Después
de
la ejecución, fueron pasados
por las armas cierto
sacerdote, Ananías, hijo de
Masámbulo, persona prominente;
también Arístenes, el escriba
del Sanedrín, que había nacido
en Emaús, y con ellos quince
hombres de figura
sobresaliente entre el pueblo.
Además, mantuvieron prisionero
al padre de Josefo y
anunciaron públicamente que
ningún ciudadano debía
hablarle ni juntarse con él
entre otros por temor de que
les traicionase. También
mataron a los que se reunieron
para lamentar la muerte de
estos hombres, sin ninguna
otra investigación.
4. Algunos de los
desertores, no teniendo
ninguna otra vía, saltaban del
muro inmediatamente, mientras
que otros de ellos salían de
la ciudad con piedras, como si
fueran a atacar a los romanos,
pero después huían de ellos.
Pero aquí una peor suerte
acompañaba a estos hombres que
la que habrían encontrado
dentro de la ciudad. Y morían
más rápidamente al estar entre
los romanos que si hubiesen
muerto de hambre al estar
entre los judíos, pues, cuando
primero llegaban hasta donde
estaban los romanos, estaban
hinchados por el hambre, como
hombres que estuviesen
sufriendo de hidropesía.
Cuando de repente llenaban en
exceso aquellos cuerpos que
habían estado vacíos, todos
estallaban, excepto los que
eran lo bastante hábiles como
para restringir sus apetitos y
ponían alimento en sus cuerpos
poco a poco, hasta que éstos
se acostumbraban.
Pero
otra plaga se apoderó de los
que eran así preservados.
Entre los desertores sirios
había una cierta persona que
fue atrapada recogiendo
pedazos de oro de los
excrementos de las entrañas de
los judíos. Porque los
desertores acostumbraban
tragarse estos trozos de oro,
como hemos dicho antes, cuando
salían, y por esto los
sediciosos los examinaban a
todos. Había una gran cantidad
de oro en la ciudad, que se
vendía [en el campamento
romano] por doce áticos
[dracmas] lo que antes se
vendía en veinticinco. Pero,
cuando se descubrió este truco
en una ocasión, la fama de
ello llegó a sus varios
campamentos, diciendo que los
desertores venían llenos de
oro. Así que la multitud de
árabes y sirios mataban a los
que llegaban como suplicantes,
y les rebuscaban los vientres.
A mí no me parece que ninguna
miseria que cayera sobre los
judíos era más terrible que
ésta pues en una sola noche
como dos mil de estos
desertores fueron disectados
de este modo.
5.
Cuando Tito se enteró de esta
perversa práctica, le habría
gustado acorralar con su
caballo a los que habían sido
culpables de ello y matarlos a
todos. Y lo habría hecho, si
su número no hubiera sido tan
grande y si el número de los
que hubieran sido castigados
de este modo no hubiera sido
mucho mayor que el de aquellos
que habían matado. Sin
embargo, llamó a los
comandantes de las tropas
auxiliares que tenía con él,
así como a los comandantes de
las legiones romanas (porque
algunos de sus propios
soldados también habían sido
culpables, como se le había
informado) y les dijo con gran
indignación a ambas clases de
ellos: "¡Cómo! ¿Han hecho
algunas de estas cosas algunos
de mis soldados por la
incierta esperanza de obtener
ganancia sin tener en cuenta
sus propias armas, que están
hechas de plata y oro? Además,
primero que todo, ahora los
árabes y los sirios han
comenzado a gobernarse a sí
mismos como les place, a
satisfacer sus apetitos en una
guerra extranjera y luego, por
su barbarie al asesinar a
hombres, y por su odio hacia
los judíos, pretenden hacer
responsables a los romanos?"
Porque se decía que esta
infame práctica se había
extendido entre algunos de sus
propios soldados también. Tito
entonces amenazó con ejecutar
a tales hombres, si se
descubría que alguno de ellos
era tan insolente como para
volver a hacerlo. Además,
ordenó a las legiones que
revisaran a los hombres de los
cuales sospechasen y que los
trajesen delante de él. Pero
parecía que el amor al dinero
era mucho más fuerte que su
temor al castigo; un vehemente
deseo de obtener ganancia es
natural en el hombre y ninguna
pasión es más aventurera que
la codicia. De lo contrario,
tales pasiones tendrían
ciertos límites y estarían
sujetas al temor. Pero, en
realidad, fue Dios quien
condenó a la nación entera, y
convirtió en destrucción cada
una de las decisiones tomadas
para protegerla.
