LA PARUSÍA
o
La Segunda Venida de
Nuestro Señor Jesucristo
James Stuart
Russell
(1816-1895)
Tomado de The
Preterist
Archive
LA PARUSÍA
EN LAS EPÍSTOLAS APOSTÓLICAS
2-19. EN LA EPÍSTOLA A
LOS HEBREOS
Está fuera del
ámbito de esta investigación discutir la cuestión de quién
escribió la Epístola a los Hebreos. Aunque no haya salido de la
misma pluma que la Epístola a los Romanos, y pocos de los que
están familiarizados con el estilo de Pablo afirmarán que no lo
ha hecho, su espíritu y su enseñanza son esencialmente paulinos,
y podemos con justicia considerarla como uno de los más
preciosos legados de la era apostólica. Su valor como clave del
significado de la economía levítica y como contribución a la
doctrina y la vida cristianas es inestimable; y ya sea que se la
atribuyamos a Bernabé o a Apolo, o a cualquier otro colaborador
de Pablo, podemos aceptarla sin titubear, "no como palabra de
hombre, sino como la palabra de Dios, que lo es en verdad".
Ahora podemos
adentrarnos aún más profundamente en la oscura sombra de la
apostasía predicha. Fue para combatir a este formidable
antagonista del evangelio que esta epístola se escribió; y el
carácter judaico del movimiento anti-cristiano es evidente en la
línea del argumento que su autor adopta. Nos encontramos en
seguida en "los postreros días".
LOS DÍAS YA HAN
LLEGADO
Heb. 1:1,2.
"Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en
otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros
días nos ha hablado por el Hijo".
La frase "en estos
postreros días" o "en estos últimos días" muestra que el
escritor consideraba el tiempo de la encarnación y el ministerio
de Cristo como el período final de una dispensación o era.
Encontramos una expresión algo similar en el cap. 9:26. "Ahora,
en la consumación de los siglos" [episunteleiatwnaiwnwn], en que
la referencia es a la encarnación y al sacrificio expiatorio de
Cristo. Una era antigua, llámese mosaica, judaica, o del Antiguo
Testamento, estaba terminando ahora; muchas cosas que habían
parecido inamovibles y eternas estaban a punto de desvanecerse;
y "el fin del siglo" o "los postreros tiempos" habían llegado.
LAS ERAS, EDADES, O LOS PERÍODOS MUNDIALES
Heb. 1:2.
"Por quien asimismo hizo el universo [mundo]".
Mucha confusión ha
surgido del uso indiscriminado de la palabra "mundo" como
traducción de las diferentes palabras griegas aiwn, kozmoz,
oikoumenh, y gh. El lector no ilustrado que se encuentra
con la frase "el fin del mundo", inevitablemente piensa en la
destrucción del mundo material, mientras que, si lee "fin del
tiempo", pensará naturalmente en la terminación de cierto
período de tiempo, que es su correcto significado. Ya hemos
tenido ocasión de observar que aiwn es correctamente una designación de tiempo,
una época; y es dudoso que tenga jamás algún otro
significado en el Nuevo Testamento. Su equivalente en latín es aevum,
que en realidad es la palabra griega aiwn con ropaje
latino. La palabra correcta para tierra, o mundo,
es kosmoz, que se usa
para designar tanto al mundo material como el moral. Oikumenh es
correctamente el mundo habitado, "el habitable",
y en el Nuevo Testamento se refiere a menudo al Imperio
Romano, algunas veces a una porción tan pequeña de él como
Palestina. Gh, aunque algunas veces significa la tierra de modo
general, en los evangelios se refiere con mayor frecuencia a la
tierra de Israel. Una correcta comprensión de estas
palabras arroja mucha luz sobre muchos pasajes.
Es seguro que, en el tiempo de nuestro Salvador, los judíos
estaban acostumbrados a dividir el tiempo en dos grandes
períodos o edades, la edad presente [onunaiwn, oaiwnowtoz] y la
edad venidera [oaiwnmellwn]. La edad venidera era la del Mesías,
o "el reino de Dios". La misma división se reconoce en el Nuevo
Testamento, y ya hemos visto que, según el punto de vista del
escritor de la epístola, el fin de la edad presente se acercaba.
(Véase el Commentary de Suart sobre Hebreos in loc.;
el Testamento Griego de Alford; el Lexicon de
Wahl. voc. aiwn).
<>Puede
decirse, sin embargo, que, aunque la palabra sí significa
principalmente una edad, en este caso el sentido de este
pasaje requiere obviamente que traduzcamos aiwnaz como mundos.
Debe reconocerse que suena grosero a nuestros oídos decir: "Dios
hizo los mundos por medio de Jesucristo" y muy simple y natural
decir: "Él hizo el mundo"; pero, cuando consideramos que el
escritor de esta epístola no concebía mundos en el
sentido en el cual nosotros usamos ahora esa expresión, esto
quizás modifique nuestra opinión. Somos muy propensos a
acreditarle al autor nuestras ideas astronómicas, y a suponer
que él se refiere al sol, la luna, y las estrellas como otros
tantos mundos. Pero no tenemos ninguna razón para creer
que él tenía alguna idea como ésa. Los cuerpos celestes eran
para él luces, no mundos. Con las edades, sin embargo, el autor
de esta epístola, como hombre de letras, debe haber estado
completamente familiarizado. Entonces, ¿qué quiso decir con que
Dios hizo el universo [las edades]? Éstas eran las grandes eras,
o épocas de tiempo, que la Suprema Sabiduría había ordenado y
dispuesto; los períodos del mundo, como podemos llamarlos, que
constituían actos en el gran drama de la Providencia. Parece
haber una alusión a este ordenamiento de las edades, o períodos
mundiales, en Hechos 17:26: "Les ha prefijado el orden de los
tiempos" [orisazprostetagmenouzkairouz]; como también en Efe.
1:10: "La dispensación del cumplimiento de los tiempos". Se
inclina fuertemente a favor de este punto de vista el hecho de
que es sustancialmente la adoptada por los padres griegos.
EL
MUNDO VENIDERO, O EL NUEVO ORDEN
Heb. 2:5.
"Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero, acerca del
cual estamos hablando".
Este pasaje aclara
el tema aún más. Aquí tenemos una de las eras - el mundo
venidero - es decir, no un mundo material, sino un sistema u
orden de cosas análogo a la dispensación mosaica. Hay una
evidente comparación o contraste entre la economía mosaica y el
estado nuevo o cristiano. La primera fue puesta bajo la
administración de ángeles; era "la palabra hablada por ángeles";
"por disposición de ángeles" (Hechos 7:53); fue "ordenada por
medio de ángeles en mano de un mediador" (Gál. 3:19). Pero la
nueva edad, el reino de los cielos, fue administrado por uno
mayor que los ángeles, el mismo Hijo de Dios; prueba de la
superioridad de la dispensación cristiana sobre la judía.
Es ciertamente algo singular que encontráramos la palabra
oikoumenh aquí, donde debíamos haber esperado encontrar aiwna.
