LA PARUSÍA
o
La Segunda Venida de
Nuestro Señor
James Stuart
Russell
(1816-1895)
Tomado de The
Preterist
Archive
LA PARUSÍA
EN LAS EPÍSTOLAS APOSTÓLICAS
2-11. LA PARUSÍA EN
LAS EPÍSTOLAS A LOS CORINTIOS
Se cree que las
dos epístolas a la iglesia de Corinto fueron escritas en el
mismo año (57 D. C.). El contenido es más variado que el de las
Epístolas a los Tesalonicenses, pero encontramos muchas
alusiones a la esperada venida del Señor. Esa era la consumación
a la cual, según Pablo, se apresuraban todas las cosas, y la que
esperaban ansiosos todos los cristianos. Está representada como
el día decisivo en que todas las dudas y dificultades del
presente se resolverían y todas sus injusticias serían
corregidas. Que este gran acontecimiento era considerado por el
apóstol como inminente queda implícito en cada alusión al tema,
mientras que en varios pasajes se afirma expresamente en otras
tantas palabras.
LA PRIMERA EPÍSTOLA A
LOS CORINTIOS
ACTITUD DE LOS
CRISTIANOS DE CORINTO
EN RELACIÓN CON LA PARUSÍA
1 Cor. 1:7, 8.
"... esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, el
cual también os confirmará hasta el fin, para que seáis
irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo".
La actitud de
expectación en que estaban los corintios se indica aquí
claramente, aunque es expresada débilmente a través de la
traducción "esperando". La frase usada por el apóstol es la
misma de Romanos 8:19, donde la creación entera es representada
como "gimiendo con dolores de parto esperando la manifestación
de los hijos de Dios" []. Conybeare y Howson traducen:
"Esperando ansiosamente el tiempo en que nuestro Señor
Jesucristo sea revelado a la vista". Esta actitud implica
claramente que se entendía que el objeto esperado estaba cerca;
pues es obvio que, si estuviese a gran distancia, la espera
ansiosa y anhelante sólo terminaría en un amargo desengaño.
Puede preguntarse: ¿No esperaban el día de Cristo los santos del
Antiguo Testamento? ¿No se regocijó Abraham de ver el día de Él,
y no era aquella una esperanza distante? Cierto, pero a los
santos del Antiguo Testamento no les fue dado en ninguna parte
entender que la primera venida de Cristo tendría lugar en sus
propios días, ni dentro de los límites de su propia generación,
ni se les instaba y exhortaba a velar constantemente, esperando
y anhelando la venida del Señor. No tenemos ninguna razón en
absoluto para suponer que sus mentes estaban constantemente en
tensión, y que sus ojos se esforzaban ansiosamente esperando el
advenimiento, como sucedía con los cristianos de la era
apostólica. El caso del anciano Simeón es el paralelo correcto
de los primeros cristianos. Se le reveló que no vería muerte
sino hasta que hubiese visto al ungido del Señor; esperaba,
pues, "la consolación de Israel". De la misma manera, se les
reveló a los cristianos de la era apostólica que la parusía
tendría lugar en sus propios días; el Señor había asegurado este
hecho claramente, una y otra vez, a sus discípulos. Así que
ellos acariciaban esta esperanza de vivir para ver el día
anhelado, y tanto más a causa de los sufrimientos y las
persecuciones a que estaban expuestos. Como los tesalonicenses,
consideraban la muerte como una calamidad, porque parecía
frustrar la esperanza de ver al Señor "viniendo en su reino".
Deseaban estar "vivos y quedar hasta la venida del Señor".
Bilroth observa: "La [revelación] se refiere al advenimiento
visible de Cristo, un suceso que Pablo y los creyentes de
aquellos días se imaginaban que tendría lugar dentro del término
de una vida ordinaria, de modo que muchos de ellos estarían
vivos cuando esto ocurriese. Aquí Pablo alaba a los corintios
por esperarlo". Evidentemente, el crítico considera esta opinión
como un engaño. Pero, ¿de dónde derivaban esta esperanza los
cristianos primitivos? ¿No era de la enseñanza de los apóstoles
y de las palabras de Cristo? Decir que era una opinión errada es
asestar un golpe a la autoridad de los apóstoles como
informantes dignos de confianza de las palabras de Cristo y de
los exponentes competentes de su doctrina. Si pudieron
equivocarse tan flagrantemente en un hecho sencillo, ¿qué
confianza puede tenérseles a sus enseñanzas relativas a las
cuestiones más difíciles de doctrinas y deberes?
La confianza expresada por el apóstol de que los cristianos de
Corinto serían confirmados hasta el fin, y de que serían
hallados irreprensibles en el día de nuestro Señor
Jesucristo, recuerda su oración por los tesalonicenses:
"Para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en
santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro
Señor Jesucristo con todos sus santos" (1 Tes. 3:13). Los dos
pasajes son exactamente paralelos en significado, y se refieren
al mismo punto en el tiempo, "el fin", la "parusía". Obviamente,
con "el fin" el apóstol no quiere decir el "fin de
la vida"; no es un sentimiento general como el que
expresamos cuando hablamos de ser "fieles hasta el fin";
tiene un significado definido, y se refiere a un tiempo
particular. Es "el fin" [] de que habló nuestro Señor en su
discurso profético en el Monte de los Olivos (Mat. 24:6, 13,
14). Es "el fin del tiempo" [] de Mateo 13:40, 49). Es "el fin"
[entonces vendrá el fin] (1 Cor. 15:24. Véase también Heb.
3:6,14; 6:11; 9:26; 1 Ped. 4:7). Todas estas formas de expresión
[,,] se refieren a la misma época, es decir, la terminación del
eón judío o la era judía, o sea, la dispensación mosaica. Esto
es señalado por Alford en su nota sobre el pasaje que tenemos
delante: "Hasta el fin", es decir, hasta el , no meramente
"hasta el fin de vuestras vidas". Se refiere, por lo tanto, no a
la muerte, que les llega a diferentes individuos en
momentos diferentes, sino a un suceso específico, no muy
distante, la parusía, o la venida del Señor Jesucristo.
No menos definida
es la frase "el día de nuestro Señor", etc. Las
alusiones a este período en los escritos apostólicos son muy
frecuentes, y todas apuntan a una gran crisis que se aproximaba
rápidamente, el día de redención y recompensa para el sufriente
pueblo de Dios, el día de retribución e ira para los enemigos y
perseguidores de Dios.
EL CARÁCTER JUDICIAL
DEL
"DÍA DEL SEÑOR"
1 Cor. 3:13.-
"La obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la
declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada
uno, sea cual sea, el fuego la probará".
En este pasaje,
hay nuevamente una clara alusión al "día de Señor" como un día
de discriminación entre el bien y el mal, entre lo precioso y lo
vil. El apóstol se compara a sí mismo y compara a sus compañeros
obreros al servicio de Dios con trabajadores empleados en la
construcción de un gran edificio. Ese edificio es la iglesia de
Dios, cuyo único fundamento es Cristo Jesús, fundamento que él
(el apóstol) había echado en Corinto. Luego advierte a cada
obrero que debe mirar bien la clase de material con el cual él
construyó sobre ese único fundamento: es decir, qué clase de
individuos introdujo en la comunidad de la iglesia de Dios.
