LA PARUSÍA
o
La Segunda Venida de
Nuestro Señor Jesucristo
JAMES STUART
RUSSELL
(1816-1895)
Tomado de The
Preterist
Archive
APÉNDICE A
LA PARTE II
NOTA A
El
reino de los cielos o el reino de Dios
Ninguna frase ocurre con más frecuencia en el
Nuevo Testamento que "el reino de los cielos" o "el reino de
Dios". Nos encontramos con ella en todas partes; al comienzo, a
la mitad, y al final del Libro. Es la primera cosa en Mateo, la
última en Apocalipsis. Al evangelio mismo se le llama "el
evangelio del reino"; los discípulos son los "herederos del
reino"; el gran objeto de esperanza y expectativa es "la venida
del reino". Es de esto de lo que Cristo mismo deriva su título
de "Rey". El reino de Dios, pues, es la médula misma del Nuevo
Testamento.
Pero, aunque
difundida en el Nuevo Testamento, la idea del reino de Dios no
es peculiar a él; no pertenece menos al Antiguo. Encontramos
huellas de ella en todos los profetas desde Isaías hasta
Malaquías; es el tema de algunos de los más exaltados salmos de
David; subyace los anales del antiguo Israel; sus raíces se
remontan al período más temprano de la existencia nacional
judía; de hecho, es la razón de ser de ese pueblo; porque Israel
fue constituido y mantenido en existencia como una nacionalidad
distinta para encarnar y desarrollar esta concepción del reino
de Dios.
Retrocediendo
hasta el germen primordial del pueblo judío, encontramos el
primer indicio del propósito de Dios de "hacer un pueblo para sí
mismo" en la promesa original que se le hizo a su gran
progenitor, Abraham: "Haré de ti una nación grande, y te
bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición.
Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren
maldeciré; y serán benditas en ti todas las naciones de la
tierra" (Gén. 12:2,3). Esta promesa fue renovada solemnemente
poco tiempo después en el pacto que Dios hizo con
Abraham: "En aquel día hizo Jehová un pacto con Abram diciendo:
A tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta
el río grande, el río Éufrates" (Gén. 15:18). Esta relación de
pacto entre Dios y la simiente de Israel es renovada y
desarrollada más completamente en la declaración que después se
le hizo a Abraham: "Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu
descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto
perpetuo, para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de
ti. Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra
en que moras, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua; y
seré el Dios de ellos" (Gén. 17:7,8). Como muestra y señal de
este pacto, el rito de la circuncisión le fue impuesto a Abraham
y a su posteridad, por el cual todo varón de aquella raza era
marcado y señalado como súbdito del Dios de Abraham (Gén.
17:9-14).
Más de cuatro
siglos después de esta adopción de los hijos de Abraham como el
pueblo del pacto de Dios, les encontramos en estado de vasallaje
en Egipto, gimiendo bajo la cruel esclavitud a la que estaban
sometidos. Se nos dice que Dios "escuchó sus gemidos, y se
acordó de su pacto con Abraham, con Isaac, y con Jacob". Levantó
un campeón en la persona de Moisés, y le indicó que le dijera a
los hijos de Israel: "Yo soy Jehová; y yo os sacaré de debajo de
las tareas pesadas de Egipto; ... y os tomaré por mi pueblo y
seré vuestro Dios" (Éx. 6: 6,7). Después de la milagrosa
redención en Egipto, la relación de pacto entre Jehová y los
hijos de Israel fue ratificada, pública y solemnemente, en el
Monte Sinaí. Leemos que, "en el mes tercero de la salida de los
hijos de Israel de la tierra de Egipto ... Y acampó allí Israel
delante del monte. Y Moisés subió a Dios, y Jehová lo llamó
desde el monte, diciendo: Así dirás a la casa de Jacob, y
anunciarás a los hijos de Israel: Vosotros vísteis lo que hice a
los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águila, y os he
traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis
mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los
pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un
reino de sacerdotes, y gente santa" (Éx. 19:3-6).
Es en este período
cuando podemos considerar el reino teocrático como formalmente
inaugurado. Una horda de esclavos liberados fue constituída en
nación; recibieron una ley divina para su gobierno, y el marco
completo de su sistema civil y eclesiástico fue organizado y
construído por autoridad divina. Cada paso del proceso mediante
el cual un anciano sin hijos se convirtió en una nación revela
un propósito divino y un plan divino. Ninguna nacionalidad se
formó jamás de esa manera; jamás existió ninguna para un
propósito así; ninguna tuvo jamás una relación tal con Dios;
ninguna poseyó jamás una historia tan milagrosa; ninguna fue
jamás exaltada hasta un privilegio tan glorioso; ninguna cayó
jamás en una condenación tan tremenda.
No puede haber
ninguna duda de que la nación de Israel fue destinada para ser
depositaria y conservadora del conocimiento del Dios viviente y
verdadero en la tierra. Para este propósito fue constituida la
nación, y puesta en una relación única con el Altísimo, como
ningún otro pueblo sostuvo jamás. Para garantizar el
cumplimiento de este propósito, el Señor mismo fue su Rey y
ellos fueron sus súbditos; mientras que todas las instituciones
y leyes que le fueron impuestas hacían referencia a Dios, no
sólo como Creador de todas las cosas, sino como Soberano de la
nación. Expresar y llevar a cabo esta idea del reinado de Dios
sobre Israel es el manifiesto propósito del aparato ceremonial
de culto establecido en el desierto: "Jehová hizo erigir una
tienda real en el centro del campamento (donde por lo general se
erigían los pabellones de todos los reyes y capitanes), y la
hizo equipar con todo el esplendor de la realeza, como un
palacio móvil. Estaba dividido en tres compartimientos, en el
más interior del cual estaba el trono real, sostenido por
querubines de oro; y el escabel del trono, un arca dorada que
contenía las tablas de la ley, la Carta Magna de la iglesia y el
estado. En la antecámara, había una mesa dorada puesta con pan y
vino, como la mesa real; y ardía incienso precioso. La
habitación exterior, o atrio, podría considerarse el
compartimiento culinario real, y allí se ejecutaba música, como
la música de las mesas festivas de los monarcas orientales. Dios
escogió a los levitas como sus cortesanos, oficiales de estado,
y guardias de palacio; y a Aarón como oficial principal de la
corte y primer ministro de estado. Para el sostenimiento de
estos oficiales, Dios asignó uno de los diezmos que los hebreos
debían entregar como alquiler por el uso de la tierra.
Finalmente, Dios requería que todos los varones hebreos de edad
apropiada se acercaran a su palacio cada año, durante las tres
grandes festividades anuales, con presentes, para rendir
homenaje a su Rey; y como estos días de renovación de su
homenaje debían celebrarse con fiestas y gozo, el segundo diezmo
se gastaba en proporcionar el entretenimiento necesario para
estas ocasiones. Resumiendo, cada deber religioso era hecho una
cuestión de obligación política; y todas las leyes civiles, aún
las más mínimas, estaban fundadas de tal manera en la relación
del pueblo con Dios, y tan entrelazadas con sus deberes
religiosos, que el hebreo no podía separar a su Dios de su Rey,
y cada ley le recordaba a ambos por igual. Por consiguiente,
mientras la nación tuviese existencia nacional, no podía perder
por completo el conocimiento del verdadero Dios, ni descontinuar
su culto".
Tal era el
gobierno instituido por Jehová entre los hijos de Israel - una
verdadera teocracia; la única teocracia verdadera que jamás
existió sobre la tierra. Su carácter nacional, intenso y
exclusivo, merece ser notado de manera particular. Era
privilegio distintivo de los hijos de Abraham, y de ellos
solamente: "Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo
especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra"
(Deut. 7:6). "A vosotros solamente he conocido de todas las
familias de la tierra" (Amos 3:2). "No ha hecho así con ninguna
otra de las naciones" (Sal. 147:20). El Altísimo era el Señor de
toda la tierra, pero era Rey de Israel en un sentido
completamente peculiar. Él era el Gobernante del pacto; ellos
eran el pueblo del pacto. Estaban bajo la más sagrada y solemne
obligación de ser súbditos leales a su invisible Soberano, de
adorarle sólo a Él, y de ser fieles a su ley (Deut. 26:16-18).
Como recompensa por su obediencia, tenían la promesa de
ilimitada prosperidad y grandeza nacional; habrían de ser
"exaltados sobre todas las naciones que hizo, para loor y fama y
gloria" (Deut. 26:19); mientras que, por otra parte, el castigo
por su deslealtad y su infidelidad era correspondientemente
terrible; la maldición del pacto quebrantado les alcanzaría en
una señalada y terrible retribución, que no tendría paralelo en
la historia de la humanidad, pasada o por venir. (Deut. 28).
Es sólo razonable
suponer que este maravilloso experimento de un gobierno
teocrático debe haber tenido como objetivo algo digno de su
divino autor. Ese objeto era moral, más bien que material; la
gloria de Dios y el bien de los hombres, más que el progreso
político o temporal de una tribu o nación. Sin duda era, en
primer lugar, un expediente para mantener vivo el conocimiento y
el culto del único Dios verdadero en la tierra, que de otro modo
podría haberse perdido por entero; y en segundo lugar, a pesar
de su intenso y exclusivo espíritu de nacionalismo, el sistema
teocrático llevaba en su seno el germen de una religión
universal, y era así una etapa grande e importante en la
educación de la raza humana.