Si hubiera sido oikonomian, como en Efe. 1:10, estaría más de
acuerdo con nuestras ideas del verdadero significado; pero no
hay derecho a suponer que una palabra haya tomado el lugar de la
otra. De que la alusión es al sistema o al orden de cosas
introducido por Cristo no puede haber ninguna duda, y la frase
es equivalente al "reino de los cielos". Puede añadirse que se
dice que "viene", mellousa, una palabra que implica cercanía,
como "la ira venidera", "la gloria venidera", "el mundo
venidero".
EL FIN, ES DECIR, DE LA ERA, O DEL EÓN
Heb. 3:6.
"Si retenemos firme hasta el fin la confianza y el
gloriarnos en la esperanza".
Heb. 3:14.
"Con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra
confianza del principio".
Heb. 6:11. "La
misma solicitud hasta el fin, para plena certeza de la
esperanza".
Ya hemos tenido
ocasión de observar la significativa frase "el fin", como se usa
en el Nuevo Testamento. No significa hasta el fin, o el
fin de la vida, sino el fin de la edad. Alford observa
correctamente:
"El fin que se tiene en mente no es la
muerte de cada individuo, sino la venida del Señor, que es
llamada constantemente por este nombre".
LA PROMESA DEL REPOSO
DE DIOS
Heb. 4:1-11.
"Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de
entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo
alcanzado. Porque también a nosotros se nos ha anunciado la
buena nueva como a ellos; pero no les aprovechó el oir la
palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron. Pero
los que hemos creído entramos en el reposo, de la manera que
dijo: Por tanto, juré en mi ira, No entrarán en mi reposo;
aunque las obras suyas estaban acabadas desde la fundación del
mundo. Porque en cierto lugar dijo así del séptimo día: Y
reposó Dios de todas sus obras en el séptimo día. Y otra vez
aquí: No entrarán en mi reposo. Por lo tanto, puesto que falta
que algunos entren en él, y aquellos a quienes primero se les
anunció la buena nueva no entraron por causa de desobediencia,
otra vez determina un día: Hoy, diciendo después de tanto
tiempo, por medio de David, como se dijo: Si oyereis hoy su
voz, no endurezcáis vuestros corazones. Porque si Josué les
hubiera dado el reposo, no hablaría después de otro día. Por
tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios. Porque el que
ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras,
como Dios de las suyas. Procuremos, pues, entrar en aquel
reposo, para que ninguno caiga en semejante ejemplo de
desobediencia".
Este es un pasaje
extremadamente importante e interesante, no sin sus oscuridades
y dificultades, que han ocasionado mucha diversidad de
interpretaciones. Algunos han encontrando en él un argumento
para la perpetuidad del cuarto mandamiento, y la observancia del
primer día de la semana como el sábado cristiano. Otros han
interpretado el argumento entero en un sentido ético y
subjetivo, como si el escritor exhortara a alcanzar un cierto
estado mental llamado el reposo de fe: cesar de la duda
y la autodependencia, y obtener perfecto reposo de la mente
mediante la plena confianza en Dios. Tales interpretaciones, sin
embargo, erran por completo el punto del argumento, y son más
glosas ingeniosas que deducciones legítimas.
¿Cuál es la dirección del argumento? Es muy evidente que el
objeto del escritor es advertir a los cristianos hebreos contra
la incredulidad y la desobediencia poniendo ante ellos, por una
parte, la recompensa de la obediencia, y por la otra, el castigo
por la desobediencia. Tenía a la mano un ejemplo señalado,
memorable para todos los israelitas, es decir, la renuncia a la
tierra de Canaán por sus padres a consecuencia de su
incredulidad. Habían provocado al Señor para que jurase en su
ira: "No entrarán en mi reposo".
Según el punto de
vista del escritor, había una notable correspondencia entre la
situación de los israelitas que se aproximaban a la tierra de la
promesa y la situación de los cristianos que esperaban el
cumplimiento de su esperanza, la promesa del reposo. Para hacer
más clara esta correspondencia, el escritor muestra que el reposo
prometido al antiguo Israel, y el prometido al pueblo de Dios
ahora, eran realmente una y la misma cosa. La entrada a la
tierra de Canaán no era en modo alguno el todo, ni siquiera la
parte principal, del prometido reposo de Dios. El escritor
prueba esto demostrando que, mucho después de que los israelitas
se establecieron en Canaán, el Señor, por boca de David, en el
Salmo 95, repite virtualmente la promesa hecha a los israelitas
en el desierto, y le dice al pueblo: "Si oyereis hoy su voz, no
endurezcáis vuestros corazones". La repetición de la orden
implica la repetición de la promesa, y también de la amenaza;
como si Dios estuviese diciendo: "Crean, y entrarán en mi
reposo. No crean, y no entrarán en mi reposo". De aquí se sigue
que hay un reposo además y más allá del reposo de
Canaán.
Luego sigue la
explicación del reposo del que se habla, es decir, el
"reposo de Dios", que Él llama "Mi reposo". Ciertamente ese
nombre nunca se le dio a la tierra de Canaán, ni se le puede
aplicar a nada que no sea el "reposo" del cual leemos en el
relato de la creación, cuando Dios efectivamente reposó
de toda "su obra que había hecho" (Gén. 2:2,3). Este era el
sábado de Dios, el reposo que Él santificó y llamó su reposo.
Por lo tanto, debe ser a este reposo - el reposo santo,
sabático, celestial - al que se refiere principalmente la
promesa. De ese reposo de Dios, Canaán era sin duda el tipo,
pues aquél era el reposo de los israelitas después de los
peligros y las fatigas del desierto; pero la posesión de Canaán
estaba lejos de agotar el pleno significado de la promesa, y por
lo tanto el reposo todavía permanecía, y era guardado en reserva
para el pueblo de Dios. "Por tanto, queda un reposo para el
pueblo de Dios".
El escritor de la
Epístola a los Hebreos evidentemente consideraba el "reposo de
Dios" como una consumación no muy distante. Dice de él: "Los que
hemos creído entramos en el reposo". Esto no significa "ir al
cielo a la muerte", sino la expectativa de la pronta venida del
reino de Dios, la esperanza tan fuertemente acariciada por los
primeros cristianos (Rom. 8:18-25). Considerar estas
exhortaciones y apelaciones como ordinarias y comunes de la
enseñanza religiosa es despojarlas de la mitad de su
significado. Es verdad que hay un sentido en el cual pueden
aplicarse a todos los tiempos, pero tenían un significado y una
fuerza en aquella particular coyuntura que nos es difícil
comprender ahora. Los cristianos de aquella época estaban, por
decirlo así, en la línea que separaba lo antiguo de lo nuevo,
entre la era que estaba terminando y la que estaba comenzando.
Creían que el día del Señor estaba justo a las puertas, que
Cristo regresaría pronto, y que entrarían con Él en el reino de
los cielos, el reposo de Dios. De aquí el deber de que se
"exhortaran unos a otros, y tanto más cuanto veían que el día se
acercaba; de que guardaran firmes hasta el fin el principio de
su confianza; de que se esforzaran por entrar en aquel reposo,
no fuera a ser que algunos de ellos parecieran no haberlo
alcanzado".
En los versículos
9 y 10 de este capítulo, el escritor de este capítulo muestra lo
apropiado de llamar a este prometido reposo "sabadismo" o reposo
sabático. "Por tanto, queda un sabadismo para el pueblo de Dios.