Venía el día que sometería a prueba la calidad de la obra de
cada uno: debía pasar por una prueba ardiente; y en ese
abrasador escrutinio, los frágiles y los inútiles tendrían que
perecer, mientras que los buenos y los leales permanecerían
incólumes. El constructor imprudente podría ciertamente escapar,
pero su obra sería destruída, y él perdería la recompensa de la
cual habría podido disfrutar si hubiese construido con mejores
materiales.
No puede haber ninguna duda acerca de a qué día se hace
referencia aquí. Es el día de Cristo, la parusía. Se dice que
esto será revelado "por el fuego", y surge la pregunta:
¿Es la expresión literal o metafórica? Se notará que el pasaje
entero es figurado: el edificio, los constructores, los
materiales; podemos concluir, por lo tanto, que el fuego
es figurado también. Las cualidades morales no son probadas de
la misma manera que las substancias materiales. El apóstol
enseña que se acerca un escrutinio material de la obra de la
vida del obrero cristiano. El "que tiene ojos como llama de
fuego" viene para "escudriñar la mente y los corazones, y dar a
cada uno según sus obras" (Apoc. 2:18,23). ¿Cuán claramente se
conectan estas representaciones del "día del Señor" con las
palabras proféticas de Malaquías: "¿Quién podrá soportar el
tiempo de su venida? Porque él es como fuego purificador".
"Porque he aquí viene el día ardiente como un horno, y todos los
soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa" (Mal.
3:2,3; 4:1). De manera semejante, Juan el Bautista representa el
día de la venida de Cristo como "revelado en fuego", "quemará la
paja en fuego que nunca se apagará" (Mat. 3:12). Véase también 2
Tesa. 1:7, 8, etc.
Pero, si alguno
estuviese dispuesto a sostener que aquí el fuego no es
enteramente metafórico, un caso que no es improbable podría
construirse fácilmente. En el punto central donde esa revelación
tuvo lugar, la ciudad y el templo de Jerusalén, la parusía
estuvo acompañada de fuego muy literal. En aquel horno ardiente
en que pereció todo lo que era de lo más venerable y sagrado en
el judaísmo, los hombres pudieron ver muy bien el cumplimiento
de las palabras del apóstol: "aquel día será revelado con
fuego".
Entonces, puesto
que la parusía coincide en un punto del tiempo con la
destrucción de Jerusalén, se sigue que el período de zarandeo y
prueba al que se alude aquí - el día que será revelado en fuego
- es también contemporáneo con aquel suceso. De lo contrario,
por la hipótesis de que este día todavía no ha llegado, somos
llevados a la conclusión de que "la prueba de la obra de cada
uno" no ha tenido lugar todavía; que ningún juicio se ha
pronunciado todavía sobre la obra de Apolos, Cefas, o Pablo, o
de sus compañeros obreros; todavía hay que establecer con qué
clase de material construyó cada uno el templo de Dios; que los
obreros no han recibido su recompensa todavía. Porque el gran
día de prueba no ha llegado todavía, y el fuego no ha probado la
obra de cada uno para saberse de qué clase es. Pero esto es reductio
ad absurdum, y demuestra que tal hipótesis es
insostenible.
EL CARÁCTER
JUDICIALDEL
DÍA DEL SEÑOR
1 Cor. 4:5.
"Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el
Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y
manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada
uno recibirá su alabanza de Dios".
1 Cor. 5:5.
"A fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor".
En estos dos
pasajes, la parusía es representada como un tiempo de
investigación y decisión judiciales. Es el tiempo en que los
caracteres y los motivos serán revelados, y cada uno recibirá su
medida apropiada de alabanza o culpa. El apóstol desaprueba los
juicios apresurados y malinformados, aparentemente no sin alguna
razón personal, y los exhorta a esperar "hasta que venga el
Señor", etc. ¿No implica esto manifiestamente que él pensaba que
ellos no tendrían que esperar mucho? ¿Dónde quedaría la
razonabilidad de su exhortación si no hubiese la expectativa de
vindicación o retribución en los siglos por venir? Es la
consideración misma de que el día ha llegado lo que constituye
la razón para la paciencia ahora.
De manera semejante, el caso del miembro ofensor en la iglesia
de Corinto apunta a un tiempo de retribución que se acercaba
rápidamente. Pablo arguye que el efecto de la disciplina
presente ejercida por la iglesia puede demostrar ser la
salvación del ofensor "en el día del Señor". Ese día, pues, es
el período en que se decide la condenación o la salvación de los
hombres. Pero, suponiendo que el día del Señor no ha llegado, se
deduce que el día de la salvación no ha llegado, ni para el
apóstol mismo, ni para los cristianos de Corinto, ni para el
ofensor a quien Pablo llama a la iglesia para que lo censure.
Todo esto muestra claramente que el apóstol creía y enseñaba la
pronta venida del día del Señor.
CERCANÍA DE LA
CONSUMACIÓN
QUE SE APROXIMA
1 Cor.
7:29-31. "Pero esto digo, hermanos: que el
tiempo es corto; resta, pues, que los que tienen esposa sean
como si no la tuviesen; y los que lloran, como si no llorasen;
y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que
compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan de este
mundo, como si no lo disfrutasen; porque la apariencia de este
mundo se pasa".
Ninguna palabra
podría mostrar más claramente la profunda impresión en la mente
del apóstol de que una gran crisis estaba cerca, una crisis que
afectaría profundamente todas las relaciones de la vida y todas
las posesiones de este mundo. Este lenguaje, como se hablaba en
aquel tiempo, tenía una importancia muy diferente de la que
tiene en estos tiempos. Estas no son las trivialidades
ordinarias acerca de la brevedad del tiempo y la vanidad del
mundo, los clásicos temas comunes de moralistas y teólogos. El
tiempo es siempre corto, y el mundo siempre es vano; pero hay un
énfasis y una urgencia en la afirmación del apóstol que implican
una especialidad en el tiempo que entonces era presente; él
sabía que ellos estaban al borde de una gran catástrofe, y que
todos los intereses y todas las posesiones terrenales eran de
una duración ligera e incierta. No es necesario preguntar cuál
era aquella catástrofe que se esperaba. Era la venida del día
del Señor a la que ya se ha aludido, y cuya cercana aproximación
está implícita en todas sus exhortaciones. Alford expresa
correctamente la fuerza de la expresión: "el tiempo es corto",
es decir, "el intervalo entre ahora y la venida del Señor ha
llegado a un período extremadamente acortado". Pero,
desafortunadamente, sigue adelante y trata la opinión de Pablo
como un error: "Desde que él escribió, el desarrollo de la
providencia de Dios nos ha enseñado más acerca del intervalo
entre la venida del Señor que lo que se le dejó ver aun a un
apóstol inspirado". Cuál podría ser la opinión privada de Pablo
con respecto a la fecha de la parusía, o qué ocurriría cuando
llegase, no lo sabemos, y sería inútil especular; pero tenemos
derecho a concluir que, en su enseñanza oficial (salvo cuando
declara directamente que expresa su propia opinión), él era el
órgano de expresión de una inteligencia mayor que la suya. En
realidad, no somos competentes para decir hasta dónde pueda
haberse extendido el impacto de la tremenda convulsión que tuvo
lugar al "fin del siglo", pero cada uno puede ver que las
exhortaciones del apóstol habrían sido peculiarmente apropiadas
dentro de los límites de Palestina. Al proseguir esta
investigación, el área afectada por la parusía parece crecer y
expandirse; es más que una crisis nacional: se convierte en una
crisis ecuménica. Ciertamente debemos inferir de la
representación de los apóstoles, así como de los dichos del
Maestro, que la parusía tenía un significado para los cristianos
en todas partes, ya sea dentro o fuera de los confines de Judea.