Es instructivo
seguir la pista al crecimiento y al desarrollo progresivo de la
idea teocrática en la historia del pueblo judío, y observar
cómo, al perder su importancia política, se vuelve más y más
moral y espiritual en su carácter.
El pueblo al que
se le confirió este incomparable privilegio demostró ser indigno
de él. Su inconstancia e infidelidad neutralizaban a cada
momento el favor de su invisible Soberano. Su exigencia de tener
rey, de ser "también como todas las naciones", era casi un
rechazo de su celestial Soberano. (1 Sam. 8:7,19,20). Sin
embargo, su petición fue concedida, habiéndose hecho provisión
para una tal contingencia en el marco original de la teocracia.
El rey humano fue considerado virrey del divino Rey,
convirtiéndose así en tipo del Soberano real, aunque invisible,
a quien el rey, así como la nación, debía lealtad.
Es en este punto
donde notamos la aparición de una nueva fase en el sistema
teocrático. Si consideramos a David como el autor del segundo
salmo, fue ya en esta época cuando se hizo un anuncio profético
concerniente a un Rey, el Ungido de Jehová, el Hijo de Dios,
contra quien se levantarían los reyes de la tierra, y los
príncipes consultarían unidos, pero a quien el Altísimo daría
los paganos por heredad y las partes últimas de la tierra por
posesión. Desde este período comienza a indicarse más claramente
el carácter mediador de la teocracia; se hace una
distinción entre Jehová y su Ungido, entre el Padre y el Hijo.
Nos encontramos con los títulos de Mesías, Hijo de Dios, Hijo de
David, Rey de Sión, aplicados a Aquél a quien pertenece el
reino, y quien está destinado a triunfar y a reinar. Los salmos
llamados mesiánicos, especialmente el 72 y el 110, bastan para
probar que, en tiempos de David, había claros anuncios
proféticos de un Rey venidero, cuyo gobierno sería benéfico y
glorioso; en quien serían benditas todas las naciones; que
habría de unir en sí mismo la doble posición de Sacerdote y Rey;
que es declarado Señor de David; y que está representado como
sentado a la diestra de Dios "hasta que sus enemigos sean
puestos como estrado de sus pies".
De aquí en
adelante, a través de todas las profecías del Antiguo
Testamento, encontramos el carácter y la persona del Rey
teocrático bosquejado más y más completamente, aunque en la
descripción están mezclados juntos elementos diversos y
aparentemente inconsistentes. A veces, el Rey venidero y su
reino son representados con los colores más atractivos y
resplandecientes: "Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un
vástago retoñará de sus raíces", y bajo la dirección de este
heredero de la casa de David, toda maldad desaparecerá y toda
bondad triunfará. "El lobo morará con el cordero, y el leopardo
se acostará con el cabrito ... no harán mal ni dañarán en todo
mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de
Jehová, como las aguas cubren el mar" (Isa. 11:1-9). Los más
elevados nombres de honor y dignidad son atribuídos al Príncipe
venidero; él es el "Maravilloso, Consejero, Dios fuerte, Padre
eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no
tendrán límite". Se sentará sobre el trono de David, y gobernará
su reino con juicio y con justicia para siempre. (Isa. 9:6,7).
Pero, al lado de
este brillante futuro, hay oscuras y tenebrosas escenas de
tristeza y sufrimiento, de juicio y de ira. Se dice del Rey
venidero que es como "raíz de tierra seca"; "despreciado y
desechado"; "varón de dolores, experimentado en quebranto";
"herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros
pecados"; "como cordero fue llevado al matadero"; "como oveja
delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca";
"fue cortado de la tierra de los vivientes" (Isa. 53). Se lo
describe entrando a Jerusalén "humilde y cabalgando sobre un
asno, sobre un pollino hijo de asna" (Zac. 9:9); "se quitará la
vida al Mesías, mas no por sí" (Dan. 9:26); y entre los últimos
pronunciamientos proféticos están algunos de los más ominosos y
sombríos de todos. El Señor, el Mensajero del pacto, el Rey
esperado, viene: "¿Quién podrá soportar el tiempo de su venida?
Viene el día ardiente como un horno; el día de Jehová, grande y
terrible" (Mal. 3:1,2; 4:1,5).
Esta aparente
paradoja se explica en el Nuevo Testamento. Existía en realidad
este doble aspecto del Rey y el reino: "El Rey de gloria" era
"varón de dolores"; "el año aceptable del Señor" era también "el
día de retribución de nuestro Dios".
Las antiguas
profecías habían dado abundantes razones para esperar que el
invisible Rey teocrático sería revelado un día y habitaría con
los hombres sobre la tierra; que vendría, en los intereses de la
teocracia, para establecer su reino en la nación, y reunir a su
pueblo alrededor del trono. Los capítulos iniciales del
evangelio de Lucas indican lo que creían los israelitas piadosos
con respecto al reino venidero del Mesías. Entendían que este
reino tendría una especial relación con Israel. "Éste será
llamado grande", dijo el ángel de la anunciación, "y será
llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de
David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y
su reino no tendrá fin". "Rabí", exclamó el leal Natanael,
cuando Dios se le reveló súbitamente a través de la apariencia
del joven campesino galileo, "tú eres el Hijo de Dios; tú eres
el Rey de Israel" (Juan 1:49). No es menos cierto que su venida
se consideraba entonces como cercana, y era esperada
ansiosamente por hombres santos como Simeón, que "esperaba la
consolación de Israel", y al cual le había sido revelado que no
"vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor" (Luc.
2:25,26). La verdad es que había una creencia muy difundida, no
sólo en Judea, sino por todo el Imperio Romano, de que un gran
príncipe o monarca estaba a punto de aparecer en la tierra, que
habría de inaugurar una nueva era. De esta expectativa tenemos
evidencia en los Anales de Tácito y el Polio de Virgilio. Sin
duda, la esperanza acariciada por Israel se había difundido, de
una manera más o menos vaga y distorsionada, por todos los
territorios circunvecinos.
Pero cuando, en la
plenitud del tiempo, apareció el Rey teocrático en medio de la
nación del pacto, no fue en la forma que ellos habían esperado y
deseado. El Rey no cumplió las esperanzas de ellos de poder
político y pre-eminencia nacional. El reino de Dios que Jesús
proclamó fue algo muy diferente de aquel con el cual habían
soñado. Justicia y verdad, pureza y bondad, eran sólo palabras
vacías para los que codiciaban los honores y los placeres de
este mundo. Sin embargo, aunque rechazado por la nación en
general, el Rey teocrático no dejó de anunciar su presencia y
sus reclamos. Fue precedido por un heraldo, el Elías predicho,
Juan el Bautista, al cual el pueblo debía reconocer como
verdadero profeta de Dios. El segundo Elías anunció el reino de
Dios como que se había acercado. y llamó a la nación a
arrepentirse y a recibir a su Rey. Luego, sus propias obras
milagrosas, sin paralelo aun en la historia del pueblo escogido
en cuanto al número y esplendor, proporcionó evidencia
concluyente de su divina misión; unido a lo cual, la
trascendente excelencia de su doctrina, y la inmaculada pureza
de su vida, silenciaron, si no avergonzaron, la enemistad de los
impíos. Durante más de tres años, esta apelación al corazón y a
la conciencia de la nación fue presentada incesantemente de
todas las formas posibles, pero sin éxito; hasta que,
finalmente, los principales de la iglesia y el estado judíos,
encarnizadamente hostiles a las pretensiones de Jesús, le
acusaron delante del gobernador romano bajo el cargo de hacerse
Rey. Con su persistente y maligno clamor, procuraban su condena.
Fue entregado para que fuese crucificado, y el título sobre su
cruz llevaba esta inscripción:
"ÉSTE ES EL REY DE LOS
JUDÍOS"
Este trágico
acontecimiento marca el rompimiento final entre el pueblo del
pacto y el Rey teocrático. El pacto había sido quebrantado a
menudo antes, pero ahora era repudiado públicamente y roto en
pedazos. Se podría haber pensado que la teocracia terminaría
ahora; y casi lo hizo, pero su disolución formal fue suspendida
por un breve espacio de tiempo, para que la doble consumación
del reino, que envolvía la salvación de los fieles y la
destrucción de los incrédulos, pudiera tener lugar en el tiempo
señalado. Este doble aspecto del reino teocrático es visible en
cada una de las partes de su historia. Fue a un tiempo éxito y
fracaso; victoria y derrota; trajo salvación para unos y
destrucción para otros. Este doble carácter había sido
establecido claramente en las antiguas profecías, como en el
notable oráculo de Isaías 49. El Mesías se lamenta: "Por demás
he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas",
etc. La divina respuesta es: "Ahora, pues, dice Jehová, el que
me formó desde el vientre para ser su siervo, para hacer volver
a él a Jacob y para congregarle a Israel (porque estimado seré
en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza); dice: Poco
es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de
Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te
di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo
postrero de la tierra". Para poner sólo otro ejemplo: en el
libro de Malaquías encontramos este doble aspecto del reino
venidero, pues, aunque "viene el día ardiente como un horno", y
"todos los que hacen maldad serán estopa","a los que teméis mi
nombre nacerá el sol de justicia, y en sus alas traerá
salvación" (Mal. 4:1,2). A pesar, pues, del rechazo del rey y la
pérdida del reino por parte de la masa del pueblo, todavía
habría una gloriosa consumación de la teocracia, trayendo honor
y felicidad para todos los que poseyeran la autoridad del Mesías
y demostraran ser obedientes y leales a su Rey.