Porque el que ha entrado en su reposo, también ha reposado de
sus obras, como Dios de las suyas". Hay una ambigüedad en este
lenguaje, tanto en griego como en inglés. Puede significar que
todos los fieles que han partido han cesado de sus trabajos en
la tierra, y ahora disfrutan del reposo y la recompensa del
cielo. Este es el sentido que normalmente se le atribuye a las
palabras. (Véase el Comentario de Stuart sobre Hebreos, in
loc.; Conybeare and Howson, etc.). Hay que confesar, sin
embargo, que la relevancia de este lenguaje así interpretado en
relación con el asunto en discusión no es muy evidente, y que la
construcción gramatical difícilmente justificará esta
explicación. El argumento afirma, no que los cristianos han
entrado en ese reposo, sino justamente lo contrario. Como
Conybeare y Howson muestran muy correctamente, que el escritor
declara "que el pueblo de Dios nunca antes ha disfrutado de
ese perfecto reposo, y que, por lo tanto, ese goce es todavía
futuro". Entonces, ¿quiénes son los que han entrado?
Evidentemente, es Cristo, el Precursor, que entró
detrás del velo en el nombre de nosotros; nuestro gran Sumo
Sacerdote, que ascendió a los cielos; el Josué del Nuevo
Testamento, el Capitán de nuestra salvación, que "entró
en su reposo", cesando en su obra de redención, como su Padre
cesó de su propia obra de creación. Esto demuestra lo correcto
de llamar al cielo "sabadismo", "un reposo de Dios", pues aquí
tanto el Padre como el Hijo guardan el sábado eterno. Puede
añadirse que esta interpretación nos alivia del sentido de
incongruencia que se siente al comparar la cesación de los
trabajos del cristiano con la cesación de la obra de la creación
por parte de Dios; es también perfectamente relevante al
argumento en el contexto.
No sólo soportan
las palabras este sentido, sino que no soportan ningún otro,
como lo demuestra muy bien Alford. (Véase el Testamento Griego,
in loc.). Ahora podemos ver la fuerza del argumento en su
totalidad. El escritor demuestra las fatales consecuencias de la
incredulidad y la desobediencia por medio del ejemplo de los
antiguos israelitas (cap. 3:7-19). Tenían una gran promesa de
entrar en el reposo de Dios, que perdieron por su incredulidad
(cal. 3:7-19). Pero aquella promesa de reposo todavía se ofrece,
y todavía se puede perder. Fue ofrecida a Israel nuevamente en
el tiempo de David y por boca de él; no se agotó por la entrada
de los israelitas en Canaán (cap. 4:4-8). En aquel entonces, la
promesa se refería al estado celestial, el reposo de Dios mismo,
cuando Él guardó el sábado después de la obra de la creación
(cap. 4:3-5). Pero Cristo también guarda su sábado, habiendo
cesado de la obra de redención, como el Padre cesó de la obra de
la creación (cap. 4:10). Queda, pues, todavía un sábado, o
reposo celestial, para el pueblo de Dios (cap. 4:9). Procuremos,
pues, entrar en aquel reposo de Cristo y de Dios, amonestados
contra la incredulidad y la desobediencia por el ejemplo del
antiguo Israel (cap. 4:11).
Encontraremos en
la secuela mucha luz arrojada sobre este tema de la entrada en
el estado celestial, y la relación con él en que estaban los
santos tanto antes como desde la venida de Cristo.
LA CONSUMACIÓN DE LOS SIGLOS
Heb. 9:26.
"De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces
desde el principio del mundo [kosmou] ; pero ahora, en la
consumación de los siglos [aiwnwn], se presentó una vez para
siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio
el pecado".
En este versículo
tenemos un caso notable de la confusión que surge de la
traducción de dos palabras diferentes, kosmou y aiwn, con la
misma palabra "mundo" [la versión hispana traduce "siglos"].
La expresión sunteleiatwnaiwnwn
tiene precisamente el mismo significado que sunteleiatouaiwnoz, y se
refiere a la era judía que estaba a punto de terminar. Moses
Stuart traduce el pasaje así: "Pero ahora, al final de la
[dispensación] judía, Él ha hecho su aparición una vez para
siempre", etc. Esta es otra prueba decisiva de que "el fin de la
era" [en la versión hispana "la consumación de los siglos"] era
considerada como cercana por las iglesias apostólicas.
EXPECTACIÓN DE LA PARUSÍA
Heb. 9:28.
"Y aparecerá por segunda vez, sn relación con el pecado, para
salvar a los que le esperan".
La actitud de expectación mantenida por los
cristianos de la era apostólica se muestra incidentalmente aquí.
Esperaban, en esperanza y con confianza, el cumplimiento de la
promesa de Su venida. Suponer que ellos esperaban un suceso que no
ocurrió es imputarles, a ellos y a sus maestros, una cantidad de
ignorancia y error incompatible con respecto a sus creencias en
cualquier otro tema.
LA PARUSÍA SE ACERCA
Heb. 10:25.
"Exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se
acerca".
Por supuesto, "el
día" significa "el día del Señor", el tiempo de su aparición, la
parusía. Ahora se había acercado; no podían verla
acercándose. Sin duda, las indicaciones de su aproximación
predicha po nuestro Señor eran evidentes, y sus discípulos las
reconocieron, recordando sus palabras: "Cuando veáis que suceden
estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas" (Mar.
13:29). No es correcto tergiversar estas palabras en un sentido
no natural o doble, y decir con Alford:
"Aquel día, en su sentido grande y
final, siempre está cerca, siempre listo para irrumpir en la
iglesia; pero estos hebreos vivían en realidad cerca de uno de
aquellos grandes tipos y anticipaciones de él, la destrucción
de la Santa Ciudad".
Al mismo efecto es su nota sobre Heb. 9:26:
"Los primeros cristianos hablaban
universalmente de la segunda venida del Señor como cercana, y en
realidad siempre lo estuvo y lo está".
Los cristianos
hebreos vivían cerca de la verdadera parusía que nuestro Señor
predijo, y su iglesia esperaba, antes de que pasara aquella
generación. No es verdad que la parusía "está siempre cerca, y
siempre lista para irrumpir sobre la iglesia". Esto no es más
cierto que decir que el nacimiento de Cristo, su crucifixión, o
su resurrección están siempre listas para irrumpir. La parusía
era tan distintamente un suceso específico, con su lugar
apropiado en el tiempo, como la encarnación o la crucifixión; y
hacer de ella una forma fantasma, que aparece y desaparece,
siempre viniendo pero nunca llegando, distante y cercana, pasada
y futura, es vaciar la palabra de todo significado. Creemos que
Cristo, en su discurso profético, tenía a la vista un suceso
pleno; un suceso con un lugar en la historia y la cronología; un
suceso cuyo período Él mismo indicó claramente, no ciertamente
la hora, ni el día, ni siquiera el año preciso, pero dentro de
límites bien definidos, el período de la generación existente.
Tal era, manifiestamente, la creencia del escritor de esta
epístola. Para él, la parusía era un acontecimiento bien
definido, cuya aproximación podía ver; ni puede detectarse en su
lenguaje, ni en el lenguaje de ninguna de las epístolas, ningún
rastro de doble sentido, ni de una parusía parcial o preliminar,
sino de una parusía grande y final.