Es más correcto preguntar acerca de la verdadera importancia de
la doctrina de los apóstoles sobre este tema, que suponer que
estaban errados e inventar excusas para su error. Si es un
error, es común a la totalidad de la enseñanza del Nuevo
Testamento, y nos encontraremos con él en los escritos de Pedro
y de Juan, pues ellos, no menos que Pablo, declaran que "el fin
de todas las cosas se acerca", y que "el mundo pasa y sus
deseos" (1 Pedro 4:7; 1 Juan 2:17).
EL FIN DE LOS TIEMPOS
YA HA LLEGADO
1 Cor. 10:11.
"Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas
para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los
fines de los siglos" [a quienes han llegado los fines de los
siglos].
La frase "los
fines de los siglos" [] equivale a "el fin del siglo" [], y a
"el fin" []. Todas se refieren al mismo período, es decir, el
fin de la era, o dispensación, judía, que ahora se acercaba. Se
observará que, en este capítulo, Pablo junta algunos de los
incidentes históricos que tuvieron lugar al comienzo de
aquella dispensación, pues servían de advertencia para los que
vivían cerca de su terminación. Evidentemente, Pablo consideraba
la historia primitiva de la dispensación, especialmente por
cuanto era sobrenatural, como de carácter típico y educativo.
"Estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas
para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines
de los siglos". Esto no sólo afirma el carácter típico de la
economía judía, sino que demuestra que el apóstol la consideraba
a punto de expirar.
Conybeare y Howson tienen la siguiente nota sobre este pasaje:
"La venida de Cristo era "el fin de las edades", es decir, el
comienzo de un nuevo período de en la existencia del mundo. Así
que, casi la misma frase se usa en Hebreos 9:26. Una expresión
similar ocurre cinco veces en Mateo, significando la venida
de Cristo a juicio". Esta nota no distingue con exactitud
cuál venida de Cristo era el fin del siglo. Es la parusía, la
segunda venida, la que es siempre representada así. Se creyó que
ese suceso, pues, estaba cerca cuando se declaró que el fin del
siglo, o de los siglos, había llegado.
Se dice a veces
que el período entero entre la encarnación y el fin del mundo es
considerado en el Nuevo Testamento como "el fin del siglo". Pero
esto tiene una manifiesta incongruencia en el frente mismo.
¿Cómo podría ser el fin de un período ser de larga y prolongada
duración? Especialmente, ¿cómo podría ser el fin mayor que el
período del cual es el fin? Ha transcurrido ya más tiempo desde
la encarnación que el transcurrido desde el momento en que se
dio la ley hasta la primera venida de Cristo; de modo que, según
esta hipótesis, el fin del siglo es mucho más largo que el siglo
mismo. A tales paradojas son conducidos los intérpretes por una
falsa teoría. Pero, así como en una teoría verdadera en la
ciencia, cada hecho encaja fácilmente en su lugar, y apoya a
todo el resto, así también en una teoría verdadera de
interpretación cada pasaje encuentra una fácil solución. y
contribuye con su parte a sostener la corrección del principio
general.
SUCESOS QUE ACOMPAÑAN
A LA PARUSÍA
La resurrección de los
muertos; la transformación de
los vivos; la entrega del reino
Al entrar en esta
grande y solemne porción de la Palabra de Dios, deseamos hacerlo
con profunda reverencia y humildad de espíritu, temiendo
apresurarnos donde los ángeles podrían temer pisar; y
ansiosamente solícitos, "extraer de las palabras inspiradas lo
que hay realmente en ellas, y no poner en ellas nada que no esté
realmente allí".
También, nos
aventuramos a rogar la sinceridad judicial del lector. Puede que
se le haga una demanda de paciencia que al principio
apenas pueda estar preparado para satisfacer. Las antiguas
tradiciones y las opiniones preconcebidas no tienen paciencia
con las contradicciones, y hasta la verdad puede a menudo estar
en peligro de ser desdeñada como tontería sólo porque es
novedosa. El lector puede tener la seguridad de que cada palabra
se expresará con toda honestidad, después de haber agotado todos
los esfuerzos para descubrir el verdadero significado del texto,
y con un espíritu de lealtad y sumetimiento a la suprema
autoridad de las Escrituras. No le toca al intérprete vindicar
los dichos de la inspiración; todo su cuidado debería consistir
en descubrir cuáles son esos dichos.
..........
1 Cor.
15:22-28. "Porque así como en Adán todos
mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada
uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que
son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el
reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio,
toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine
hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies.
Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque
todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice
que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se
exceptúa aquél que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que
todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo
mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para
que Dios sea todo en todos".
Si bien no cae
dentro del ámbito de esta investigación entrar en una exposición
detallada de pasajes que no afectan directamente la cuestión de
la parusía, parece necesario que nos refiramos al estado de
opinión en la iglesia de Corinto que dio ocasión al argumento y
la amonestación de Pablo. La resurrección de Cristo Jesús de
entre los muertos es uno de los grandes testimonios de la verdad
del cristianismo mismo. Si esto es verdad, todo es verdad; si es
falso, la estructura entera cae al suelo. En el breve resumen de
las verdades fundamentales del evangelio, resumen que fue dado
por el apóstol al comienzo de este capítulo, se hizo énfasis
especial en el hecho de la resurrección de Cristo, y en la
evidencia en la cual descansaba. Era "según las Escrituras". Fue
confirmada por el positivo testimonio de testigos presenciales:
"Y apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a
más de quinientos hermanos a la vez", la mayoría de los cuales
estaban vivos todavía cuando el apóstol escribió. Después de
eso, fue visto por Jacobo; luego, por todos los apóstoles. "Y al
último de todos, me apareció a mí". El énfasis puesto en la
palabra apareció no puede dejar de ser subrayada. La
evidencia es irresistible; es demostración ocular, testificada,
no por uno, ni por dos, sino por una multitud de testigos,
hombres que no mentirían, y que no podían ser engañados.
Y, sin embargo, parece que había algunos corintios que decían
que "no hay resurrección de los muertos". Nos parece
incomprensible cómo una negación tal podía ser compatible con un
discipulado cristiano. No se dice, sin embargo, que ellos
cuestionaban el hecho de la resurrección de Cristo, aunque el
apóstol muestra que los principios de ellos conducían a esa
conclusión. Su argumento para ellos es un reductio ad
absurdum. Los pone en un estado de negación en blanco, en
el cual no hay ningún Cristo, ningún cristianismo, ninguna
veracidad apostólica, ninguna vida futura, ninguna salvación,
ninguna esperanza. Han cavado el terreno bajo sus propios pies,
y se han quedado sin un Salvador, en tinieblas y en
desesperación.