¿Tenemos alguna
información con la cual establecer con certeza el período de
esta consumación? ¿En qué momento puede decirse que el reino ha
venido plenamente? En la encarnación no, porque la
proclamación de Jesús siempre fue: "El reino de Dios se ha acercado".
En la crucifixión no, porque la petición del ladrón
moribundo fue: "Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu
reino". En la resurrección tampoco, porque después de
que el Señor hubo resucitado, los discípulos esperaban la
restauración del reino a Israel. En la ascensión
tampoco, ni en el día de Pentecostés, porque, mucho
tiempo después de estos acontecimientos, se nos dice en la
Epístola a los Hebreos que Cristo, "habiendo ofrecido una vez
para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a
la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus
enemigos sean puestos por estrado de sus pies" (Heb. 10:12,13).
La consumación del reino, pues, no coincide con la ascensión, ni
con el día de Pentecostés. Es verdad que el Rey teocrático "se
sentó en el trono, a la diestra de la majestad en las alturas",
pero todavía no había "asumido este gran poder". Sus enemigos
todavía no habían sido derribados, y no podía decirse que había
llegado el pleno desarrollo y la consumación de su reino sino
hasta que, por medio de un acto judicial solemne y público, el
Mesías hubiese vindicado las leyes de su reino y aplastado bajo
sus pies a sus súbditos apóstatas y rebeldes.
Hay un punto en el
tiempo que se indica constantemente en el Nuevo Testamento como
la consumación del reino de Dios. Nuestro Señor declaró que,
entre sus discípulos, había algunos que vivirían para verle venir
en su reino. Por supuesto, esta venida del Rey es sinónima
con la venida del reino, y limita la ocurrencia de este
acontecimiento a la generación que entonces existía. Es decir,
la consumación del reino se sincroniza con el reino de Israel y
la destrucción de Jerusalén, siendo todo ello parte de una gran
catástrofe. Era en ese período cuando el Hijo del hombre habría
de venir en la gloria de su Padre, y se sentaría en el trono de
su gloria; para recompensar a sus siervos y retribuir a sus
enemigos (Mat. 25:31). Encontramos estos sucesos uniformemente
asociados juntos en el Nuevo Testamento, la venida del Rey, la
resurrección de los muertos, el juicio de los justos y de los
impíos, la consumación del reino, el fin de la era. Por eso dice
Pablo en 2 Tim. 4:1: "Te encarezco delante de Dios y del Señor
Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en eu
manifestación y en su reino". La venida, el juicio,
el reino, todos coinciden y son contemporáneos, y no
sólo eso, sino que están cercanos; porque el apóstol
dice: "Que está a punto de juzgar ... que pronto juzgará"
[mellontoz krinein].
Es perfectamente
claro, entonces, según el Nuevo Testamento, que la consumación,
o resolución, del reino teocrático tuvo lugar durante el período
de la destrucción de Jerusalén y el juicio de Israel. La
teocracia había cumplido su propósito; el experimento había sido
probado, ya fuera que la nación del pacto demostrara ser leal a
su Rey o no. Había fracasado; Israel había rechazado a su Rey; y
sólo restaba que se hiciera cumplir el castigo por el pacto
violado. Vemos el resultado en la ruina del templo, la
destrucción de la ciudad, el borramiento de la nación, y la
abrogación de la ley de Moisés, acompañadas por escenas de
horror y sufrimiento sin paralelo en la historia del mundo.
Aquella gran catástrofe, pues, marca la conclusión del reino
teocrático. Desde el principio, había sido de un carácter
estrictamente nacional - era el reinado divino sobre Israel. Por
necesidad terminó, pues, con la terminación de la existencia
nacional de Israel, cuando los símbolos externos y visibles de
la Presencia y la Soberanía divinas terminaron; cuando la casa
de Dios, la ciudad de Dios, y el pueblo de Dios fueron borrados
de la existencia por medio de una catástrofe desoladora y final.
Esto nos permite
entender el lenguaje de Pablo cuando, hablando de la venida de
Cristo, representa el acontecimiento como marcando "el fin" [to
teloz = h sunteleia tou aiwnoz], "cuando entregue el reino al
Dios y Padre" (1 Cor. 15:24). Esto ha causado mucha perplejidad
a muchos teólogos y comentaristas, que parecen haber considerado
despectivo hacia la divinidad del Hijo de Dios el hecho de que
renunciara a sus funciones mediatorias y su carácter regio, y se
hundiera, por decirlo así, en la posición de una persona
individual, convirtiéndose en súbdito en vez de soberano. Pero
el malestar ha surgido por haber pasado por alto la naturaleza
del reino que el Hijo había administrado, y que al fin entrega.
Era el reinado mesiánico: el reino sobre Israel: aquel
gobierno peculiar y único ejercido sobre la nación del pacto, y
administrado por la mediación del Hijo de Dios durante tantas
edades. Esa relación estaba ahora disuelta, porque la nación
había sido juzgada, el templo destruido, y eliminados todos los
símbolos de la divina soberanía. ¿Por qué debía continuar por
más tiempo el reino teocrático? No había nada que administrar.
Ya no había una nación del pacto, el pacto estaba roto, e Israel
había dejado de existir como una nacionalidad distinta. ¿Qué más
natural y correcto, entonces, que en semejante coyuntura el
Mediador renunciara a sus funciones mediadoras, y entregara la
insignia del gobierno en las manos de las cuales había recibido
aquellas funciones? Edades antes de ese período, el Padre había
investido al Hijo con las funciones de vicerreinales de la
teocracia. Se había proclamado: "Pero yo he puesto mi rey sobre
Sión, mi santo monte. Yo publicaré el decreto; Jehová me ha
dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy" (Sal. 2:6,7). Los
propósitos para los cuales el Hijo había asumido la
administración del gobierno teocrático se habían llevado a cabo.
El pacto estaba disuelto, su violación vengada, los enemigos de
Cristo y de Dios destruidos, los siervos verdaderos y fieles
recompensados, y la teocracia había llegado a su fin. Éste era
ciertamente el momento oportuno para que el Mediador renunciara
a su posición y la entregara en manos del Padre, es decir,
"entregase el reino".
Pero en todo esto
no hay nada despectivo hacia la dignidad del Hijo. Por el
contrario: "Él es mediador de un mejor pacto". La terminación
del reino teocrático era la inauguración de un nuevo orden, a
una escala mayor, y de una natualeza más duradera. Esta es la
doctrina de la epístola a los Hebreos: "el trono del Hijo de
Dios es por siempre jamás" (Heb. 1:8). El sacerdocio del Hijo de
Dios es "para siempre" (8:3); Cristo tiene un ministerio tanto
mejor cuanto que "es mediador de un mejor pacto" (8:6). La
teocracia, como hemos visto, era limitada, exclusiva, y
nacional; pero llevaba en su seno el germen de una religión
universal. Lo que Israel perdió, el mundo lo ganó. Mientras la
teocracia subsistía, había una nación favorecida, y los
gentiles, es decir, todo el mundo menos los judíos, estaban
fuera del reino, en posición de inferioridad, y, como a los
perros, se les permitía, por gracia, comer de las migajas que
caían de la mesa del amo. La primera venida del reino no eliminó
por completo este estado de cosas; hasta el evangelio de la
gracia de Dios fluyó al principio por el antiguo y estrecho
canal. Pablo reconoce el hecho de que "Jesucristo era ministro
de la circuncisión", y nuestro Señor mismo declaró: "No he sido
enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel".
Durante años después de que los apóstoles recibieron la
comisión, no entendieron que se le estaba enviando a los
gentiles; ni consideraron al principio a los conversos paganos
como admisibles en la iglesia, excepto como judíos prosélitos.
Es verdad que, después de la conversión de Cornelio el
centurión, los apóstoles se convencieron de los límites más
amplios del evangelio, y por todas partes Pablo proclamaba el
derrumbe de las barreras entre judíos y gentiles; pero es fácil
ver que, mientras existiese la nación teocrática, y permaneciese
el templo con su sacerdocio, sacrificios, y rituales, y
continuase o pareciese continuar en vigencia la ley mosaica, la
distinción entre judíos y gentiles no podía borrarse. Pero la
barrera se derrumbó efectivamente cuando la ley, el templo, la
ciudad, y la nación fueron borrados juntos, y la teocracia
experimentó visiblemente la consumación final.
Ese acontecimiento
fue, por decirlo así, la declaración formal y pública de que
Dios ya no era el Dios de los judíos solamente, sino que ahora
era el Padre común de todos los hombres; que ya no había una
nación favorecida y un pueblo peculiar, sino que la gracia de
Dios se había "manifestado para salvación a todos los hombres"
(Tito 2:11); que lo local y limitado se había expandido hasta lo
ecuménico y lo universal, y que, en Cristo Jesús, "todos son
uno" (Gál. 3:29). Esto es lo que Pablo declara que es el
significado de la rendición del reino por el Hijo de Dios en
manos del Padre: de aquí en adelante, cesan las relaciones
exclusivas de Dios con una sola nación, y Él se convierte en el
Padre común de toda la familia humana,
"PARA QUE
DIOS SEA TODO EN TODOS" (1 Cor. 15:28).