Por
consiguiente, esto, que fue
prohibido por César con tales
amenazas, fue aplicado en
privado contra los desertores,
y todavía estos bárbaros
querían salir a buscar a los
que huían antes de que alguien
los viese. Mirando a su
alrededor para asegurarse de
que ningún romano los veía,
los disectaban y extraían este
dinero contaminado de las
entrañas, dinero que todavía
se encontraba en algunos de
ellos, mientras que otros eran
asesinados por la poca
esperanza que tenían de que
pudiesen escapar pasando al
lado de los saqueadores. Este
miserable tratamiento hacía
que muchos de los que
desertaban regresasen
nuevamente a la ciudad.
6.
Por lo que concierne a Juan,
cuando ya no pudo saquear a la
gente, se volvió sacrílego, y
fundió muchos de los
utensilios sagrados que habían
sido regalados al templo.
Fundió también muchos de los
vasos que eran necesarios para
los que ministraban las cosas
sagradas, como calderos,
platos, y mesas. No sólo eso,
sino que no se detuvo, y
también fundió los vasos de
libaciones que habían sido
enviados por Augusto y su
esposa, pues los emperadores
romanos siempre honraban y
adornaban este templo,
mientras que este hombre, que
era judío, se apoderaba de lo
que extranjeros habían donado
y les decía a los que estaban
con él que era correcto usar
las cosas divinas con tal de
que ellos luchasen sin temor a
favor de la Divinidad, que los
que combatían por el templo
debían vivir del templo. En
consecuencia, vació los vasos
de aquel vino sagrado y de
aquel aceite sagrado, que los
sacerdotes guardaban para ser
vertidos sobre los holocaustos
y que estaban en el atrio
interior del templo, y los
distribuyó entre la multitud.
Al ungirse a sí mismos y
beber, [cada uno de ellos] usó
más de un hin. Y aquí no puedo
sino decir lo que pienso y lo
que me dicta la preocupación
bajo la cual me encuentro, y
es esto:
Creo
que si los romanos hubiesen
tardado más en oponerse a
estos villanos, a la ciudad se
la habría tragado la tierra al
abrirse delante de ellos, o se
habría inundado, o habría sido
destruida por los truenos,
como pereció el país de
Sodoma, por haber la ciudad
producido una generación de
hombres mucho más ateos que
los que sufrieron tales
castigos, porque fue por su
locura por lo que toda aquella
gente fue destruida.
1.
Así, pues, las miserias de
Jerusalén empeoraban más y más
todos los días, y los
sediciosos estaban todavía más
irritados por las calamidades
que experimentaban, aunque el
hambre hacía presa de ellos
también después de haber hecho
presa en el pueblo. La
multitud de cadáveres que
yacían en montones unos sobre
otros era un espectáculo
horrible, y los cuerpos
despedían un hedor pestilente,
que era una molestia para los
que hacían incursiones fuera
de la ciudad para combatir el
enemigo. Pero como los que
debían salir lo hacían en
arreos de combate, que ya
habían participado en diez mil
asesinatos y debían caminar
sobre esos cadáveres mientras
marchaban, no estaban
aterrorizados ni sentían
lástima por nadie mientras
marchaban sobre ellos. No
creían que esta afrenta hecha
a los muertos fuera un mal
anuncio para ellos mismos.
Pero, como tenían su mano
derecha ya contaminada con los
asesinatos de sus propios
compatriotas, y en esa
condición corrían a combatir
contra extranjeros, me parece
que habían lanzado un reproche
contra Dios mismo, como si
Dios hubiera sido demasiado
lento en castigar a los
extranjeros. La guerra había
continuado como si no tuvieran
ninguna esperanza de obtener
la victoria, pues se gloriaban
de una manera brutal en la
desesperación por la
liberación en que ya se
encontraban.
