido dispersada, ha sido, creo yo, corroborada en abundancia por los hechos. No veo cómo podemos entender la historia moderna correctamente sin aceptar esa creencia".

1. Las epístolas de Juan, por F. D. Maurice, M.A., Conferencia ix.


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Contenido | Prefacio | Introducción | 1-1 | 1-2 | 1- 3 | 1- 4 | 1- 5 | 1-6 |1-7 | Apéndice1 |

2-8 | 2-9 | 2-10 | 2-11 | 2-12 | 2-13 | 2-14 | 2-15 | 2-16 | 2-17 | 2-18|2-19|2-20|2-21|2-22|2-23|
Apéndice 2|3-24|
3-25|3-26|3-27|3-28|3-29|3-30|3-31|Conclusión|Apéndice 3|

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