NOTA
B
Acerca de la
"Babilonia" de 1 Pedro 5:13
"La iglesia que
está en Babilonia, elegida juntamente con vosotros, y Marcos
mi hijo, os saludan".
No es fácil
transmitir en otras tantas palabras en español la fuerza
precisa del original. Su extrema brevedad causa oscuridad.
Literalmente dice así: "Ella en Babilonia, co-elegida, os
saluda; y Marcos mi hijo".
La
interpretación común del pronombre ella lo refiere a
"la iglesia que está en Babilonia"; aunque muchos eminentes
comentaristas - Bengel, Mill, Wahl, Alford, y otros -
entienden que se refiere a una persona, presumiblemente la esposa
del apóstol. "Apenas es probable", observa Alford, "que
ocurriesen juntos en el mismo mensaje de salutación una abstracción,
de la cual se habla enigmáticamente, y un hombre
(Marcos, mi hijo), por nombre". El peso de la autoridad se
inclina del lado de la iglesia; el peso de la
gramática, del lado de la esposa.
Pero la cuestión
más importante se relaciona con la identidad del lugar que
aquí se denomina Babilonia. A primera vista, es natural llegar
a la conclusión de que no puede ser otra que la bien conocida
y antigua metrópolis de Caldea, o lo que quedaba de ella y que
existía en los días del apóstol. Estamos listos a considerar
como muy probable que Pedro, en sus viajes apostólicos,
rivalizaba con el apóstol a los gentiles, e iba por todas
partes predicando el evangelio a los judíos, como Pablo lo
hacía a los gentiles.
Sin embargo,
parece haber formidables objeciones a este punto de vista, por
natural y sencillo que parezca. Sin mencionar la
improbabilidad de que Pedro, en su ancianidad, y acompañado
por su esposa (si aceptamos la opinión de que es a ella a
quien se refiere la salutación), se encontrase en una región
tan remota de Judea, hay la importante consideración de que
Babilonia no era en aquella época la morada de una población
judía. Josefo afirma que ya mucho antes, durante el reinado de
Calígula (37-41 d. C.), los judíos habían sido expulsados de
Babilonia, y que había tenido lugar una gran matanza, que casi
les había exterminado. Es verdad que esta afirmación de Josefo
se refiere a la región entera llamada Babilonia, más bien que
a la ciudad de Babilonia, y esto por la suficiente razón de
que, en tiempos de Josefo, Babilonia era un lugar tan
deshabitado como lo es ahora. En su Geografía Bíblica,
Rosenmüller afirma que, en tiempos de Estrabón (esto es,
durante el reinado de Augusto), Babilonia estaba tan desierta
que él le aplica a esa ciudad lo que un antiguo poeta había
dicho de Megalópolis en Arcadia, es decir, que era "un
gran desierto". También Basnage, en su Historia de los
Judíos, dice: "Babilonia declinaba en los días de Estrabón, y
Plinio la representa en el reinado de Vespasiano como una
grande e ininterrumpida soledad".
Se han sugerido
otras ciudades como la Babilonia a la que se refiere la
epístola: un fuerte de ese nombre en Egipto, mencionado por
Estrabón; Tesifón, sobre el Tigris; Seleucia, la nueva ciudad
que vació de sus habitantes a la antigua Babilonia. Pero estas
son meras conjeturas, a las que no sostiene ni una partícula
de evidencia.
La
improbabilidad de que la antigua capital de Caldea fuese el
lugar de referencia puede explicar en gran medida el
consentimiento general que desde los tiempos más antiguos ha
asignado una interpretación simbólica o espiritual al nombre
de Babilonia. Si la cuestión fuera a ser decidida por la
autoridad de grandes nombres, Roma sería declarada sin duda la
mística Babilonia designada así por el apóstol. Pero esto
envuelve la molesta pregunta de si Pedro visitó jamás Roma,
una discusión en la cual no podemos entrar aquí. La historia
del evangelio guarda completo silencio sobre el tema, y la
tradición, incuestionablemente muy antigua, del episcopado de
Pedro allí, y de su martirio bajo el reinado de Nerón, está
recargado con tanto que es ciertamente fabuloso, que nos
sentimos justificados al hacer todo ello a un lado como
leyenda o como mito. Hay un argumento a priori contra la
probabilidad de la visita de Pedro a Roma, el cual sostenemos
como insalvable, en ausencia de cualquier argumento en
contrario. Pedro era el apóstol de la circuncisión; su
misión era a los judíos, su propia nación; no podemos concebir
la posibilidad de que él abandonara su esfera señalada de
trabajo y "entrara en los asuntos de otro hombre", y
"edificara sobre fundamento ajeno". Pablo estaba en Roma en
los días de Nerón, y nada puede ser más improbable que Pedro,
el apóstol de la circuncisión, y "sabiendo que dentro de poco
debía abandonar su tabernáculo terrenal", emprendiese viaje a
Roma en su extrema vejez, sin ningún llamado especial, y sin
dejar rastro, en la historia de los Hechos de los Apóstoles,
de un suceso tan notable.
Pero, si Roma no
es la Babilonia simbólica de la referencia, y si la Babilonia
literal es inadmisible, ¿cuál otro lugar puede sugerirse con
alguna probabilidad? ¿No hay ninguna otra ciudad, aparte de
Roma, que pudiera llamarse con la misma propiedad la Babilonia
mística? ¿Ninguna otra que no tenga aparejados nombres
simbólicos, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo?
Parece inexplicable que la misma ciudad con la cual la vida y
los hechos de Pedro están más asociados que con ninguna otra
haya sido completamente ignorada en esta discusión. ¿Por qué
no podría la ciudad llamada Sodoma y Gomorra
ser llamada, con la misma razón, Babilonia? Ahora bien,
Jerusalén tiene estos nombres místicos asociados con ella en
las Escrituras, y ninguna ciudad tenía más derecho a reclamar
el carácter que ellos implican. Sin duda, Jerusalén parece
también haber sido la residencia fija del apóstol; Jerusalén,
pues, es el lugar desde el cual podríamos esperar encontrarle
escribiendo y fechando sus epístolas dirigidas a las iglesias.
Cualquiera que
sea la ciudad que el apóstol llama Babilonia, debe haber sido
la morada permanente de la persona o la iglesia
asociada con él mismo y con Marcos en la salutación. Esto
queda comprobado por la forma de las expresiones h en
babulwni, lo cual, como demuestra Steiger, significa "una morada
fija por la cual uno puede ser designado". Si decidimos
que la referencia es a una persona, se seguirá que Babilonia
era el lugar del domicilio de la persona, su morada fija, y
esto, en el caso de la esposa de Pedro, sólo podía ser
Jerusalén. Hasta donde se puede deducir de la evidencia
documental del Nuevo Testamento, la historia apostólica
muestra claramente que Pedro residía habitualmente en
Jerusalén. No es nada menos que una falacia popular suponer
que todos los apóstoles eran evangelistas como Pablo, y que
viajaban por países extranjeros predicando el evangelio a
todas las naciones. El profesor Burton ha mostrado que "no fue
sino catorce años después de la ascensión de nuestro Señor que
Pablo viajó por primera vez, y predicó el evangelio a los
gentiles. Ni hay evidencia alguna de que, durante este
período, los apóstoles traspasaron los confines de Judea".
Pero, lo que argumentamos es que la residencia habitual o
permanente de Pedro era Jerusalén. Esto se desprende de varias
pruebas circunstanciales:
1. Cuando la iglesia de Jerusalén se dispersó hacia
el extranjero después de la persecución
que se desató en el tiempo del martirio de Esteban, Pedro y el
resto de los apóstoles permanecieron en
Jerusalén. (Hechos 8:1).
2. Pedro estaba
en Jerusalén cuando Herodes Agripa I le aprehendió y le
encarceló. (Hechos 12:3).
3. Cuando
Pablo, tres años después de su conversión, sube a Jerusalén,
su misión es "ver a Pedro";
y añade: "Permanecí con él quince días" (Gál. 1:18).
Esto implica que la residencia habitual de
Pedro era Jerusalén.
4. Catorce
años después de esta visita a Jerusalén, Pablo visita
nuevamente aquella ciudad en
compañía de Bernabé y Tito; y en esta ocasión, también
encontramos a Pedro allí. (Gál. 2:1-9). (50 d.
C. - Conybeare y Howson).
5. Vale la
pena notar que fue la presencia en Antioquia de ciertas
personas que vinieron de Jerusalén
lo que intimidó tanto a Pedro que le llevó a asumir una
línea equivocada de conducta y a incurrir en la censura de
Pablo. (Gál. 2:11). ¿Por qué debería
intimidar a Pedro la presencia de judíos de Jerusalén? Presumiblemente porque, a su regreso a Jerusalén,
ellos le pedirían cuenta: dando a
entender que Jerusalén era su residencia habitual.
6. Si
suponemos, lo que es más probable, que Marcos, mencionado en
esta salutación, es Juan Marcos,
hijo de la hermana de Bernabé, sabemos que él también vivía en Jerusalén (Hechos 12:12).