Aunque
estaban sumamente preocupados
por reunir sus materiales, los
romanos erigieron sus
catapultas en
veintiún días, después de que
hubieron talado todos los
árboles que había en el área
contigua a la ciudad y por
noventa estadios en los
alrededores, como ya he
relatado. Y el espectáculo en
el país era ciertamente muy
triste. Los lugares que antes
estaban adornados de árboles y
agradables jardines ahora se
habían convertido en un
paisaje desolado en todas
direcciones, con todos sus
árboles cortados. Cualquier
extranjero que hubiera visto
antes a Judea y los más
hermosos suburbios de la
ciudad y ahora la viera como
un desierto no podría sino
lamentar y llorar tristemente
por un cambio tan grande. La
guerra había destruido todas
las señales de belleza. Nadie
que hubiese conocido el lugar
antes y hubiese llegado de
repente ahora no lo habría
reconocido, pues, aunque
estuviese en la ciudad misma,
habría preguntado dónde
estaba.
"ES
DIOS MISMO QUIEN ESTÁ
CAUSANDO ESTE INCENDIO"
(vi:ii:1)
1. Ahora Tito ordenó
a los soldados que estaban con
él que cavasen los fundamentos
de la torre Antonia, y que
preparasen un pasaje para su
ejército. Mientras tanto, él
mismo ordenó que hicieran
venir a Josefo, (porque le
habían informado que ese mismo
día, que era el día
decimoséptimo de Panemus
[Tamuz], había fallado "el
sacrificio diario" y no había
sido ofrecido a Dios por falta
de hombres que lo llevasen a
cabo, y que el pueblo estaba
sumamente ofendido por esto) y
le ordenó que dijera a Juan
las mismas cosas que le había
dicho antes, en el sentido de
que si tenía alguna
inclinación maliciosa hacia el
combate, podía salir a
combatir con tantos de sus
hombres como quisiese, sin
peligro de que destruyese ni
la ciudad ni el templo. Le
dijo que deseaba que no
profanase el templo ni
ofendiera tampoco a Dios. Que,
si quería, podía ofrecer los
sacrificios que ahora habían
sido descontinuados por todos
los días. Al oir esto, Josefo
se puso de pie en cierto lugar
para poder ser oido, no sólo
por Juan, sino por muchos más,
y luego les declaró en idioma
hebreo lo que César le había
encargado. Así que Josefo les
rogó que no hicieran daño a su
propia ciudad, que impidieran
ese incendio que estaba listo
para apoderarse del templo, y
que ofrecieran sus
acostumbrados sacrificios a
Dios en él. Al oir estas
palabras suyas, se observó una
gran tristeza y un gran
silencio entre el pueblo. Pero
el tirano mismo lanzó muchos
reproches contra Josefo, y
también con imprecaciones, y
por fin añadió esto, que no
temía la toma de la ciudad,
porque era la ciudad del
propio Dios.
En
respuesta a lo cual, Josefo
dijo así en voz alta: "¡Es
verdad que han mantenido esta
ciudad maravillosamente pura
por amor a Dios; también el
templo permanece enteramente
sin ser profanado! ¡Tampoco
han sido culpables de ninguna
alianza impía contra aquél
cuya asistencia esperan! ¡Él
todavía recibe sus
acostumbrados sacrificios!
¡Viles y miserables que son
ustedes! Si alguien les
privase de su alimento diario,
lo considerarían su enemigo,
pero esperan que ese Dios sea
su sustentador en esta guerra
por la cual le han privado de
su culto eterno. ¡Imputan esos
pecados a los romanos, que en
este mismo momento tienen
cuidado de que se observen
nuestras leyes, y casi obligan
a que todavía se ofrezcan
estos sacrificios a Dios,
sacrificios que ustedes mismos
han interrumpido! ¿Quién hay
que pueda evitar gemir y
lamentarse del cambio
asombroso que ha ocurrido en
esta ciudad? Tanto extranjeros
como enemigos ahora corrigen
la impiedad que ustedes han
cometido mientras que tú, que
eres judío, y fuiste educado
en nuestras leyes, te has
convertido en un enemigo mayor
que los otros. Sin embargo,
Juan, nunca es deshonroso
arrepentirse y corregir lo
malo que se ha hecho, aun en
el último momento. Tienes
delante de tí el caso de
Jeconías, rey de los judíos,
si piensas salvar la ciudad.