El comentario de Conybeare y Howson es mucho más
satisfactorio:
"'El día'" de la venida de Cristo se
veía aproximándose en este tiempo por el amenazante preludio de
la gran guerra judía, en la cual Él vino a juzgar a aquella
nación".
LA PARUSÍA
INMINENTE
Heb. 10:37.
"Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no
tardará".
Esta declaración
mira en la misma dirección que la precedente. La frase "el que
ha de venir" [oercomenoz] es la designación acostumbrada del
Mesías, "el que viene". Esa venida ahora está a la mano. El
lenguaje a este efecto es mucho más expresivo de la cercanía del
tiempo en griego que en inglés: "Todavía un poquitito", o, como
lo traduce Tregelles: "¡Un poquito, cuán poquito, cuán
poquito!". La reduplicación del pensamiento al final del
versículo: "vendrá y no tardará" también indica la certeza y la
prontitud del acontecimiento que se aproxima. Este es el
comentario de Moses Stuart sobre este pasaje:
"El Mesías vendrá prontamente y, al
destruir el poder judío, pondrá fin al sufrimiento que vuestros
perseguidores os infligen".
Esto es sólo parte de la verdad; la parusía trajo
mucho más que esto al pueblo de Dios, si hemos de creer a las
garantías dadas por los inspirados apóstoles de Cristo.
LA PARUSÍA Y LOS
SANTOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO
Heb.
11:39,40. "Y todos éstos, aunque alcanzaron buen
testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido;
proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no
fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros".
El argumento que
aquí se trae a su conclusión es de gran importancia, y merece
muy cuidadosa consideración. Se encontrará que presta un
poderoso apoyo indirecto a los puntos de vista propuestos en
esta investigación, y que de hecho proporciona la verdadera
clave para su explicación.
Habiendo ilustrado en este capítulo undécimo su posición
principal - la fe en Dios era la característica distintiva de
aquellos justos cuyos nombres adornan los anales del Antiguo
Testamento - el escritor llama la atención al hecho de que
Abraham, Isaac, y Jacob nunca entraron realmente en posesión de
la herencia que se les había prometido. No obtuvieron la tierra
de Canaán; nunca vieron la Jerusalén terrenal. "Conforme a la fe
murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido" (ver. 13).
Luego declara que estos padres de Israel eran conscientes de un
significado más profundo de la promesa de Dios que una mera
herencia temporal y terrenal. Mientras habitaba como extranjero
y peregrino en la tierra de la promesa, Abraham miraba más allá,
"a la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y
constructor es Dios" (ver. 10). Es evidente que esto no puede
referirse a la Jerusalén terrenal, pero el lenguaje parece
apuntar a alguna ciudad bien conocida descrita así.
Pero, ¿a cuál otra ciudad puede estarse aludiendo que no sea la
ciudad descrita en Apocalipsis como "teniendo doce
fundamentos", "la ciudad del Dios viviente", la Jerusalén
celestial? La correspondencia no puede ser accidental, y
proporciona más que una presunción de que cualquiera que haya
escrito la Epístola a los Hebreos haya leído la descripción de
la Nueva Jerusalén en Apocalipsis. No es una ciudad,
sino la ciudad; no es la que tiene fundamentos, sino "los
fundamentos", una ciudad particular y bien conocida.
Pero volvamos. La
confesión de los padres de que eran extranjeros y peregrinos en
la tierra era una declaración de su fe en la existencia de una
"patria mejor", "los que esto dicen, claramente dan a entender
que buscan una patria", no cualquier patria terrenal, sino "una
mejor", esto es, "una celestial" (vers. 14,16).
Esta fe en una herencia futura y celestial, que ellos veían sólo
"de lejos" era verdadera, no sólo en relación con Abraham,
Isaac, y Jacob, sino en relación con la compañía entera de los
antiguos creyentes (ver. 39). Ni uno sólo de ellos recibió el
cumplmiento de aquella divina promesa que su fe había abrazado:
"todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediamte la
fe, no recibieron lo prometido" (ver. 39).
Este es un hecho
que vale la pena considerar. Hasta ese momento, de acuerdo con
el autor de esta epístola, los santos del Antiguo Testamento
habían estado esperando, y todavía esperaban, el cumplimiento de
la gran promesa que Dios había hecho a Abraham y a su simiente,
y todavía no habían recibido la herencia, ni habían entrado en
la patria mejor, ni habían visto la ciudad construida por Dios,
que tenía fundamentos. ¿Cómo era esto? ¿Cuál podría ser la causa
de la larga demora? ¿Qué obstáculo les impedía la entrada al
pleno goce de su herencia? La pregunta ha sido anticipada y
contestada. "Aún no se había manifestado el camino al Lugar
Santísimo", como lo indicaba la continuada existencia del templo
y sus servicios (cap. 9:8). El acceso al lugar de santidad y
privilegio no se permitió sino hasta que se hubo abierto el
camino mediante el sacrificio expiatorio de Cristo, el gran Sumo
Sacerdote, el Mediador del nuevo pacto; no podía conferir un
título perfecto a sus súbditos por el cual pudieran ser
admitidos para entrar en posesión de la herencia (cap. 9:9). El
mero ritual no podía quitar las barreras que el pecado había
erigido entre Dios y el hombre; y por lo tanto no había entrada,
ni siquiera para los fieles bajo el antiguo pacto, en los plenos
privilegios de la condición de santos e hijos. Pero esta barrera
fue quitada por el sacrificio perfecto del gran Sumo Sacerdote.
"El Mediador del nuevo pacto", mediante la ofrenda de sí mismo a
Dios, redimió las transgresiones cometidas bajo el pacto
antiguo, o la economía mosaica, librando así a los súbditos de
aquel pacto de sus incapacidades, y haciéndole competente para
que los escogidos "recibieran la promesa de la herencia eterna"
(cap. 9:11-15).
El argumento de la
epístola, pues, requiere suponer que, hasta que el sacrificio
expiatorio de la cruz fue ofrecido, la bienaventuranza de los
santos del Antiguo Testamento estaba incompleta. En este
sentido, estaban en desventaja en comparación con los creyentes
bajo el nuevo pacto. Estos últimos fueron en seguida puestos en
posesión de aquello para lo cual los primeros tuvieron que
esperar largo tiempo. La superioridad de los creyentes ahora,
bajo la dispensación cristiana, sobre los creyentes bajo la
anterior dispensación, es un punto fuerte en el argumento.
Nosotros, dice el escritor, no tenemos ningún período de demora
prolongado interpuesto entre nosotros y la herencia prometida;
"nos hemos acercado a ella"; "estamos entrando en ella"; "Dios
ha provisto alguna cosa mejor para nosotros, para que
no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros". Es
decir, los antiguos creyentes no sólo no tenían ninguna
precedencia sobre los cristianos en el disfrute de la herencia
prometida, sino que tuvieron que esperar largo tiempo, hasta que
llegara la plenitud del tiempo en que, habiendo abierto Cristo
el camino hacia el Lugar Santísimo, pudiesen entrar, junto
con nosotros, en posesión de la herencia prometida.