7. A Silvano, o Silas, el escritor o portador
de esta epístola, lo conocemos como miembro
prominente de la iglesia de Jerusalén: "varón
principal entre los hermanos" (Hechos
15:22-32).
Encontramos así que todas las personas nombradas en la porción
final de la epístola son residentes habituales de Jerusalén.
Por último,
inferimos, de una expresión incidental en Hech. 4:17, que
Pedro estaba en Jerusalén cuando escribió esta epístola. Dice
que es tiempo de que el juicio comience por la "casa de
Dios"; esto es, como hemos visto, el santuario, el
templo; y añade: "Si primero comienza por nosotros",
etc. Ahora bien, ¿se habría expresado así si en el momento en
que escribió hubiese estado en Roma, o en Babilonia sobre el
Éufrates, o en cualquier otra ciudad que no fuese Jerusalén?
Ciertamente parece de lo más natural suponer que, si el juicio
comienza por el santuario, y también por nosotros,
tanto el lugar como las personas deben estar juntos. La visión
de Ezequiel, que da el prototipo de la escena de juicio, fija
la localidad donde ha de comenzar la matanza, y parece muy
probable que la suerte venidera de la ciudad y el templo, así
como las aflicciones que habrían de sobrevenirles a los
discípulos de Cristo, estuviesen en la mente del apóstol.
Wiesinger observa: "Apenas es posible que la destrucción de
Jerusalén hubiese pasado cuando se escribieron estas
palabras; de haber sido así, difícilmente se habría dicho, o
kairoz tou arxasqai". No; no era pasado, sino que el principio
del fin ya era presente; el juicio parece haber comenzado,
como el Señor dijo que ocurriría, con los discípulos; y éste
era el seguro preludio de la ira que venía sobre los impíos
"hasta lo máximo".
Pero puede
objetarse: Si Pedro quiso decir Jerusalén, ¿por qué no lo dijo
sin ambigüedades? Puede haber habido, y sin duda había,
razones prudenciales para esta reserva en el momento en que
Pedro produjo su escrito, como las había cuando Pablo escribió
a los tesalonicenses. Pero, probablemente, no había tal
ambigüedad para sus lectores, como las hay para nosotros. ¿Y
si Jerusalén ya era conocida y reconocida entre los creyentes
cristianos como la Babilonia mística? Suponiendo, como tenemos
derecho a asumir, que Apocalipsis ya le era familiar a las
iglesias apostólicas, consideramos sumamente probable que
identificaran a la "gran ciudad", cuya caída se describe en
ese libro, "Babilonia la grande", como la misma cuya caída se
menciona en la profecía de nuestro Señor en el Monte de los
Olivos.
Esto, sin
embargo, pertenece a otro tema, cuya discusión tendrá lugar en
el momento adecuado - la identidad de la Babilonia del
Apocalipsis. Baste por el momento haber presentado argumentos
para una causa probable, sobre bases completamente
independientes, en favor de que la Babilonia de la primera
epístola de Pedro no es otra que Jerusalén.
Acerca del simbolismo de la profecía, con
especial referencia
a las
predicciones de la parusía
La más somera
atención al lenguaje profético del Antiguo Testamento debe
convencer a cualquier persona de mente sobria que no debe
entenderlo al pie de la letra. Primero, los pronunciamientos
de los profetas son poesía; segundo, son poesía oriental.
Pueden llamarse grabados jeroglíficos que representan
sucesos históricos por medio de imágenes altamente
metafóricas. Es inevitable, pues, que la hipérbole, o lo que
a nosotros nos parece hipérbole, entre mayormente en las
descripciones de los profetas. Para la imaginación fría y
prosaica de Occidente, el estilo encendido y vívido de los
profetas de Oriente puede parecer ampuloso y extravagante;
pero hay siempre un substrato de realidad que subyace a las
figuras y a los símbolos, los cuales, mientras más se
estudian, más se recomiendan al juicio del lector.
Revoluciones sociales y políticas, cambios morales y
espirituales, son prefigurados por convulsiones y
catástrofes físicas; y si estos fenómenos naturales afectan
la imaginación todavía más poderosamente, no son figuras
inapropiadas cuando se capta la verdadera importancia de los
acontecimientos que representan. La tierra convulsionada por
terremotos, montañas ardiendo que son lanzadas al mar,
estrellas que caen como hojas, los cielos incendiados, el
sol cubierto de cilicio, la luna convertida en sangre, son
imágenes de espantosa grandeza, pero no son necesariamente
representaciones impropias de grandes conmociones civiles -
el derrumbe de tronos y dinastías, las desolaciones de la
guerra, la abolición de antiguos sistemas, y grandes
revoluciones morales y espirituales. En profecía, como en
poesía, lo material es considerado tipo de lo espiritual, y
las pasiones y emociones de la humanidad encuentran
expresión en señales y síntomas correspondientes en la
creación inanimada. ¿Trae el profeta buenas nuevas? Llama a
las montañas y a los collados a prorrumpir en canción, y a
los árboles del bosque a batir palmas. ¿Es su mensaje de
lamentación y de ay? Los cielos están de luto, y el sol se
oscurece cuando se pone. Por muy ansioso que esté de
apegarse a la sola letra de la palabra, nadie pensaría en
insistir que tales metáforas deben interpretarse
literalmente, ni que deben cumplirse literalmente. Lo más
que tenemos derecho a pedir es que haya sucesos históricos
que correspondan y estén a la altura de tales fenómenos;
grandes movimientos morales y sociales capaces de producir
emociones tales como parecen implicar estos fenómenos
físicos.
Puede ser útil
elegir algunos de los más notables de estos símbolos
proféticos que se encuentran en el Antiguo Testamento, para
que podamos observar las ocasiones en que se emplearon, y
descubrir el sentido en el cual deben ser entendidos.
En Isaías 13,
tenemos una predicción muy notable de la destrucción de la
antigua Babilonia. Está concebida en el más alto estilo
poético. Jehová de los ejércitos pasa revista a las tropas
para la batalla; se oye estruendo de ruido de reinos, de
naciones reunidas; se proclama que el día de Jehová está
cerca; las estrellas de los cielos y sus luceros no darán su
luz; el sol se oscurecerá al nacer, la luna no dará su
resplandor; los cielos se estremecerán, y la tierra se
moverá de su lugar. Se observará que todas estas imágenes,
cuyo cumplimiento literal involucraría la destrucción de
toda la creación material, se emplean para describir la
destrucción de Babilonia por los medos.
Nuevamente, en
Isaías 24, tenemos una predicción de juicios a punto de caer
sobre la tierra de Israel; y entre otras representaciones de
los ayes inminentes, encontramos las siguientes: "Las
ventanas de los cielos están abiertas; se estremecen los
fundamentos de la tierra; la tierra será enteramente
vaciada, y completamente saqueada; la tierra se destruyó,
cayó; la tierra se tambaleará como borracho, y será removida
como choza de labrador; caerá y no se levantará más," etc.
Todo esto simboliza la convulsión civil y social que estaba
a punto de ocurrir en la tierra de Israel.
En Isaías 34,
el profeta anuncia juicios contra los enemigos de Israel, en
particular Edom, o Idumea. La imágenes que emplea son de la
descripción más sublime y terrible: "Los montes se
disolverán por la sangre de los cadáveres. Todo el ejército
de los cielos se enrollará como un libro, y caerá todo su
ejército, como se cae la hoja de la parra, y como se cae la
de la higuera". "Sus arroyos se convertirán en brea, y su
polvo en azufre, y su tierra en brea ardiente. No se apagará
de noche ni de día, perpetuamente subirá su humo; de
generación en generación será asolada, nunca jamás pasará
nadie por ella".
No es
necesario preguntar: ¿Se han cumplido estas predicciones?
Sabemos que sí; y su cumplimiento permanece en la historia
como un monumento perpetuo a la verdad de Apocalipsis. A
Babilonia, Edom, Tiro, los opresores o enemigos del pueblo
de Dios, se les ha hecho beber de la copa de la indignación
de Dios. El Señor no ha dejado caer a tierra ninguna de las
palabras de sus siervos los profetas. Pero nadie pretenderá
decir que los símbolos y figuras que describían estos
derrumbes se verificaron literalmente. Estos emblemas son el
ropaje de la descripción, y se usan simplemente para
aumentar el efecto y para dar vividez y grandeza a la
escena.
De manera
semejante, el profeta Ezequiel usa imágenes de un tipo muy
similar al predecir las calamidades que vendrían sobre
Egipto: "Y cuando te haya extinguido, cubriré los cielos, y
haré entenebrecer sus estrellas; el sol cubriré con nublado,
y la luna no hará resplandecer su luz. Haré entenebrecer
todos los astros brillantes del cielo por tí, dice Jehová el
Señor" (Eze. 32:7,8).
De forma
parecida, los profetas Miqueas, Nahum, Joel, y Habacuc
describen la presencia y la intervención del Altísimo en los
asuntos de las naciones, presencia e intervención que están
acompañadas por estupendos fenómenos naturales: "Porque he
aquí, Jehová sale de su lugar, y descenderá y hollará las
alturas de la tierra. Y se derretirán los montes debajo de
él, y los valles se hendirán como la cera delante del fuego,
como las aguas que corren por un precipicio" (Miqueas
1:3,4).