Pero, como hemos
dicho, ellos no parecen haber negado el hecho de la resurrección
de Cristo; por el contrario, éste es el argumento pr medio del
cual el apóstol les convence de que su posición es absurda. Si
no hubiesen admitido esto, el argumento del apóstol no habría
tenido ningún poder, ni habrían podido ser considerados
creyentes cristianos en absoluto.
Las epístolas a
los tesalonicenses, sin embargo, arrojan alguna luz sobre este
extraño escepticismo. Una opinión no muy diferente parece haber
prevalecido en Tesalónica. Así, por lo menos, lo inferimos de 1
Tesa. 4:13, etc. Se habían entregado a la desesperación a causa
de la muerte de algunos de sus amigos antes de la venida del
Señor. Parecen haber considerado esto como una calamidad que
excluía a los fallecidos de una participación en las bendiciones
que esperaban a la revelación de Cristo Jesús. El apóstol calma
sus temores y corrige sus errores declarando que los santos que
han partido no sufrirán ninguna desventaja, sino que serán
levantados otra vez a la venida de Cristo, y entrarán, junto con
los vivos, en la presencia y el gozo del Señor.
Esto muestra que
había dudas sobre la resurrección de los muertos en la iglesia
de Tesalónica, así como en la de Corinto; y es muy probable que
estas dudas fueran de la misma naturaleza en ambas iglesias. El
ansioso deseo de todos los cristianos era estar vivos a la
venida del Señor. La muerte, pues, era considerada una
calamidad. Pero no habría sido una calamidad si hubiesen estado
conscientes de que habría una resurrección de los muertos. Esta
era la verdad que, o no sabían, o no creían. Pablo trata la duda
en Tesalónica como ignorancia, en Corinto como error;
y es muy probable que, entre una gente tan engreída y tan
pragmática como los corintios, esta opinión asumiera una forma
más decidida y más peligrosa. Puede observarse también que el
apóstol trata el caso de los tesalonicenses con mucho del mismo
razonamiento con que trata el de los corintios, es decir, con
una apelación al hecho de la resurrección de Cristo: "Si creemos
que Cristo murió y resucitó", etc. (1 Tes. 4:14). Ambos casos,
pues, son muy similares, si no precisamente paralelos. Podemos
imaginar fácilmente que, para los primeros cristianos, que a
menudo sufrían encarnizada persecución, y que observaban
ávidamente esperando la venida del Señor, debe haber sido un
doloroso chasco ser arrebatados por la muerte antes del
cumplimiento de sus esperanzas. Añádase a esto la dificultad que
la idea de la resurrección de los muertos presentaría
naturalmente a los conversos gentiles (1 Cor. 15:35). Era una
doctrina de la cual se burlaban los filósofos de Atenas; que
hizo exclamar a Festo: "Estás loco, Pablo", y que los
científicos de aquel tiempo declararon absurda, una cosa
"imposible hasta para Dios".
Hasta aquí la
probable naturaleza y el probable origen de este error de los
corintios. Al combatirlo, el apóstol atribuye la gloriosa
bienaventuranza de la resurrección a la interposición mediadora
de Cristo. Es parte de los beneficios que surgen de la obra
redentora. Así como el primer Adán trajo la muerte, el segundo
Adán trae la vida; y, como garantía de la resurrección de su
pueblo, Él mismo resucitó de entre los muertos, y se convirtió
en las primicias de la gran cosecha de la tumba.
Pero hay un debido
orden y una debida sucesión en esta nueva vida del futuro. Así
como las primicias preceden y predicen la cosecha, la
resurrección de Cristo precede y garantiza la resurrección de su
pueblo. "Cristo, las primicias, luego los que son de Cristo EN
SU VENIDA".
Esta es una
declaración de lo más importante, y afirma sin ambigüedades lo
que es, de hecho, la enseñanza uniforme del Nuevo Testamento, de
que la parusía debía ser seguida inmediatamente por la
resurrección de los muertos durmientes. Él viene "para despertar
a los que duermen". La primera epístola a los tesalonicenses
proporciona el hiato que el apóstol deja aquí: "Porque el Señor
mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de
Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán
primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos
quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes
para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el
Señor" (1 Tes. 4:16,17).
En el pasaje que
tenemos delante, el apóstol no entra en esos detalles; argumenta
a favor de la resurrección, y se detiene bruscamente en ese
punto en cuanto al presente, añadiendo sólo las significativas
palabras: "Luego el fin" [], como diciendo: "Este es el fin";
"Hecho está"; "El misterio de Dios está consumado".
Pero podemos
aventurarnos a preguntar: "¿Qué es este fin?" No es un término
nuevo, sino una frase familiar con la cual nos hemos encontrado
a menudo antes, y con la cual nos encontraremos a menudo
nuevamente. Si regresamos al discurso profético de nuestro
Señor, encontramos casi las mismas significativas palabras:
"Entonces vendrá el fin" [] (Mat. 24:14), y ellas nos
proporcionan la clave del significado aquí. Contestando la
pregunta de los discípulos: "Dinos, ¿cuándo serán estas cosas, y
qué señal habrá de tu venida, y del fin del mundo?", nuestro
Señor especifica ciertas señales, como la persecución y el
martirio de algunos de los discípulos mismos; el enfriamiento y
la apostasía de muchos; la aparición de falsos profetas y
engañadores; y, por último, la proclamación general del
evangelio por todas las naciones del imperio romano; y "entonces",
declara, "vendrá elfin". ¿Puede haber la más ligera duda
de que el , de la profecía es el , de la epístola? ¿O puede
haber duda de que ambos son idénticos al , en la pregunta de los
discípulos? (Mat. 24:3). Pero hemos visto que esta última frase
se refiere, no al "fin del mundo", ni a la destrucción de la
tierra material, sino al fin de la época, o dispensación, que en
ese momento estaba a punto de expirar. Concluimos, pues, que "el
fin" del cual habla Pablo en 1 Cor. 15:24 es la misma y grande
época que tan continua y prominentemente se mantiene a la vista
tanto en los evangelios como en las epístolas, cuando todo el
sistema civil y eclesiástico de Israel, con su ciudad, su
templo, su nacionalidad, y su ley fueron barridos de la
existencia por una tremenda oleada de juicio.
Esta visión del
"fin", en referencia a la terminación de la economía o era
judía, parece proporcionar una solución satisfactoria de un
problema que ha causado mucha perplejidad a los comentaristas, o
sea, la entrega del reino por parte de Cristo. El
apóstol la expresa dos veces, como uno de los grandes
acontecimientos que acompañan a la parusía, cuando el Hijo,
habiendo puesto bajo sus pies todo dominio, toda autoridad y
potencia "entregue el reino al Dios y Padre" (vers. 24,
28). ¿Qué reino? No hay duda de que es el reino que el Cristo,
el Rey ungido, se encargó de administrar como representante y
vicerregente de su Padre, es decir, el reino teocrático, con
cuya soberanía Él fue solemnemente investido, según la
declaración de Salmos 2: "Pero yo he puesto mi rey sobre Sión,
mi santo monte. Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi
hijo eres tú; yo te engrendré hoy" (Sal. 2:6,7). Esta soberanía
mesiánica, o teocracia, llegó a su fin cuando el pueblo que era
súbdito suyo cesó de ser la nación del pacto; cuando el pacto
fue disuelto de hecho, y la estructura y el aparato enteros de
la administración teocrática fueron abolidos. Qué más razonable
que el Hijo entonces "entregase el reino", habiendo sido
satisfechos los propósitos de su institución, y habiendo sido
reemplazado su limitado carácter local y nacional por un sistema
mayor y universal, el ',' o nuevo orden de un "mejor pacto".