Es apenas
necesario preguntar: ¿Qué esta herencia prometida de la cual
tanto se habla aquí, y que los santos del Antiguo Testamento
esperaban en fe? Incuestionablemente, es la que Dios prometió a
Abraham, Isaac, y Jacob (ver. 9); la que los patriarcas miraron
de lejos (ver. 13); aquélla en la cual sus ilustres sucesores
creyeron pero que nunca recibieron (ver. 19). Es "la promesa de
la herencia eterna" (cap. 9:15); "la esperanza puesta delante de
nosotros" (cap. 6:18); "la ciudad con fundamentos" (cap. 11:10);
"una mejor, esto es, celestial" (cap. 11:16); "un reino
inconmovible" (cap. 12:28). Es en realidad la verdadera Canaán;
la tierra prometida; "el reposo de Dios"; "el reposo que queda
para el pueblo de Dios" (cap. 4:9). Es algo de lo cual el
escritor habla de principio a fin. Regrese el lector en sus
pensamientos al capítulo cuarto, donde primero comienza la
discusión con respecto al prometido reposo. Evidentemente, aquel
"prometido reposo" es idéntico a la "tierra prometida", y la
"tierra prometida" es idéntica a "la herencia prometida"; y
todas estas diferentes designaciones - ciudad, patria, reino,
herencia, promesa - significan una y la misma cosa. La Canaán
terrenal no era el todo, no era la realidad, sino sólo el
símbolo de la herencia que Dios prometió a Abraham y a su
simiente. Esa promesa, lejos de haberse cumplido exhaustivamente
mediante la posesión de la tierra bajo Josué, era todavía
mantenida en reserva para el pueblo de Dios. Pero ahora había
llegado el tiempo en que la herencia estaba a punto de ser
entronizada y disfrutada, y los creyentes del pacto antiguo,
junto con los del nuevo, habían de entrar en seguida y juntos en
el reposo prometido.
Hay una notable
correspondencia entre el argumento contenido en este pasaje y
las afimaciones de Pablo en sus epístolas a los gálatas y a los
romanos, que sirve para arrojar luz adicional sobre todo el
tema, pero también para probar cuán enteramente paulino
es el argumento de Hebreos. Seleccionamos algunos de los
principales pensamientos en Gál. 3 a manera de ilustración.
Ver. 16.
"Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su
simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos,
sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo".
Ver. 18.
"Porque si la herencia es por la ley, ya no es por la promesa;
pero Dios la concedió a Abraham mediante la promesa".
Ver. 19.
"Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las
transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue
hecha la promesa", etc.
Ver. 22.
"Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la
promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los
creyentes".
Ver. 23.
"Pero antes que viniese la fe, estábamos confinados bajo la
ley, encerrados para aquella fe que iba a ser revelada".
Ver. 29. "Y
si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham
sois, y herederos según la promesa".
Ahora bien,
haciendo lugar para la diferencia en el propósito que Pablo
tiene en mente al escribir a los gálatas, se verá cuán
notablemente apoyan sus afirmaciones las de la Epístola a los
Hebreos.
1. En ambas encontramos el mismo tema:
la herencia prometida.
2. En ambas se admite que la herencia no fue
realmente poseída y
disfrutada por aquellos a
quienes se prometió primero.
3. En ambas se muestra que el cumplimiento de la
promesa fue
suspendido hasta la venida de
Cristo.
4. En ambas se muestra que este acontecimiento (la
venida de Cristo)
produjo un cambio en la
situación de los que esperaban esta
herencia.
5. En ambas se argumenta que la fe es la condición
para heredar la
promesa.
6. En ambas se asegura que por fin ha llegado el
tiempo en que está a
punto de realizarse la
verdadera posesión de la herencia.
Muy similar es el alcance del argumento en la
Epístola a los Romanos:
Rom. 4:13.
"Porque no por la ley fue dada a Abraham o a su descendencia la
promesa de que sería heredero del mundo [tierra, kosmoz = gh],
sino por la justicia de la fe".
Ver. 16.
"Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que
la promesa sea firme para toda su descendencia; no solamente
para la que es de la ley, sino también para la que es de la fe
de Abraham, el cual es padre de todos nosotros".
Rom. 5:1,2.
"Justificados, pues, por la fe tenemos paz para con Dios por
medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos
entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y
nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios".
En estos versículos encontramos:
1. La misma herencia prometida
(ver. 13).
2. La misma condición para la posesión de ella, es
decir, la fe (ver. 2).
3. La suspensión del cumplimiento de la promesa
durante el período de
la ley (vers. 14,16).
4. La entrada de los creyentes bajo la
dispensación cristiana en el estado
de privilegio y herencia (cap.
5:2).
5. La expectación de la plena posesión de la
herencia. "Nos gloriamos
en la esperanza de la gloria de
Dios" (cap. 5:2).
Tomando juntos todos estos pasajes, podemos deducir
de ellos las siguientes conclusiones:
<>1. Que el gran objeto de la fe y la esperanza
establecidas tan constantemente en las
Escrituras como la consumación de la felicidad de los creyentes tanto bajo el Antiguo como del Nuevo
Testamento es uno y el mismo; y, ya sea
que se le llame "la tierra prometida", "la herencia prometida",
"el reino de Dios", "la gloria que ha de ser revelada", "el reposo de Dios", "la esperanza puesta
delante de nosotros", todas estas
expresiones significan una y la misma cosa y apuntan a una recompensa celestial, no terrenal.
2. Que este era el verdadero significado de la
promesa hecha a Abraham.
3. Que el
cumplimiento de esta promesa no podía tener lugar hasta que
apareciese la verdadera "simiente" de Abraham y
se ofreciese el sacrificio de la cruz.
4. Que los
santos del Antiguo Testamento tuvieron que esperar hasta entonces, antes de que pudiesen recibir la herencia
prometida - esto es, antes de que
pudiesen entrar en plena posesión y disfrute del estado celestial.
5. Que los santos del Nuevo Testamento tenían esta ventaja sobre
sus predecesores - no tuvieron que
esperar la realización de su esperanza.
6. Que los
santos del Antiguo Testamento, y los creyentes del Nuevo,
habían de entrar al mismo tiempo en posesión de
la herencia; no "ellos sin nosotros",
ni "nosotros sin ellos", sino simultáneamente (Heb. 11:40).
Es evidente, sin
embargo, que el escritor de la Epístola a los Hebreos no
consideraba que ni los santos del Antiguo Testamento ni los del
Nuevo habían entrado todavía en posesión de la herencia. El
mismo propósito y la misma meta de todas sus exhortaciones y
apelaciones a los creyentes hebreos es advertirles contra el
peligro de abandonar la herencia a causa de apostasía, y
animarles a estar firmes y a perseverar para que pudieran
recibir la promesa. "Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún
la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no
haberlo alcanzado" (Heb. 4:1). "Porque os es necesaria la
paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios,
obtengáis la promesa" (Heb. 10:36). No era suya todavía, pues,
en posesión verdadera; pero todo el argumento implica que estaba
muy cerca, tan cerca que casi se podía decir que estaba al
alcance de la mano. "Los que hemos creído entramos en el
reposo" (Heb. 4:3). "Porque aún un poquito, y el que ha de venir
vendrá, y no tardará" (Heb. 10:37). Esto indica claramente el
período de la esperada entrada en la herencia: es la parusía;
"la venida del Señor"; el día largamente esperado; la plenitud
del tiempo, cuando los santos del AT y los del NT entraran
simultáneamente en posesión de la herencia prometida; la tierra
del reposo; la ciudad con fundamentos; la patria mejor, esto es,
la celestial; el reino inamovible; "la herencia incorruptible,
incontaminada, inmarcesible, reservada en los cielos para
vosotros".