"Jehová marcha
en la tempestad y el torbellino, y las nubes son el polvo de
sus pies. Él amenaza al mar, y lo hace secar, y agosta todos
los ríos. Los montes tiemblan delante de él, y los collados
se derriten; la tierra se conmueve a su presencia, y el
mundo, y todos los que en él habitan. Su ira se derrama como
fuego, y por él se hienden las peñas" (Nahum 1:3-6).
Estos ejemplos
pueden bastar para mostrar lo que en realidad es evidente,
que en lenguaje profético se emplean los más sublimes y
terribles fénomenos naturales para representar convulsiones
y revoluciones nacionales y sociales. Las imágenes, que si
se cumplieran darían como resultado la total disolución de
la estructura del globo terráqueo y la destrucción del
universo material, en realidad no pueden significar otra
cosa que la caída de una dinastía, la toma de una ciudad, o
el colapso de una nación.
El siguiente
es el punto de vista de Sir Isaac Newton sobre este tema,
posición que es substancialmente justa, aunque quizás
llevada un poco demasiado lejos al suponer que hay, de
hecho, un equivalente para cada figura empleada en la
profecía:
"El lenguaje
figurado de los profetas está tomado de la analogía entre el
mundo natural y un imperio considerado como potencia
mundial. En consecuencia, el mundo natural, que consiste del
cielo y la tierra, significa todo el mundo político, que
consiste de tronos y pueblos, o tanto de él como se
considere en la profecía; y las cosas en ese mundo
significan cosas análogas en éste. Porque los cielos y las
cosas que en ellos hay significa tronos y dignatarios, y los
que disfrutan de ellos; y la tierra, con las cosas que en
ella hay, el pueblo inferior; y las partes más bajas de la
tierra, llamadas Hades o infierno, la parte más baja y
miserable de ellas. Grandes terremotos, y el temblor del
cielo y la tierra, representan el templor de reinos, para
confundirlos y derribarlos; la creación de un cielo nuevo y
una nueva tierra, la desaparición de los antiguos; el
comienzo y el fin del mundo significan el surgimiento y la
ruina del cuerpo político de que se trate. El sol significa
toda la especie y la raza de hombres en los reinos del mundo
político; la luna significa el cuerpo de la gente común,
considerada como la esposa del rey; las estrellas, los
príncipes y grandes hombres subordinados; o los obispos y
gobernantes del pueblo de Dios, cuando el sol es Cristo. La
puesta del sol, la luna, y las estrellas; el oscurecimiento
del sol, la luna convirtiéndose en sangre, y la caída de las
estrellas, el cese de un reino".
Como adición, sólo citaremos las excelentes
observaciones de un sabio expositor, el Dr. John Brown, de
Edinburgo:
"Entendido literalmente, 'pasarán
el cielo y la tierra' es la disolución del actual sistema
del universo; y el período en que esto debe tener lugar es
llamado 'el fin del mundo'. Pero una persona bien
familiarizada con la fraseología de las Escrituras del
Antiguo Testamento sabe que la disolución de la economía
mosaica y el establecimiento de la cristiana se describen
a menudo como la desaparición de la antigua tierra y los
antiguos cielos, y la creación de una nueva tierra y un
nuevo cielo. 'Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y
nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más
vendrá al pensamiento'. 'Porque como los cielos nuevos y
la nueva tierra que yo hago permanecerán delante de mí,
dice Jehová, así permanecerá vuestra descendencia y
vuestro nombre' (Isa. 65:17; 66:22)'. Del período de la
terminación de una dispensación y el comienzo de la otra
se dice que son 'los últimos días', y 'el fin del mundo',
y se describen como un temblor tal de los cielos y la
tierra que conduciría a la eliminación de las cosas que
habían temblado (Hag. 2:6; Heb. 14:26,27)".
Parece, pues,
que si la Escritura es la mejor intérprete de la Escritura,
tenemos en el Antiguo Testamento una clave para la
interpretación de las profecías en el Nuevo. El mismo
simbolismo se encuentra en ambos, y las imágenes de Isaías,
Ezequiel, y los otros profetas nos ayudan a entender las
imágenes de Mateo, Pedro, y Juan. Así como la disolución del
mundo material no es necesaria para el cumplimiento de las
profecías del Antiguo Testamento, tampoco es necesaria para
el cumplimiento de las predicciones del Nuevo Testamento.
Pero, aunque los símbolos son expresiones metafóricas, no
carecen de significado. No es necesario alegorizarlos y
encontrar un equivalente correspondiente en cada tropo; es
suficiente considerar las imágenes como recursos empleados
para aumentar lo sublime de la predicción y para hacerla
impresionante y grandiosa. Al mismo tiempo, hay una
propiedad verdadera y una realidad subyacente en los
símbolos de la profecía. Los hechos morales y espirituales
que representan, los cambios sociales y ecuménicos que
tipifican, no podían ser presentados adecuadamente por medio
de un lenguaje menos majestuoso y menos sublime. Hay razón
para creer que una inadecuada comprensión de la
verdadera grandeza e importancia de sucesos tales como la
destrucción de Jerusalén y la abrogación de la economía
judía es la base del sistema de interpretación que sostiene
que nada que responda a los símbolos del Nuevo Testamento ha
tenido lugar jamás. De aquí las invenciones, no críticas y
no bíblicas, de los dobles significados, y los cumplimientos
dobles, triples, y múltiples de la profecía. No estamos
preparados para negar que conmociones físicas de la
naturaleza y extraordinarios fenómenos en los cielos y la
tierra pueden haber acompañado los estertores finales de la
dispensación judía. Nos parece muy probable que tales cosas
sucedieron. Pero el cumplimiento literal de los símbolos no
es esencial para la verificación de la profecía, la cual los
hechos registrados de la historia han demostrado en
abundancia que es verdadera.
Acerca de los "cielos nuevos" y la
"tierra nueva" (2 Pedro 3:13)
DR. JOHN OWEN
(1616-1683)
El apóstol
distribuye el mundo entre cielo y tierra,
y dice que fueron destruidos por medio de agua, y
perecieron. Sabemos que ni la composición ni la sustancia
del uno ni de la otra fueron destruidos, sino sólo los
hombres que vivían en la tierra; y el apóstol nos habla
(ver. 7) del cielo y la tierra que había entonces, y
que fueron destruidos por agua, distintos de los
cielos y la tierra que había ahora, y que habrían de ser
consumidos por fuego; sin embargo, en cuanto a la
estructura visible del cielo y la tierra, eran los mismos
tanto antes del Diluvio como en los tiempos del apóstol, y
permanecen hasta la fecha; cuando todavía es cierto que
los cielos y la tierra, de los cuales hablaba, habrían de
ser destruidos y consumidos por fuego en aquella
generación. Para aclarar nuestro fundamento, debemos,
pues, considerar lo que el apóstol quiere decir con cielos
y tierra en estos dos lugares.
1. Es seguro que lo que el apóstol quiere
decir con "el mundo", con su cielo, y la tierra (vers.
5,6), que fue destruida; lo mismo, o algo de esta clase,
quiere decir con los cielos y la tierra que habrían de ser
consumidos y destruidos por el fuego (ver. 7); de lo
contrario, no habría ninguna coherencia en el discurso del
apóstol, ni ninguna clase de argumento, sino una mera
falacia de palabras.
2. Es seguro que el diluvio no destruyó el
mundo, ni la estructura del cielo y la tierra, sino
solamente a los habitantes del mundo; por lo tanto, la
destrucción que debía tener lugar por el fuego no es la
substancia de los cielos y la tierra, que no serán
consumidos sino hasta el último día, sino de las personas
o los hombres que vivieran en el mundo.
3. Luego, tenemos que considerar en qué
sentido se dice de los hombres que viven en el mundo que
son el mundo, y los cielos y la tierra de él. Sólo
insistiré en un caso para este propósito entre muchos que
pueden mencionarse: Isa. 51:15,16. El tiempo en la obra
mencionada aquí, de extender los cielos y echar los
cimientos de la tierra, fue llevada a cabo por Dios cuando
agitó el mar (ver. 15) y dio la ley (ver.
16), y dijo a Sión: Pueblo mío eres tú; esto es,
cuando sacó de Egipto a los hijos de Israel, y en el
desierto les formó en iglesia y estado; luego, extendió
los cielos y echó los cimientos de la tierra; esto es,
produjo orden, y gobierno, y belleza de la confusión en
que se encontraban. Esto es extender los cielos y echar
los fundamentos del mundo. Y puesto que es entonces cuando
se menciona la destrucción de un estado y gobierno, es con
ese lenguaje que parece hablar del fin del mundo. Así
ocurre con Isa. 34:4, que no es sino la destrucción del
estado de Edom. Otro tanto se afirma del Imperio Romano
(Apoc. 6:14), que los judíos constantemente afirman que se
quiere decir con Edom en los profetas. Y en la
predicción de nuestro Señor Jesucristo tocante a la
destrucción de Jerusalén (Mateo 24). La hace con
expresiones de la misma importancia. Es evidente, pues,
que en lenguaje profético y la manera de hablar, a menudo
se entendían los cielos y la tierra como el estado civil y
religioso y la combinación de hombres en el mundo, y los
hombres de ella. Así ocurría con los cielos y la tierra de
aquel mundo que entonces fue destruido por el diluvio.
4.