Cuando el rey de Babilonia
hizo guerra contra Jeconías,
salió voluntariamente de esta
ciudad antes de que fuese
tomada, y sufrió un cautiverio
voluntario con su familia,
para que el santuario no fuese
entregado al enemigo y para no
ver la casa de Dios en llamas.
Por esto, Jeconías es célebre
entre todos los judíos en sus
sagradas memorias, y su
memoria se ha vuelto inmortal
y será transmitida a nuestra
posteridad a través de las
edades. Este, Juan, es un
excelente ejemplo en tiempo de
peligro, y me atrevo a
prometer que los romanos
todavía están dispuestos a
perdonarte.
Y
observa que yo, que te hago
esta exhortación, soy uno de
tu misma nación. Yo, que soy
judío, te hago esta promesa. Y
es bueno que consideres quién
soy yo que te doy este consejo
y de dónde vengo, pues, aunque
estoy vivo, nunca estaré en
una esclavitud tal que
abandone mi propia parentela
ni olvide las leyes de mis
antepasados. Te has indignado
conmigo otra vez, y has
levantado la voz, y me has
lanzado reproches. Es verdad
que soy digno de un
tratamiento peor que todo esto
porque, en oposición al
destino, te hago esta amable
invitación a ti y trato de
obtener la liberación de
aquellos a los que Dios había
condenado.
Y
quién hay que no sepa lo que
los escritos de los antiguos
profetas contienen - en
particular aquel oráculo que
ahora está a punto de
cumplirse sobre esta miserable
ciudad -, porque predijeron
que esta ciudad sería tomada
cuando alguien comenzara a
matar a sus compatriotas. ¿Y
no están ahora tanto la ciudad
como el templo llenos de
cadáveres de tus compatriotas?
Por lo tanto, es Dios mismo
quien está causando este
incendio, para purgar la
ciudad y el templo por medio
de los romanos, y va a
desplumar a esta ciudad, que
está llena de las
profanaciones de ustedes".
UNA MADRE
SE CONVIERTE EN CANÍBAL
(31)
(vi:iii.3-4)
3.
El número de los que
perecieron por hambre en la
ciudad era prodigioso, y las
miserias que experimentaron,
indescriptibles. Si aparecía
siquiera la sombra de
cualquier clase de alimento,
comenzaba una guerra en ese
momento, y los amigos más
queridos combatían el uno
contra el otro por ese poco de
almento, quitándole el uno al
otro el má miserable
sostenimiento de la vida. Ni
creían los hombres que los
moribundos no tenían ningún
alimento, pues los ladrones
les esculcaban cuando morían,
no fuera a ser que alguien
hubiese ocultado alimento en
su seno, y fingiese estarse
muriendo. No sólo eso, sino
que estos ladrones abrían la
boca de necesidad, y corrían
de aquí para allá tropezando y
trastabillando como perros
enloquecidos, y recostándose
de las puertas de las casas
como borrachos. En la gran
necesidad en que se
encontraban, se entraban por
la fuerza en las mismas casas
dos o tres veces en uno y el
mismo día. Además, su hambre
era tan intolerable que les
obligaba a masticar todo,
mientras reunían cosas tales
como los más sórdidos animales
que uno no tocaría, y se
atrevían a comérselos. Tampoco
se detenían en fajas y
calzado, y el mismo cuero de
los escudos lo desprendían y
lo masticaban. Para algunos,
las mismas briznas de heno
viejo se convertían en
alimento. Y algunos recogían
fibras, y vendían una cantidad
muy pequeña de ellas por
cuatro áticos [dracmas].
Pero,
¿por
qué describo la desvergonzada
impudicia que el hambre
produce en los hombres para
que coman cosas inanimadas?
Porque voy a relatar un hecho
que ninguna historia cuenta,
ni entre los griegos ni entre
los bárbaros. Es horrible
hablar de ello, e increíble
cuando uno lo escucha. Yo de
buena gana habría omitido esta
calamidad nuestra, para no
parecer que estoy presentando
algo asombroso para la
posteridad, pero tengo
innumerables testigos de esto
en mi propia época y además,
mi país habría tenido poca
razón para agradecerme el
suprimir las miserias que ella
sufrió en esa ocasión.