Pero, puede objetarse: Si ya ha venido la simiente "a quien
fueron hechas las promesas"; si ya se ofreció el sacrificio del
Calvario; si el gran Sumo Sacerdote ha rasgado el velo y quitado
el muro; si se ha abierto el camino al Lugar Santísimo, ¿no se
sigue que la posesión de la herencia sería otorgada
inmediatamente a los santos del AT, y que ellos entrarían en el
reposo prometido junto con el Redentor resucitado y triunfante?
Este es el punto
de vista que han adoptado muchos teólogos, que fijan la
resurrección de Cristo como el período de avance y de gloria de
los santos del AT. Pero es claro que la doctrina apostólica fija
ese período en la parusía, y esto por la razón dada en la
epístola a los Hebreos (cap. 10:12,13). Aunque el gran Sumo
Sacerdote había ofrecido su único sacrificio por el pecado;
aunque se había sentado a la diestra de Dios, su triunfo todavía
no había llegado plenamente. Todavía estaba "esperando de ahí en
adelante a que sus enemigos fuesen puestos por estrado de sus
pies". Al mismo efecto es la declaración de Pablo en 1 Cor.
15:22. La consumación se alcanza en etapas sucesivas; primera,
la resurrección de Cristo; después, los que son de Cristo, en su
venida; luego, "el fin". El edificio no fue coronado sino hasta
la parusía, cuando el Hijo del hombre vino en su reino, y sus
enemigos fueron puesto bajo sus pies. Esa fue la consumación, el
fin, cuando el gobierno mesiánico delegado habría de cesar; lo
ceremonial, local, y temporal habría de fundirse con lo
espiritual, universal, y eterno; cuando Dios fuese revelado como
el Padre, no de una nación, sino del hombre; cuando todas las
distinciones seccionales y nacionales fuesen abolidas, y "Dios
fuese todo en todos".
Mientras tanto,
cuando esta epístola se escribió, el sistema mosaico parecía
intacto: "el tabernáculo exterior" todavía estaba en pie; el
judaísmo, aunque era un tronco hueco, cuyo corazón se había
deteriorado totalmente, todavía tenía una semblanza de vigor,
pero había llegado la hora en que la economía entera habría de
ser suprimida. Un diluvio de ira estaba a punto de derramarse
sobre la tierra y abrumar la ciudad, el templo, y la nación; el
juicio de los impenitentes y el pueblo apóstata tendría lugar, y
los santos del AT, con los creyentes en Cristo, juntos
"entrarían en el reposo" y "heredarían el reino preparado para
ellos desde la fundación del mundo".
Cuando recordamos
que, de acuerdo con algunos expositores, esta epístola se
escribió en el umbral de la gran guerra judía que terminó en la
destrucción de Jerusalén; o, según otros, después de su
estallido, podemos concebir cuán intensa expectación debe haber
producido en los corazones cristianos aquella crisis que se
aproximaba. La largamente esperada consumación ahora no era
cuestión de años, sino de meses o días.
Antes de dejar
este interesante pasaje es apropiado hacer alusión a las
opiniones de algunos de los más eminentes expositores en
relación con él.
El profesor Stuart
pierde el camino por completo. Declara a Heb. 11:40 "un
versículo extremadamente difícil, sobre cuyo significado ha
habido multitud de conjeturas", y expresa su opinión de que "la
cosa mejor" reservada para los cristianos no es una
recompensa en el cielo; porque tal recompensa se les ofreció
también a los santos de la antigüedad.
"Tengo, pues", añade, "que adoptar
otra exégesis del pasaje entero, que refiere epaggelian [la
promesa] a la prometida bendición del Mesías. Interpreto,
pues, el pasaje entero de esta manera: Los santos de la
antigüedad perseveraron en su fe, aunque el Mesías les era
conocido sólo por la promesa. Nosotros estamos más
obligados que ellos a perseverar: porque Dios ha cumplido su
promesa con respecto al Mesías, colocándonos en una condición
mejor adaptada a la perseverancia que ellos. Tanto es nuestra
condición preferible a la de ellos que hasta podemos decir
que, sin la bendición de que disfrutamos, su felicidad no
podría haberse completado. En otras palabras, la venida del
Mesías era esencial para la consumación de su felicidad en
gloria, es decir, era necesaria para su teleiosiz".
Se verá que Stuart
confunde por completo lo que quiere decir el escritor. La
epaggelia no es el Mesías, sino la herencia, la promesa
de entrar en el reposo. Además, no capta la relación del tema
con el tiempo entonces presente, y que toda la fuerza del
argumento reside en el hecho de que estaba cercano el momento en
que la gran promesa de Dios se cumpliría.
El Dr. Alford aprehende el argumento mucho más claramente, pero
no capta el sentido preciso del todo. Cuán cerca está de
aproximarse a la verdadera solución de la dificultad puede verse
en la siguiente nota:
"El escritor implica, como de hecho
parece atestiguarlo el cap. 10:14, que el advenimiento y la
obra de Cristo han cambiado el estado de los padres y los
santos del AT en una bendición mayor y más perfecta, una
inferencia que nos impone la Escritura en muchos otros
lugares. De modo que su perfección dependía de nuestra
perfección; su perfección y la nuestra fueron introducidas al
mismo tiempo, cuando Cristo 'por una sola ofrenda perfeccionó
para siempre a los santificados'. De manera que el resultado
con relación a ellos es que sus espíritus, desde el tiempo en
que Cristo descendió al Hades y ascendió al cielo, disfrutan
de la bienaventuranza celestial, y esperan, junto con todos
los que han seguido a su glorificado Sumo Sacerdote dentro del
velo, la resurrección de sus cuerpos, la regeneración, la
renovación de todas las cosas".
Esta explicación,
aunque en algunos respectos no está lejos de la verdad, es
inconsistente con las afirmaciones de la epístola, pues supone
que los santos del AT todavía esperan su completa
felicidad, y reducen hasta a los creyentes del NT a la misma
condición de espera de una consumación todavía futura.
¿Qué sucede, entonces, con kreittonti, la "alguna cosa mejor"
que Dios, según el escritor, había provisto para los cristianos?
La ventaja a la que él tanta importancia le da desaparece por
completo. Y si la parusía nunca tuvo lugar, los creyentes del NT
no tienen ninguna ventaja en absoluto sobre los santos de la
antigüedad.