Sobre esta base, afirmo que, en esta profecía de Pedro,
con los cielos y la tierra se quiere decir la venida
del Señor, el día del juicio y la perdición de los impíos,
que en la destrucción de aquel cielo y aquella tierra se
menciona, no el juicio último y final del mundo, sino
aquella total desolación y destrucción de la iglesia y el
estado judíos, que habría de tener lugar, para lo cual
presentaré estas dos razones, de muchas que podrían
aducirse a partir del texto:
(1) Porque lo que sea que se menciona aquí debía
tener peculiar influencia sobre los hombres de aquella
generación. Él habla de aquello que tenía que ver tanto
con los profanos burladores como con los burlados, y de
que, como judíos, algunos de ellos creían en la fe, y
otros se oponían. Ahora bien, no había en aquella
generación ninguna preocupación particular, ni por aquel
pecado, ni por aquellas burlas, en cuanto al día del
juicio en general; sino un alivio peculiar por el uno y un
temor peculiar por el otro, que estaba cercano, en la
destrucción de la nación judía; además, había amplio
testimonio tanto por el uno como por el otro del poder y
el dominio del Señor Jesucristo, que era el punto en
disputa entre ellos.
(2) Pedro les dice, después de la destrucción y
el juicio de que habla (ver. 7-13): "Pero nosotros
esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra
nueva", etc. Tenían esta esperanza. Pero, ¿cuál es esa
promesa? ¿Dónde podemos encontrarla? Bueno, la tenemos en
las mismas palabras y en la misma carta, Isa. 65:17. Ahora
bien, ¿cuándo será que Dios creará estos nuevos cielos y
esta nueva tierra, en los cuales mora la justicia? Dice
Pedro: "Será después de la venida del Señor, después de
aquel juicio y aquella destrucción de los impíos, que no
obedecen al evangelio". Pero ahora es evidente, a partir
de este pasaje en Isaías, en 66:21,22, que esta es una
profecía para los tiempos evangélicos solamente; y que la
extensión de estos nuevos cielos no es sino la creación de
las ordenanzas del evangelio que deben permanecer para
siempre. Lo mismo se expresa en Heb. 12:26-28.
Siendo éste
el designio del lugar, no insistiré más sobre el contexto,
sino que abriré brevemente las palabras propuestas, y
fijaré la atención sobre la verdad contenida en ellas.
Primero,
existe el fundamento de la inferencia y la exhortación
apostólicas, viendo que todas estas cosas, por preciosas
que parezcan, sin importar el valor que alguno les
atribuya, se disolverán, esto es, serán destruidas, y de
aquella terrible y horrenda manera que se ha mencionado
antes, en un día de juicio, de ira, y de venganza, por
medio del fuego y la espada; que otros se burlen de las
amenazas de la venida de Cristo: Vendrá y no tardará, y
luego, los cielos y la tierra que Dios mismo extendió - el
sol, la luna, y las estrellas del sistema y la iglesia
judíos - todo el mundo antiguo de culto y de adoradores,
que en su obstinación se levantan contra el Señor
Jesucristo, se disolverá y se destruirá sensiblemente:
sabemos que éste será el fin de todas las cosas, y esto
ocurrirá en breve.
No hay
ninguna constitución externa ni estructura de cosas en
gobiernos o naciones, que no esté sujeta a disolución, y
puede ocurrirle, a manera de juicio. Si alguno desea que
se le excluya, y eso ocurre en muchos casos, de los cuales
el apóstol hablaba en términos proféticos (porque todavía
no era tiempo de declararlo abiertamente a todos) puede
presentar su solicitud. *
*Sermón del Dr. Owen sobre 2 Pedro 3:11.
Obras, reimpreso en 1721.
El Rev. F. D.
Maurice acerca de
"El último tiempo"
(I Juan 2:18)
¿Cómo podía
decir Juan que éste era el último tiempo? ¿No ha durado el
mundo casi mil ochocientos años desde que él lo abandonó?
¿No puede durar muchos años más?
"Muchos les
dirán que no sólo Juan, sino también Pablo y todos los
apóstoles, actuaban bajo el engaño de que el fin de todas
las cosas se acercaba en su tiempo. Los que así hablan no
están en general dispuestos a subestimar la autoridad de
estos hombres; algunos adoptan esta opinión prácticamente,
aunque puede que no la expresen en palabras, y sostienen
que a los escritores bíblicos no se les permitía jamás
cometer errores ni siquiera en las cosas más
insignificantes. Yo no digo eso; no hará temblar mi fe en
ellos descubrir que se han equivocado en nombres o puntos
cronológicos. Pero, si supusiera que ellos mismos habían
sido conducidos al error, y habían conducido al error a
sus propios discípulos, en un tema tan importante como
este de Cristo viniendo en juicio, y de los últimos días,
me sentiría muy perplejo. Porque es un tema al que ellos
se refieren constantemente. Es parte de su más profunda
fe. Se mezcla con todas sus exhortaciones prácticas. Si se
equivocaran aquí, no veo dónde pueden haber acertado.
"He
descubierto que su lenguaje sobre este tema me ha sido de
la mayor utilidad para explicar el método de la Biblia; el
curso del gobierno de Dios sobre las naciones y los
individuos; la vida del mundo antes del tiempo de los
apóstoles, durante su tiempo, y en todos los siglos desde
entonces. Si les hacemos a ellos la justicia que debemos a
todos los escritores, inspirados y no inspirados; si les
permitimos interpretarse a sí mismos, en vez de imponerles
nuestras interpretaciones, creo que entenderemos un
poquito más de su obra y de la nuestra. Si tomamos sus
palabras simple y literalmente con respecto al juicio y el
fin que ellos esperaban en su día, sabremos qué posición
ocupaban con respecto a sus antepasados y con respecto a
nosotros. Y en lugar de una concepción muy vaga, débil, y
artificial del juicio que debemos esperar, aprenderemos
cuáles son nuestras necesidades por medio de las de ellos;
cómo nos cumplirá Dios a nosotros todas sus palabras por
la manera que les cumplió a ellos Sus palabras.
"No es una
idea nueva, sino muy antigua y común, la de que la
historia del mundo se divide en ciertos períodos grandes.
En nuestros días, se les ha estado imponiendo a hombres
pensantes la convicción de que hay una amplia distinción
entre la historia antigua y la moderna. M. Guizot se
espacia especialmente sobre la unidad y la universalidad
de la historia moderna, en contraste con la división de la
historia antigua en una serie de naciones que apenas
tenían simpatías comunes. La cuestión es dónde encontrar
el límite entre estos dos períodos. Los estudiantes han
especulado mucho sobre éstos; la mayoría de estas
especulaciones han sido plausibles y sugieren verdades;
algunas son muy confusas; ninguna, creo yo, es
satisfactoria. Una de las más populares, la que supone que
la historia moderna comienza cuando las tribus bárbaras se
establecieron en Europa, sería bastante fatal para la
doctrina de M. Guizot. Porque ese establecimiento, aunque
fue un suceso muy importante e indispensable para la
civilización moderna, rompía temporalmente la unidad que
había existido antes. Era como la reaparición de aquella
separación de tribus y razas, que él supone ha sido la
característica especial del mundo anterior.
"Ahora bien:
¿Podemos esperar alguna luz sobre este tema en la Biblia?
No creo que cumpliría sus pretensiones si no pudiéramos
encontrarla. Ella profesa presentar los caminos de Dios a
las naciones y a la humanidad. Podríamos muy bien
contentarnos con que nos dijera muy poco de las leyes
físicas; podríamos contentarnos con que guardase silencio
acerca de los cursos de los planetas y la ley de gravedad.
Puede que Dios tenga otros métodos para dar a conocer estos
secretos a sus criaturas. Pero lo que concierne al orden
moral del mundo y al progreso espiritual de los seres
humanos cae directamente dentro de la esfera de la Biblia.
Nadie podría estar satisfecho con ella si guardase
silencio con respecto a estos últimos. En consecuencia,
todos los que suponen que ella guarda silencio sobre este
punto, por mucha importancia que le atribuyan a lo que
ellos llaman su carácter religioso; por mucho que puedan
suponer que sus mayores intereses dependen de su creencia
en sus oráculos, están obligados a tratarla como un libro
muy desarticulado y fragmentario. Ellos proporcionan la
mejor excusa a los que dicen que no es un libro íntegro,
como hemos creído que es, sino una colección de los dichos
y opiniones de ciertos autores, en diferentes épocas, no
muy consistentes los unos con los otros. Por otra parte,
ha existido la más fuerte convicción en las mentes de
lectores ordinarios, así como en las de estudiantes, de
que el libro sí nos habla de cómo las épocas pasadas, y
las por venir, tienen que ver con la develación de los
misterios de Dios - qué parte ha jugado un país y otro en
Su gran drama - hasta qué punto están convergiendo todas
las líneas de su providencia. El inmenso interés que ha
despertado la profecía - un interés no destruido, ni
siquiera disminuido, por los numerosos desengaños que las
teorías de los hombres sobre ella han tenido que encontrar
- es prueba de cuán profunda y cuán ampliamente difundida
es esta convicción. En vano tratan los teólogos de
disuadir a lectores sencillos y sinceros de que estudien
las profecías insistiéndoles que no tienen tiempo libre
para tal actividad, y en que deberían ocuparse de cosas
más prácticas. Si sus conciencias les indican que hay
algún fundamento para sus advertencias, todavía les parece
que no podrían hacerles caso por completo. Están seguros
de que tienen algún interés en los destinos de su raza,
así como en los destinos individuales. No pueden separar
el uno del otro; tienen que creer que hay luz en alguna
parte acerca de ambos. No me atrevo a desanimar a los que
tienen tal certidumbre. Si la sostenemos con fuerza, puede
ser un gran intrumento para sacarnos de nuestro egoísmo.