Esta entrega del
reino al Padre en la parusía - al final de la época - está
representada como consecuente con el sometimiento de todas las
cosas a Cristo, el Rey teocrático. Esto no puede referirse a las
conquistas amables y pacíficas del evangelio, la reconciliación
de todas las cosas a Él: el lenguaje implica una conquista
violenta y victoriosa sobre potencias hostiles: "Porque preciso
es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos
debajo de sus pies". Quiénes pueden ser esos enemigos puede
inferirse de la historia final de la teocracia.
Incuestionablemente, la más formidable oposición al Rey y al
reino se encontró en el corazón de la nación teocrática misma,
los principales sacerdotes y las autoridades del pueblo. Las más
altas autoridades y los dirigentes de la nación eran los
enemigos más encarnizados del Mesías. Era un antagonismo
nacional, no extranjero - una enemistad de los judíos, no de los
gentiles - lo que rechazó y crucificó al Rey de Israel. El
procurador romano no fue sino un instrumento de mala gana en las
manos del Sanedrín. Eran el gobierno judío, la autoridad judía,
el poder judío, los que incesante y sistemáticamente perseguían
a la secta de los nazarenos con la más persistente malignidad, y
éstos eran el "dominio, la autoridad, y potencia" que, por medio
de la destrucción de Jerusalén y la extinción del estado judío,
fueron "puestos bajo sus pies" y aniquilados. Las terribles
escenas de la guerra final, especialmente del sitio y la captura
de Jerusalén, nos muestran lo que implica esta subyugación de
los enemigos de Cristo. "Y también a aquellos mis enemigos que
no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y
decapitadlos delante de mí" (Luc. 19:27).
Pero, ¿qué diremos
de la destrucción del "postrer enemigo, la muerte"? ¿No es fatal
para esta interpretación el hecho de que ella nos requiera poner
la abolición del dominio de la muerte, y la resurrección, en el
pasado, y no en el futuro? ¿No contradice esto los hechos y el
sentido común, y por consiguiente, no revela la falacia de la
explicación entera? Por supuesto, si el lenguaje del apóstol
sólo puede significar que, en la parusía, al dominio de la
muerte sobre todos los hombres se le puso fin en todas partes y
para siempre, se deduce que, o que él estaba errado al hacer
semejante aserto, o que la interpretación que le hace decir esto
está errada. Que él afirma que, en la parusía (el tiempo que es
defendido incontrovertiblemente en el Nuevo Testamento como
contemporáneo con la destrucción de Jerusalén), la muerte será
destruida, es lo que nadie puede negar en toda justicia; pero no
se deduce que hemos de entender esa expresión en un sentido
absolutamente ilimitado y universal. La raza humana no dejó de
existir en sus condiciones terrenales actuales a la destrucción
de Jerusalén; el mundo no llegó a su fin en ese entonces; los
hombres continuaron naciendo y muriendo según las leyes de la
naturaleza. ¿Qué ocurrió entonces? Debemos concebir aquel
período como el fin de una época, o edad; el fin de una gran
era; la conclusión de una dispensación, y el juicio de los
que habían sido puestos bajo aquella dispensación. La
totalidad de los sujetos a aquella dispensación (el reino de los
cielos), tanto los vivos como los muertos, debían, según la
representación de Cristo y sus apóstoles, ser convocados delante
del Rey teocrático sentado en el trono de su gloria. Aquel era
el período predicho y señalado de aquella gran transacción
judicial que se nos presenta en la descripción parabólica de las
ovejas y los cabritos (Mat. 25:31, etc)., cuyas señales externas
y visibles qudaron estampadas indeleblemente en los anales del
tiempo por la terrible catástrofe que borró a Israel de su lugar
entre las naciones de la tierra.
Es verdad que los
acompañamientos espirituales e invisibles de aquel juicio no han
sido registrados por los historiadores, porque los sentidos
humanos no podían comprenderlos ni verificarlos; pero, ¿qué
cristiano puede vacilar en creer que, contemporáneamente con el
juicio externo de lo visto, había un juicio correspondiente de
lo no visto? Tal, por lo menos, es la inferencia que se puede
deducir correctamente de las enseñanzas del Nuevo Testamento.
Que en la gran época de la parusía los muertos y los vivos - no
de la raza humana entera, sino los súbditos del reino teocrático
- debían ser reunidos delante del tribunal del juicio, lo
afirman claramente las Escrituras; siendo los muertos
resucitados, y los vivos experimentando una transformación
instantánea. De este llamado de los muertos a la vida - la
resurrección de los que, durante el reino teocrático, habían
sido víctimas y cautivos de la muerte - concebimos que
consiste la "destrucción" de la muerte a la que se refiere
Pablo. Sobre ellos perdió la muerte su dominio; "los
espíritus encarcelados" fueron liberados de la custodia de su
inexorable tirano; y ellos, siendo levantados de los muertos,
"no morirían más". "La muerte no tendría más poder sobre ellos".
Que esto está en perfecta armonía con la enseñanza de las
Escrituras sobre este misterioso tema, y de hecho explica lo que
ninguna otra hipótesis puede explicar, aparecerá más
completamente más adelante. Mientras tanto, puede observarse que
expresiones como la "destrucción" o la "abolición" de la muerte
no siempre implican la terminación total y final de su poder.
Leemos que "Jesucristo quitó la muerte" (2 Tim. 1:10). Cristo
mismo declaró: "El que guarda mi palabra, nunca verá muerte"
(Juan 8:51); "Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá
eternamente" (Juan 11:26). Debemos interpretar la Escritura de
acuerdo con la analogía de la Escritura. Todo lo que podemos
afirmar correctamente con respecto a la "destrucción de la
muerte" en el pasaje que tenemos delante es que es coextensivo a
todos los que, en la parusía, fueron resucitados de entre los
muertos. A esto parece referirse nuestro Señor en su
respuesta a los saduceos: "Mas los que fueren tenidos por dignos
de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos,
ni se casan ni se dan en casamiento. Porque no pueden ya más
morir, pues son iguales a los ángeles", etc. (Lucas 20: 35,36).
Para ellos, la muerte está destruida; para ellos la
muerte es sorbida en victoria. Así, el argumento del apóstol en
los versículos 26, 54, y los siguientes en realidad no afirman
más que esto: Para los resucitados de entre los muertos, no hay
más sujeción a la muerte; la liberación de su esclavitud es
completa; el aguijón ha sido quitado; el poder de la muerte ha
terminado; ellos pueden exclamar: ¿Dónde está, oh muerte, tu
aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Así como "Cristo,
habiendo resucitado de entre los muertos, no muere más, la
muerte ya no tiene más dominio sobre él", así también, en la
parusía, su pueblo fue emancipado para siempre de la cárcel de
la tumba; "y el postrer enemigo que será destruido, para
ellos, es la muerte".