El Dr. Tholuck hace las siguientes observaciones
sobre el estado de los santos que han partido antes del
advenimiento de Cristo:
"Los santos del AT se reunieron con
los padres, y quizás fueron en parte trasladados a una esfera
superior de vida; pero, como la salvación completa sólo se
alcanza por medio de la unión con Cristo, cuyo Espíritu, que
mora en el interior, vivificará también nuestros cuerpos
recién glorificados, así también los padres que se reunieron
con Dios tuvieron que esperar el advenimiento de Cristo, como
Él mismo dijo de Abraham, que se regocijó de ver Su día".
Es curioso encontrar varias opiniones similares
expresadas por el Dr. Owen en su tratado sobre Hebreos (vol. 5, p.
311):
"Creo que los padres que murieron bajo
el AT tenían una admisión más cercana a la presencia de Dios
que aquella de la cual habían disfrutado antes. Estaban en el
cielo delante del santuario de Dios, pero no eran admitidos
del velo adentro, al Lugar Santísimo, donde todos los consejos
de Dios se muestran y están representados".
Mucho de lo que es
verdad está mezclado aquí con algo erróneo. Todas estas
opiniones concuerdan en la conclusión de que la obra redentora
de Cristo tuvo una poderosa influencia sobre el estado de los
creyentes del AT; pero ninguna de ellas aprehendió el hecho, tan
legiblemente escrito sobre la faz de esta epístola, de que no
fue sino hasta que el entramado externo del judaísmo fue
barrido, y Cristo había venido en su reino, que la herencia
prometida fue abierta para los creyentes, bien del AT o del NT,
y que la parusía fue el tiempo señalado para que ambos grupos
entraran juntos en posesión del "reposo de Dios".
LA GRAN CONSUMACIÓN
ESTÁ CERCANA
Contraste entre la
situación de los cristianos hebreos
y la de los israelitas en Sinaí
Heb.
12:18-24. "Porque no os habéis acercado al
monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la
oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, al sonido de la
trompeta, y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron
rogaron que no se les hablase más, porque no podían soportar
lo que se ordenaba: Si aun una bestia tocare el monte, será
apedreada, o pasada con dardo; y tan terrible era lo que se
veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y temblando; sino que
os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios
vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares
de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están
inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los
espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador
del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la
de Abel".
En este pasaje
tenemos una poderosa exhortación a la firmeza en la fe,
reforzada por un vívido paralelo, o más bien, contraste, entre
la situación de sus antepasados hebreos mientras permanecían de
pie temblando ante el monte Sinaí, y la posición ocupada por
ellos mismos, de pie, por decirlo así, teniendo delante el monte
de Sion y todas las glorias de la herencia prometida. Lo cierto
es que, en esta representación, hay tanto un paralelo como un
contraste. La semejanza reside en la cercanía del objeto
- la reunión con Dios. Como los israelitas en el monte Sinaí,
los cristianos hebreos se habían acercado [proselhluqate] al
monte de Sion; como sus padres, habían estado cara a cara con
Dios. Pero, en otros respectos, había un fuerte contraste en sus
circunstancias. En el monte Sinaí, todo era terrible y
espantoso; en el monte de Sion, todo era adorable y atractivo. Y
esta era la perspectiva que ahora tenían delante suyo. Unos
pasos más, y estarían en medio de aquellas escenas de gloria y
de gozo, a salvo en la tierra prometida. No puede haber dudas
con repecto a la identidad de la escena que aquí se describe: es
una visión cercana de la "herencia", "el reposo de Dios", tan
constantemente presentada en esta epístola como el ultimátum del
creyente - una vez contemplada, de lejos, por patriarcas,
profetas, y santos de la antigüedad, pero ahora visible para
todos y dentro de unos días de marcha - "la ciudad con
fundamentos", "la patria mejor, a saber, la celestial".
Aquí se presenta una pregunta interesante. ¿De qué fuente
extrajo el escritor esta vívida descripción de la herencia
celestial? Por supuesto, es fácil decir: Es un pronunciamiento
original del Espíritu, que habló a los profetas. Pero el autor
de la epístola evidentemente escribe como si los cristianos
hebreos supiesen y estuviesen familiarizados con las cosas de
las cuales él habla. Es evidente que el cuadro del monte Sinaí y
sus circunstancias acompañantes se derivan del libro de Éxodo; y
si encontramos los materiales para el cuadro del monte Sinaí
listos y a la mano en cualquier libro particular del NT, no es
incorrecto suponer que la descripción fue tomada de allí. Ahora
bien, la verdad es que encontramos cada uno de los elementos de
esta descripción en el libro de Apocalipsis; y cuando el lector
compara cada característica separada de la escena presentada en
la epístola con su contraparte en el Apocalipsis, le será fácil
juzgar si la correspondencia puede o no puede ser sincera, y
cuál es el cuadro original:
Monte de Sion - Apoc.
14:1
La ciudad del Dios viviente - Apoc. 3:12; 21:10
La Jerusalén celestial - Apoc. 3:12; 21:10
La innumerable compañía de ángeles - Apoc. 5:11;
7:11
La asamblea general y la iglesia de los
primogénitos, etc. - Apoc. 3:12; 7:4; 14:1-4
Dios, el Juez de todos - Apoc. 20:11,12
Los espíritus de los justos hechos perfectos - Apoc.
14:5
Jesús, el mediador del nuevo pacto - Apoc. 5:6-9
La sangre del rociamiento - Apoc. 5:9
Mirando la exacta correspondencia entre las representaciones de
la epístola y las de Apocalipsis, parece imposible resistir la
conclusión de que el escritor de esta epístola tenía en mente
las descripciones de Apocalipsis; y su lenguaje presupone el
conocimiento de ese libro por parte de los cristianos hebreos.
Esta conclusión conlleva la inferencia de que Apocalipsis se
escribió antes de la Epístola a los Hebreos, y en consecuencia,
antes de la destrucción de Jerusalén. Nos encontraremos con el
tema nuevamente cuando entremos a considerar el libro de
Apocalipsis; mientras tanto, baste observar que tanto en esta
epístola como en Apocalipsis los acontecimientos que se narran
son considerados tan cercanos como para describirlos como
realmente actuales; en la epístola, la iglesia militante se ve
como que ya ha llegado a la herencia, y en Apocalipsis las cosas
que han de suceder pronto se ven como hechos consumados.
LA CERCANÍA Y LO FINAL
DE LA CONSUMACIÓN
Heb.
12:25-29. "Mirad que no desechéis al que habla.
Porque si no escaparon aquellos que desecharon al que los
amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desecháramos
al que amonesta desde los cielos. La verdad del cual conmovió
entonces la tierra, pero ahora ha prometido, diciendo: Aún una
vez, y conmoveré no solamente la tierra, sino también el
cielo. Y esta frase: Aún una vez, indica la remoción de las
cosas movibles, como cosas hechas, para que queden las
inconmovibles. Así que, recibiendo nosotros un reino
inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a
Dios agradándole con temor, porque nuestro Dios es fuego
consumidor".