Temo que la perdamos, como ciertamente la perderemos si
adquirimos el hábito de considerar la Biblia como un libro
de adivinanzas y acertijos, y de esperar sin descanso que
ciertos sucesos externos ocurran en ciertas fechas que
hemos fijado como los que han predicho los apóstoles y los
profetas. La cura para tales desatinos, que son realmente
muy serios, reside, no en un descuido de la profecía, sino
en una meditación más seria sobre ella; recordando que la
profecía no es un conjunto de predicciones sueltas, como
los dichos de un adivino, sino una revelación de Aquél
cuyas salidas son desde la eternidad; que es el mismo
ayer, hoy, y por los siglos, cuyas acciones en una
generación son establecidas por las mismas leyes que sus
acciones en otra generación.
"Si os
hablara alguna vez del Apocalipsis de Juan, me explayaría
mucho más sobre este tema. Pero lo dicho es para
introducir la observación de que la Biblia trata la caída
del sistema judío como el fin de un gran período en la
historia humana y el principio de otro. Juan el Bautista
anuncia la presencia de Uno "en cuya mano está el
aventador; y limpiará su era; y recogerá su trigo en el
granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará".
Los evangelistas dicen que estas palabras quieren decir
que Jesús de Nazaret después bajó a las aguas del Jordán,
y que, al salir de ellas, fue declarado Hijo de Dios,
sobre el cual descendió el Espíritu en forma visible.
"Nosotros
tenemos por costumbre separar a Jesús el Salvador de Jesús
el Rey y Juez. Ellos no. Nos dicen desde el comienzo que
él llegó predicando el reino de los cielos. Nos cuentan
que llevaba a cabo acciones de juicio, así como actos de
liberación. Nos informan de las tremendas palabras que
dirigía a los fariseos y a los escribas, así como del
evangelio que les predicaba a los publicanos y pecadores.
Y antes del fin de su ministerio, cuando sus discípulos le
preguntaron acerca de los edificios del templo, habló
claramente de un juicio que Él, el Hijo del hombre,
ejecutaría antes de que se acabase aquella generación. Y
para dejar claro que quería que le entendiésemos estricta
y literalmente, añadió: "El cielo y la tierra pasarán,
pero mis palabras no pasarán". Este discurso, que Mateo,
Marcos, y Lucas nos informan cuidadosamente, no es ajeno
al resto de sus discursos y parábolas, ni al resto de sus
obras. Todos contienen la misma advertencia. Están llenos
de gracia y de misericordia - mucha más gracia y
misericordia de lo que hemos supuesto; son testimonio de
un Ser lleno de gracia y misericordia; pero son testimonio
de que las habitaciones de los que no gustaban de este Ser
sólo porque éste era su carácter, los que buscaban otro
ser semejante a ellos mismos, esto es, un ser sin gracia y
sin misericordia, les serían hechas desiertas.
"Cuando,
pues, después de la ascensión de nuestro Señor, los
apóstoles salieron a predicar el evangelio y a bautizar en
su nombre, su primer deber era anunciar que aquel Jesús a
quien los dirigentes de Jerusalén habían crucificado era
Señor y Cristo; su segundo deber era predicar la remisión
de los pecados y el don del Espíritu Santo en su nombre;
su tercer deber era predecir la venida de un día grande y
terrible del Señor, y decir a todos los que escuchasen:
"Salvaos de esta generación desgraciada". Era el
lenguaje que Pedro usó en el día de Pentecostés; fue
adoptado, con las variantes que requerían las
circunstancias de los oyentes, por todos aquellos a los
que se les confió el mensaje del evangelio. Sin duda, era
peculiarmente aplicable a los judíos. Ellos habían sido
hechos mayordomos de los dones de Dios para el mundo.
Habían desperdiciado los bienes de su Maestro, y ya no
habrían de ser más mayordomos. Pero no vemos a los
apóstoles limitando su lenguaje a los judíos. Hablando en
Atenas - con palabras especialmente apropiadas para una
ciudad pagana culta y filosófica - Pablo declara que Dios
"ha establecido un día en el cual juzgará al mundo por
aquel varón a quien designó", y señala a la resurrección
de los muertos como el suceso que establecerá quién es ese
Hombre. ¿Por qué fue esto así? Porque los apóstoles creían
que el rechazo del pueblo judío era la manifestación del Hijo
del Hombre; un testigo a todas las naciones de quién
era su Rey; un llamado a todas las naciones a deshacerse
de sus ídolos y confesarle a Él. El evangelio debía
explicar el significado de la gran crisis que estaba a
punto de tener lugar; de decirles a los gentiles y a los
judíos lo que esto implicaría; de anunciarlo nada menos
que como el comienzo de una nueva era en la historia del
mundo, cuando el Hombre crucificado reclamaría un imperio
universal, y contendería con el César romano y otros
tiranos de la tierra que se le opusieran.
"Este punto
de vista bíblico del ordenamiento de los tiempos y las
sazones armoniza por completo con la conclusión a la que
ha llegado M. Guizot mediante la observación de los
hechos. El nacimiento de nuestro Señor casi coincidió con
el establecimiento del Imperio Romano en la persona de
Augusto César. Aquel imperio aspiraba a aplastar a las
naciones y a establecer una gran supremacía mundial. La
nación judía había sido testigo contra todos estos
experimentos en el mundo antiguo. Había caído bajo la
tiranía babilónica, pero había surgido nuevamente. Y el
tiempo que siguió a su cautiverio fue el gran tiempo del
despertar de la vida nacional en Europa - el tiempo en que
las repúblicas griegas florecieron - el tiempo en que la
República Romana iniciaba su gran carrera.
"La nación
judía había sido abrumada por los ejércitos de la
República Romana; todavía conservaba los antiguos signos
de su nacionalidad, su ley, su sacerdocio, su templo.
Éstos les parecían ridículos e insignificantes a los
emperadores romanos, aun a los gobernadores romanos que
administraban la pequeña provincia de Judea, o la
provincia mayor de Siria, en la cual a menudo se incluía.
Pero encontraron a los judíos muy problemáticos. Su
nacionalismo era de una clase peculiar, y de una desusada
fortaleza. Cuando eran más degradados no podían separarse
de él. Iniciaban innumerables rebeliones, con la esperanza
de recobrar lo que habían perdido, y de establecer el
reino universal que creían estaba destinado para ellos, no
para Roma. La predicación de nuestro Señor les declaraba
que había tal reino universal - que Él, el Hijo de David,
había venido a establecerlo en la tierra. Los judíos
soñaban con otra clase de reino, con otra clase de rey.
Querían un reino judío, que pisotearía las naciones, tal
como el Imperio Romano les estaba pisoteando; querían un
rey judío que fuese básicamente como el César romano. Era
un concepto tenebroso, horrible, odioso; combinaba todo lo
más estrecho en la forma más degradante del nacionalismo,
con todo lo más cruel y más destructor de la vida personal
y moral en la peor forma de imperialismo. Reunía en sí
mismo todo lo que era peor en la historia del pasado.
Proyectaba la sombra de lo que sería peor en el tiempo
venidero. Los apóstoles anunciaban que la ambición maldita
de los judíos se vería frustrada por completo. Decían que
se acercaba una nueva era - la era universal, la era del
Hijo del hombre, que sería precedida por una gran crisis
que zarandearía, no sólo la tierra, sino también los
cielos; no sólo lo que pertenecía al tiempo, sino también
todo lo que pertenecía al mundo espiritual, y a las
relaciones del hombre con él. Decían que este zarandeo
sería tal que sacudiría lo que no se podía sacudir - y que
continuaría.
"He tratado,
pues, de mostraros lo que Juan quería decir con el
último tiempo, si hablaba el mismo lenguaje que
nuestro Señor y los otros apóstoles hablaban. No puedo
decir qué cambios físicos hayan buscado él o ellos. En
aquel tiempo se observaron fenómenos físicos - hambrunas,
pestes, terremotos. Si ellos o cualquiera de ellos suponía
que estos cambios indicaban más alteraciones en la
superficie o la estructura de la tierra de lo que ellos
indicaban, no lo sé; éstos no son los puntos sobre los
cuales busco información, si ellos la dieron. Que ellos no
esperaban el fin de la tierra - lo que nosotros
llamamos la destrucción de la tierra - es claro a partir
de esto, que el nuevo reino del cual ellos hablaban habría
de ser un reino en la tierra así como un reino de los
cielos. Pero su creencia de que un reino tal se había
establecido, y haría sentir su poder tan pronto la antigua
nación hubiese sido dispersada, ha sido, creo yo,
corroborada en abundancia por los hechos. No veo cómo
podemos entender la historia moderna correctamente sin
aceptar esa creencia".
1. Las epístolas de Juan, por F. D. Maurice,
M.A., Conferencia ix.