LOS VIVOS
(SANTOS) TRANSFORMADOS
DURANTE LA PARUSÍA
1 Cor. 15:51.
"He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos
seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de
ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los
muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros seremos
transformados".
Esta declaración
suple lo que faltaba en la declaración hecha en el vers. 24, y
pone el todo en armonía con 1 Tesa. 4:17. El lenguaje de Pablo
implica que estaba comunicando una revelación que era nueva, y
que presumiblemente se le había hecho a él mismo. No puede
decirse que se deriva de ningún pronunciamiento del Salvador que
haya sido registrado, ni encontramos ninguna declaración
correspondiente en ningún otro escrito apostólico. Pero la
pregunta para nosotros es: ¿A quiénes se refiere al apóstol
cuando dice: "No todos dormiremos", etc.? ¿Es a ciertas
personas hipotéticas que vivirían en alguna época o algún tiempo
distante, o está pensando en los corintios y en él mismo? ¿Por
qué pensaría en el futuro distante cuando es seguro que él
consideraba la parusía como inminente? ¿Por qué no se refería a
él mismo y a los corintios cuando su común esperanza y
expectación era que vivirían para presenciar la parusía? No hay
una razón concebible, pues, de por qué se apartó de la correcta
fuerza gramatical del lenguaje. Cuando el apóstol dice
"nosotros", sin duda quiere decir los cristianos de Corinto y él
mismo. Alford aprueba esta conclusión plenamente: "Nosotros los
que vivimos y quedamos hasta la venida del Señor" - en cuyo
número el apóstol creía firmemente que él mismo debía estar.
(Véase 2 Cor. 5:1 y ss. Y las notas)".
La revelación, pues, que el apóstol comunica aquí, el secreto
concerniente al futuro destino de ellos, es este: Que no todos
ellos tendrían que pasar la dura prueba de la muerte, sino que
aquellos de ellos que tuvieran el privilegio de vivir hasta la
parusía sufrirían una transformación por medio de la cual
estarían preparados para entrar al reino de Dios, sin
experimentar los dolores de la disolución. Acababa de explicar
(vers. 50) que los cuerpos materiales y corruptibles de carne y
sangre no podían, en la naturaleza de las cosas, ser aptos para
un estado espiritual y celestial de la existencia: "Carne y
sangre no pueden heredar el reino de Dios". De aquí la necesidad
de que lo material y corruptible sea transformado en lo
inmaterial e incorruptible. Aquí es importante observar la
representación de la verdadera naturaleza del "reino de Dios".
No es "el evangelio"; ni la "dispensación cristiana"; ni ningún
estado terrenal de cosas en absoluto, sino un estado celestial,
en el cual carne y sangre no pueden entrar.
La suma de todo
esto es que el apóstol evidentemente contempla el suceso del
cual está hablando como cercano y a las puertas: ha de ocurrir
en sus propios días, antes de que expire el término natural de
la vida. ¿Y no es esto precisamente lo que hemos encontrado en
todas las referencias del Nuevo Testamento al tiempo de la
parusía? De ese suceso nunca se habla como si estuviera
distante, sino siempre como inminente. Se mira hacia él, se vela
por él, se le espera. Algunos hasta se apresuran a llegar a la
conclusión de que ha llegado, pero su precipitud es detenida por
el apóstol, que demuestra que ciertos antecedentes tienen que
ocurrir primero. Llegamos a la conclusión, pues, de que, cuando
Pablo dijo: "No todos dormiremos", se refería a sí mismo y a los
cristianos de Corinto, los cuales, cuando recibieron esta carta
y leyeron estas palabras, sólo pudieron interpretarlas de una
manera, es decir, que muchos, quizás la mayoría, posiblemente
todos ellos, vivirían para presenciar la consumación de lo que
él predijo.
Pero se repetirá
la objeción: ¿Cómo podría tener lugar todo esto sin que se
notase o se registrase? Primero, en relación con la resurrección
de los muertos, debe considerarse cuán poco sabemos de sus
condiciones y características. ¿Tiene que ser observada? ¿Tiene
que ser cognoscible por los órganos materiales? "Resucitará
cuerpo espiritual". ¿Puede un cuerpo espiritual ser visto,
tocado, manipulado? No estamos seguros de que el ojo pueda ver
lo espiritual, o de que la mano pueda asir lo inmaterial. Por el
contrario, la presunción y las probabilidades son de que no.
Toda esta resurrección de los muertos y la transmutación de los
vivos tienen lugar en la región de lo espiritual, a la cual los
espectadores e informadores terrenales no pueden entrar, y no
podrían ver nada si entraran. Puede necesitarse un milagro para
permitir que el ojo vea lo invisible sin ayuda. El profeta vio
en Dotán el monte lleno de "carruajes de fuego, y caballos de
fuego", pero el siervo del profeta no veía nada, hasta que
Eliseo oró: "Señor, abre sus ojos, para que vea" (2 Reyes 6:17).
El primer mártir cristiano, lleno del Espíritu Santo, "vio la
gloria de Dios, y a Jesús de pie a la diestra de Dios", pero
ninguno de entre la multitud que le rodeaba contempló esta
visión (Hechos 7:56). En el camino a Damasco, Saulo de Tarso vio
"a Aquél", pero sus compañeros de viaje no vieron a nadie
(Hechos 9:7). No es improbable que los conceptos tradicionales y
materialistas de la resureección - tumbas que se abren y cuerpos
que emergen - prejuicien la imaginación sobre este tema, y nos
hagan pasar por alto el hecho de que nuestros órganos materiales
pueden aprehender sólo objetos materiales.
Segundo, en
relación con la transformación de los santos vivos - a la cual
se refiere el apóstol como instantánea, "en un momento, en un
abrir y cerrar de ojos" - es difícil entender cómo una
transición tan rápida pueda ser objeto de observación. Lo único
que sabemos de la transformación es su inconcebible rapidez. No
sabemos nada de qué residuo deja tras de sí; qué disipación o
qué resolución queda de la substancia material. Pues que nada
sabemos, puede realizarse la imaginación del poeta:
"Oh, la hora en que esto material se
desvanezca como nube".
Todo lo que
sabemos es que, "en un momento, en un abrir y cerrar de ojos",
el cambio se habrá completado; "esto corruptible se habrá
vestido de incorrupción, esto mortal se habrá vestido de
inmortalidad, y sorbida habrá sido la muerte en victoria".
Entonces, ¿qué impide llegar a la conclusión de que tales
sucesos puedan haber tenido lugar sin ser observados ni
registrados? No hay nada antifilosófico, irracional, ni
imposible en esta suposición. Menos todavía. No hay en ello nada
antibíblico, y esto es todo de lo cual tenemos que
preocuparnos. "¿Qué dicen las Escrituras?" ¿Afirma claramente o
da a entender el lenguaje de Pablo que todo esto sólo está a
punto de tener lugar, dentro de su propia vida y de la de
aquellos a los cuales escribe? Ninguna mente sincera y
desapasionada negará que es así. Ya sea que esté en lo cierto o
que esté equivocado, el apóstol confía en esta representación de
la venida de Cristo, la resurrección de los muertos, y la
transformación de los santos vivos, dentro de la vida natural de
los corintios y de él mismo. Se nos presenta, pues, este dilema:
1. O el apóstol fue guiado por el
Espíritu de Dios, y los sucesos que él
predijo ocurrieron; o
2. El apóstol estaba equivocado en su creencia,
y estas cosas nunca
ocurrieron.