El paralelo, o más
bien el contraste, entre la situación de los antiguos israelitas
que se acercaron a Dios en Sinaí y la de los cristianos hebreos
que esperaban la parusía es llevado aún más adelante aquí con el
propósito de instar a los últimos a soportar y a perseverar. Si
era peligroso desestimar las palabras habladas desde el Monte
Sinaí - la voz de Dios por boca de Moisés - cuánto más peligroso
es dar la espalda a Aquél que habla desde el cielo, la voz de
Dios por medio de su Hijo. La voz desde el Sinaí estremeció la
tierra (Éx. 19:18; Sal. 68:8); pero una convulsión más terrible
estaba cerca, por medio de la cual, no sólo la tierra, sino
también el cielo, habrían de ser removidos finalmente y para
siempre.
Pero, ¿qué es este inminente y final "conmover y
remover la tierra y el cielo"? Según Alford,
"Es claramente
erróneo entender, con algunos intérpretes, esta conmoción como
el mero derrumbe del judaísmo delante del evangelio, o de
cualquier otra cosa que se cumplirá durante
la economía cristiana, excepto su glorioso fin y
su glorioso cumplimiento".
Al mismo tiempo, admite que:
"El período que transcurre [antes de que
este zarandeo tenga lugar] no será sino uno, sin admitir que se
divida en muchos; y ese uno es corto".
Pero, si es así, seguramente la catástrofe debe
haber sido inmediata porque, sobre la suposición de que pertenece
al futuro distante, el intervalo debe ser por necesidad muy largo,
y divisible en muchos períodos, como años, décadas, siglos, y
hasta milenios.
El comentario de Moses Stuart es mucho más al
punto:
"Que el pasaje respeta los cambios que
serían introducidos por la venida del Mesías, y la nueva
dispensación que Él iniciaría, es evidente por la lectura de
Hageo 2:7-9. Tal lenguaje figurado es frecuente en la
Escritura, y denota grandes cambios que han de tener lugar.
Así lo explica el apóstol, en el mismo versículo siguiente.
(Comp. Isa. 13:13; Hageo 2:21, 22; Joel 3:16; Mat. 24:29-37).
La clave para la
interpretación de este pasaje se encuentra en la profecía de
Hageo. Al comparar los símbolos proféticos en ese libro, se verá
que el "hacer temblar el cielo y la tierra" es evidentemente
emblemático y sinónimo de "trastornar tronos, destruir reinos",
y revoluciones sociales y políticas y similares (Hageo 2:21,22).
Tales tropos y metáforas son los mismos elementos de la
descripción profética, y sería absurdo insistir en el
cumplimiento literal de tales figuras. Constantemente se usan
prodigios y convulsiones para expresar grandes revoluciones
sociales o morales. Que los que encuentran difícil creer que la
abrogación de la dispensación mosaica pueda ser prefigurado en
lenguaje de tan tremenda sublimidad consideren la magnificencia
del lenguaje empleado por profetas y salmistaspara describir su
introducción. (Véase Sal. 68:7,8,16,17; 114:1-8; Habacuc 3:1-6).
Entonces, ¿qué es la gran catástrofe representada simbólicamente
como sacudir los cielos y la tierra? Sin duda es el
derribamiento y la abolición de la dispensación mosaica, o pacto
antiguo; la destrucción de la iglesia y el estado judíos, junto
con todas sus instituciones y ordenanzas. Había "cosas
celestiales" que pertenecía a aquella dispensación: las leyes, y
estatutos, y ordenanzas, que eran divinos en su origen, y que
podrían llamarse correctamente "el bagaje espiritual"
del judaísmo - éstos eran los cielos, que habrían de ser
conmovidos y removidos. Había también las "cosas terrenales": la
Jerusalén literal, el templo material, la tierra de Canaán -
éstas eran la tierra, que de la misma manera debía ser
conmovida y removida. En realidad, estos símbolos equivalen a
los que empleó nuestro Señor cuando predijo el destino de
Israel. "Inmediatamente después de la tribulación de aquellos
días [los horrores del sitio de Jerusalén], el sol se
oscurecerá, y la luna no dará su lumbre, y las potencias de los
cielos serán conmovidas" (Mat. 24:29). Ambos pasajes se
refieren a la misma catástrofe y emplean figuras muy similares;
además de lo cual tenemos la autoridad de nuestro Señor para
fijar el acontecimiento y el período del cual Él habla dentro de
los límites de la generación que entonces existía; es decir, las
referencias sólo pueden ser al juicio de la nación judía y la
abrogación de la economía mosaica en la parusía.
Aquel gran
acontecimiento debía preparar el camino para un nuevo y superior
orden de cosas. Un reino que no puede ser conmovido habría
reemplazar las instituciones materiales y mutables que eran
imperfectas en su naturaleza y temporales en su duración; lo
material daría lugar a lo espiritual; lo temporal a lo eterno; y
lo terrenal a lo celestial. Esta era con mucho la mayor
revolución que el mundo hubiese presenciado jamás. Trascendía
con mucho en importancia y grandeza hasta la entrega de la ley
en el monte Sinaí; y como ella, estuvo acompañada por terribles
señales y maravillas, convulsiones físicas, y fenómenos
portentosos. Era adecuado que prodigios similares, y aún más
terribles, acompañaran su abrogación y la apertura de una nueva
era. Que tales portentos precedieron realmente a la destrucción
de Jerusalén no tenemos dificultad en creerlo; primero,
basándonos en la analogía; segundo, por el testimonio de Josefo;
y, sobre todo, por la autoridad del discurso profético de
nuestro Señor.
Pero no es tanto a
cualquier nueva era sobre la tierra como al glorioso reposo y la
gloriosa recompensa del pueblo de Dios en el estado celestial a
lo que el autor de la epístola dirige la esperanza de los
cristianos hebreos. En aquel reino eterno los fieles siervos de
Cristo creían que estaban a punto de entrar, y ninguna
consideración estaba más calculada para fortalecer a los débiles
y confirmar a los vacilantes. "Así que, recibiendo nosotros un
reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos
a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios
es fuego consumidor".
EXPECTATIVA DE LA
PARUSÍA
Heb. 13:14.
"Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la
por venir".
Bien dice Alford:
"Este versículo llega al lector con un
tono solemne, considerando cuán corto fue el tiempo que duró en
realidad la menousapoliz [ciudad duradera], y cuán pronto la
destrucción de Jerusalén puso fin al sistema judío, que se
suponía sería tan duradero".
Esto es
irreprochable, y podemos decir: "¡O si sic omnia!". El
comentarista ve claramente en este caso la relación entre el
lenguaje del escritor y las circunstancias verdaderas de los
hebreos. Este principio habría sido una guía segura en otros
casos en que nos parece que a él se le escapó por completo el
punto principal del argumento. Los cristianos a quienes se
escribió la epístola habían arribado a la escena final del
sistema judío; la catástrofe final estaba cerca. Oyeron el
llamado: "Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis
partícipes de sus plagas". Jerusalén, la ciudad santa, con su
templo sagrado, sus torres y palacios, sus muros y baluartes, ya
no era una "ciudad duradera"; estaba a punto de ser "conmovida y
removida". Pero el santo hebreo podía ver, más allá de sus
lágrimas, otra Jerusalén, la ciudad del Dios viviente; un hogar
duradero y celestial, muy cerca, y "bajando", como si fuera "del
cielo". Esta era la ciudad venidera [thnmellousan = la ciudad
que pronto vendría], a la cual alude el escritor, y que
él creía que ellos estaban a punto de recibir. (Heb. 21:28).