LA PARUSÍA Y LA "FINAL
TROMPETA"
Hay todavía una
circunstancia en esta descripción que debe ser examinada, pues
tiene que ver con la cuestión del tiempo. La transformación que
se dice que experimentarían "nosotros los que vivimos, los que
hayamos quedado hasta la venida del Señor", sigue inmediatamente
a la señal de "la final trompeta". Es notable que hay otros dos
pasajes que conectan el gran acontecimiento de la parusía, y sus
transacciones concomitantes, con el sonido de una trompeta. "Y
enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán
a sus escogidos", etc. (Mat. 24:31). Así también Pablo en 1
Tesa. 4:16: "Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de
arcángel, y con trompeta de Dios", etc. Pero surge la
pregunta: ¿Por qué la final trompeta? Este epíteto
necesariamente sugiere otras trompetas o señales precedentes, y
se nos recuerda irresistiblemente la visión apocalíptica, en la
cual siete ángeles son representados como haciendo sonar otras
tantas trompetas, cada una de las cuales es la señal para el
derramamiento de juicios y ayes sobre la tierra. Por supuesto,
la séptima trompeta es la última, y es una cuestión interesante
qué conexión puede haber entre la revelación en la epístola y la
visión en Apocalipsis. Alford (en oposición a Olshausen)
considera que es un refinamiento de la palabra final
para identificarla con la séptima trompeta del Apocalipsis; pero
su propia sugerencia, de que es la final "en un sentido amplio y
popular" parece mucho menos satisfactoria. En esta etapa, nos
abstenemos de entrar en una discusión de los símbolos
apocalípticos, pero nos contentamos con la sola observación de
que el sonar de la séptima trompeta en Apocalipsis está en
realidad conectada con el tiempo del juicio de los muertos
(Apoc. 11:18).
El tema entero aparecerá delante de nosotros en una etapa
subsiguiente de la investigación, y ahora seguimos adelante,
sólo tomando nota del hecho de que aquí encontramos un enlace
indubitable entre el elemento profético en las epístolas y el de
Apocalipsis.
LA CONTRASEÑA
APOSTÓLICA:
MARANATHA, EL SEÑOR VIENE
1 Cor. 16:22.-
"Maranatha" [El Señor viene].
El argumento
entero a favor de la anticipada cercana aproximación de la
parusía queda remachado por la última palabra del apóstol, que
viene con tanto mayor peso cuanto que fue escrito de su puño y
letra, y transmite en una palabra la esencia concentrada de su
exhortación - "Maranhata, el Señor viene". Esta palabra equivale
a libros enteros. Es la contraseña que el apóstol hace pasar a
lo largo de la línea de las huestes cristianas; el grito de
reunión que inspiró valor y esperanza en cada corazón. "¡El
Señor viene!" No habría tenido ningún sentido si el
acontecimiento al cual se refiere fuese distante o dudoso; toda
su fuerza reside en su certeza y en su cercanía. "Una contraseña
de peso", dice Alford, "que tiende a recordarles la cercanía de
su venida, y el deber de ser encontrados listos para ella".
Hengstenberg ve en ella una obvia alusión a Mal. 3:1. "Vendrá
súbitamente a su templo el Señor a quien buscáis ... He aquí
viene, ha dicho Jehová de los ejércitos". "La palabra Maranatha,
que llama tanto la atención en una epístola escrita en griego, y
para griegos, es en sí misma suficiente indicación de un
fundamento en el Antiguo Testamento. La retención de la forma
aramea sólo puede explicarse con la suposición de que era una
especie de contraseña común a todos los creyentes; y
ninguna expresión podría haber llegado a ser tan usada si no
hubiese sido tomada de las Escrituras. Apenas puede haber alguna
duda de que fue tomada de Mal. 3:1". Podemos añadir que la
ocurrencia de esta palabra aramea en una epístola griega indica
la existencia de un fuerte elemento judío en la iglesia de
Corinto. Esto ocurría probablemente en todas las iglesias
gentiles; la sinagoga era el núcleo de la congregación
cristiana, y sabemos que en Corinto era así especialmente:
Justo, Crispo, y Sóstenes pertenecieron a la sinagoga antes de
pertenecer a la iglesia; y en realidad, esto explica lo que de
otro modo parecería una dificultad - el interés directo de la
iglesia de Corinto en la gran catástrofe, el asiento y el centro
de la cual era Judea.
LA SEGUNDA EPÍSTOLA A
LOS CORINTIOS
ANTICIPACIÓN DEL "FIN"
Y DEL "DÍA DEL SEÑOR"
2 Cor. 1:13,
14. "Hasta el fin"; "el día del Señor Jesús".
"El fin" (ver. 13)
no significa "el fin de mi vida", como dice Alford. Es la gran
consumación que el apóstol siempre mantiene a la vista, la meta
a la cual avanzaban tan rápidamente tiene un significado
definido y reconocido en el Nuevo Testamento, como puede verse
mediante la referencia a pasajes como Mat. 24:6,14; 1 Cor.
15:24; Heb. 3:16; 6:11, etc.
En el ver. 14, encontramos que Pablo espera la venida del Señor
como un tiempo de gozosa recompensa para los fieles siervos de
Dios, un tiempo que estaba tan cercano que, como les había dicho
en su anterior epístola, los juicios y las censuras sobre los
humanos podrían muy bien ser aplazados hasta su llegada (1 Cor.
4:5). Cuando llegara ese día, el apóstol y sus conversos se
regocijarían los unos con los otros. ¿Puede suponerse que él
podría pensar en ese día de otro modo que como muy cercano?
¿Tiene todavía que comenzar ese regocijo? Porque, si el día del
Señor estuviera todavía en el futuro, también debería estarlo el
regocijo.
LOS MUERTOS EN CRISTO
HAN DE SER PRESENTADOS
JUNTO CON LOS VIVOS EN LA PARUSÍA
2 Cor. 4:14.
"Sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús a nosotros también
nos resucitará con Jesús, y nos presentará juntamente con
vosotros".
Ahora entramos en
una afirmación de lo más importante, que merece especial
atención. Quizás su verdadero significado ha sido oscurecido un
poco al considerarlo como una proposición general, en vez de
algo personal para el apóstol mismo. Conybeare y Howson
observan:
"Se ha causado gran confusión en
muchos pasajes al no traducir, de acuerdo con su verdadero
significado, en la primera persona singular;
pues así a menudo sucede que lo que Pablo habló
individualmente, aparece ante nosotros como si fuese una
verdad general; casos como éste ocurren repetidamente en la
Epístola a los Corintios, especialmente en la Segunda.
Proponemos, pues, cambiar el pronombre nosotros en
este pasaje por el pronombre yo".
Ya hemos visto (1
Tes. 4:15 y 1 Cor. 15:51) que el apóstol acariciaba la esperanza
de que él mismo estaría entre los "vivos", que quedarían "hasta
la venida del Señor". En esta epístola, sin embargo, parece como
si esta esperanza en relación con él mismo hubiese sido sacudida
un poco. Su experiencia en el intervalo entre la primera
epístola y la segunda había sido tal que le llevó a temer una
muerte súbita. (Véase cap. 1:8, etc.). Su "tribulación en Asia"
le había hecho perder la esperanza de vivir, y probablemente
pensaba que no podría calcular escapar a la maligna hostilidad
de sus enemigos por mucho más tiempo. Ahora tenía "la sentencia
de muerte en sí mismo"; llevaba "en su cuerpo la muerte del
Señor Jesús", y pensaba que sería "siempre entregado para muerte
por amor a Jesús".
Pero esta anticipación no disminuyó la confianza con la cual
esperaba el futuro; porque, aunque muriese antes de la parusía,
no por eso perdería su parte en los triunfos y las glorias de
ese día. Se le aseguró que "el que levantó al Señor Jesús
también le levantaría a él por medio de Jesús, y le presentaría
junto con los santos que estuviesen vivos que sobrevivieran a
ese período. Él no estaría ausente del gran acontecimiento a la
venida del Señor (2 Tes. 2:1), sino que sería "presentado",
junto con sus amigos de Corinto y de otros lugares, "ante la
presencia de su gloria". De hecho, el apóstol se consuela ahora
con las mismas palabras con las cuales había confortado a los
desconsolados dolientes de Tesalónica. Pablo parece haber
abandonado la esperanza de que él mismo viviría para presenciar
la gloriosa aparición del Señor; pero no estaba menos
persuadidos de que no sufriría ninguna pérdida si tenía que
morir; porque, como les había enseñado a los tesalonicenses,
"traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él", y los santos
vivos no tendrían en aquel día ninguna ventaja sobre los que
dormían (1 Tes. 4:14,15).
EXPECTATIVA DE LA
FUTURA
BIENAVENTURANZA EN LA PARUSÍA
2 Cor.
5:1-10. "Porque sabemos que si nuestra morada
terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un
edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y
por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella
nuestra habitación celestial; pues aquí seremos hallados
vestidos, y no desnudos. Porque asimismo los que estamos en
este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos
ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea
absorbido por la vida. Mas el que nos hizo para esto mismo es
Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu. Así que
vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que
estamos en el cuerpo, estamos ausentes en el Señor (porque por
fe andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos
estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor. Por tanto
procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables.
Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el
tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya
hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo".
Este es el relato
más completo que tenemos de la misteriosa transición que el
espíritu humano experimenta cuando abandona su morada terrenal y
entra al nuevo organismo preparado para recibirle en el mundo
eterno. Llega a nosotros respaldado por la más alta autoridad -
es la profesión de su fe hecha por un apóstol inspirado -, uno
que podía decir: "Yo sé". Es la declaración de esa esperanza lo
que sostenía a Pablo, y sin duda también a la fe común de la
iglesia cristiana entera. Sin embargo, el pasaje debería ser
estudiado desde el punto de vista del apóstol, como su personal
expectación y esperanza.
Obsérvese la forma
de la afirmación - es más bien hipotética que afirmativa: "Si
este tabernáculo terrestre se disuelve", etc. Esta no es la
manera en que un cristiano hablaría en la actualidad con
respecto a la posibilidad de morir; no habría ningún "si" en su
pronunciamiento, pues, ¿qué más cierto que la muerte? Diría: "Cuando
este tabernáculo terrestre sea enterrado", etc., no "si sucediese",
etc. Pero no así el apóstol; para él la muerte era un
acontecimiento problemático; creía que muchos, quizás la
mayoría, de los fieles de sus días jamás sufrirían el cambio de
la disolución; no estarían desnudados, esto es,
incorpóreos, sino que estarían "vivos y quedarían hasta la
venida del Señor". Quizás en este momento comenzaba a tener
dudas con respecto a su propia supervivencia; pero, entonces,
¿qué? Aunque la morada terrenal de su cuerpo se disolviera,
sabía que había provista para él habitación divinamente
preparada, o un vehículo del alma; una mansión indestructible y
celestial, no hecha de manos; un cuerpo no material, sino
espiritual. Encontraba que su actual residencia en el cuerpo de
carne y sangre estaba acompañada de tristeza y sufrimiento, bajo
cuya carga a menudo gemía, y la liberación de la cual ansiaba,
deseando fervientemente ser revestido de la vestidura celestial
que le esperaba en lo alto (ver. 2). El concepto pagano de un
espíritu incorpóreo, un fantasma desnudo y tembloroso, era
extraño a las ideas de Pablo; su esperanza y su deseo era que
pudiera ser encontrado "vestido, no desnudo"; "no ser
desnudados, sino revestidos". De entre todos los comentaristas,
Conybeare y Howson han captado y expresado mejor la idea del
apóstol: "Si todavía soy encontrado cubierto con mi vestimenta
de carne". No era la muerte, sino la vida, lo
que el apóstol anticipaba y deseaba; no ser desnudado del
cuerpo, sino cubierto con un organismo más excelente, y dotado
de una vida más noble. Hay una inconfundible alusión en este
lenguaje a la esperanza que acariciaba de escapar a la condena
de la mortalidad, "no quisiéramos ser desnudados", etc., es
decir, "no es que yo desee dejar el cuerpo muriendo", sino
fusionar lo mortal con lo inmortal; "para que lo mortal sea
absorbido por la vida".
El siguiente comentario de Dean Alford transmite
bien el sentimiento de este importante pasaje:
"El sentimiento expresado en estos
versículos era uno de los más naturales para quienes, como los
apóstoles, consideraban la venida del Señor como cercana,
y concebían la posibilidad de vivir para contemplarla. No era
ningún terror a la muerte en cuanto a sus consecuencias,
sino una renuencia natural a experimentar el mero acto de
la muerte como tal, cuando estaba escrita la posibilidad
de que este cuerpo mortal pudiera ser superpuesto por el
inmortal, sin ella".
En los versículos
subsiguientes, el apóstol intima su plena confianza de que, en
cualquiera de las dos alternativas, ya fuera viviendo o
muriendo, todo estaba bien. "Entre tanto que estamos en el
cuerpo, estamos ausentes del Señor". "Más quisiéramos estar
ausentes del cuerpo, y presentes al Señor". En todo caso, ya
fuese presente o ausente, su gran preocupación era ser aceptado
por el Señor por fin; "porque", añade, "es necesario que todos
nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada
uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo,
sea bueno o sea malo" (vers. 6-10).
Así, el apóstol trae la cuestión entera a una encrucijada
personal y práctica. Todos por igual van camino al tribunal de
Cristo, y allí todos se encontrarán finalmente. Algunos morirían
antes de la venida del Señor, y algunos podrían vivir para
presenciar ese acontecimiento; pero todos serían reunidos allí,
en el tribunal, y ser aceptados y aprobados allí era, después de
todo, una cuestión más importante que vivir o morir; "dormir en
el Señor", o ser "transformados" sin pasar por los dolores de la
disolución. El tribunal era la meta para todos ellos, y hemos
visto cuán cercana e inminente se creía que era aquella
comparecencia. Que toda esta fe y toda esta esperanza sinceras,
acariciadas y enseñadas por los inspirados apóstoles de Cristo,
fuese, después de todo, una mera falacia y un engaño, parece una
intolerable suposición, fatal para la credibilidad y la
autoridad de la doctrina apostólica.
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