4.
Había una mujer que vivía
allende el Jordán. Su nombre
era María. Su padre era
Eleazar, de la aldea de
Bethezob, que significa la
casa del hisopo. Era
prominente por su familia y
por su riqueza, había huido a
Jerusalén con el resto de la
multitud, y estaba allí cuando
la ciudad fue sitiada en esa
ocasión. Las otras
pertenencias de esta mujer,
que había traído de Perea, ya
le habían sido arrebatadas
cuando llegó a la ciudad.
Además, lo que había guardado,
así como el alimento que se
las había ingeniado para
conseguir, también le habían
sido arrebatados por los
rapaces guardias, que entraban
corriendo a su casa todos los
días con este propósito. Esto
enojó mucho a la pobre mujer,
y los frecuentes reproches e
imprecaciones que ella dirigía
a estos rapaces villanos,
había provocado la ira de
ellos. Pero ninguno de ellos,
ni por la indignación que ella
había manifestado ni por
lástima de su caso, quería
quitarle la vida. Y si ella
encontraba algún alimento,
pensaba que su esfuerzos eran
para otros, no para ella
misma. Y ahora se había vuelto
imposible para ella hallar
ningún otro alimento, mientras
el hambre le torturaba las
entrañas y la misma médula de
los huesos, cuando su
indignación se despertó hasta
más allá de la misma hambre.
No consultó con nada aparte de
su indignación y la necesidad
en que se encontraba.
Entonces
intentó
una cosa de lo más
antinatural. Levantando a su
hijo, que era un bebé que
mamaba de su seno, dijo: "¡Oh
miserable infante! ¿Para quién
te preservaré en esta guerra,
esta hambre, y esta sedición?
En cuanto a la guerra con los
romanos, si nos perdonan la
vidas, tendremos que ser
esclavos. Además, esta hambre
nos matará, aun antes de que
llegue la esclavitud. Pero
estos malandrines sedicioses
son más terribles qu el hambre
y que la esclavitud. Ven, sé
tú mi alimento, y sé una furia
para para estos bribones
sediciosos, y un refrán para
el mundo, que ahora es todo lo
que hace falta para completar
las calamidades de nosotros
los judíos". Tan pronto como
hubo dicho esto, mató a su
hijo, lo asó, comió la mitad
de él, y guardó la otra mitad
ocultándola.
Después
de
esto, los sediciosos entraron,
y olfateando el horrendo hedor
de este alimento, amenazaron
con cortarle la garganta
inmediatamente si no les
mostraba qué alimento había
preparado. Ella contestó que
había guardado para ellos una
excelente porción, y luego les
mostró lo que quedaba de su
hijo. Con lo cual se apoderó
de ellos el horror y el
asombro, y quedaron
petrificados ante el
espectáculo, cuando ella les
dijo: "¡Este es mi propio
hijo, y lo que ha sido hecho
lo hice yo misma! ¡Vengan,
coman de este alimento; yo
misma he comido de él! No
traten de ser ni más delicados
que una mujer ni más
compasivos que una madre;
pero, si tienen tantos
escrúpulos, y abominan de este
mi sacrificio, como ya yo he
comido la mitad, déjenme
guardar el resto para mí
también". Después de lo cual,
aquellos hombres, que nunca se
habían sentido tan
atemorizados como lo estaban
de esto, salieron de la casa
temblando, y con dificultad le
dejaron a la madre el resto de
aquella carne.
Después
de
esto, la ciudad entera se
llenó inmediatamente del
informe de esta horrenda
acción; y todos los que
presenciaban este miserable
espectáculo con sus propios
ojos temblaban, como si esta
acción nunca antes vista
hubiese sido cometida por
ellos mismos. Así que los que
estaban atormentados por el
hambre deseaban mucho morir, y
los que ya estaban muertos
eran considerados felices,
porque no habían vivido lo
suficiente ni para oir ni para
ver tales miserias.
EL TEMPLO
ES INCENDIADO
(vi:iv:5-7)
5. Tito se retiró a
la torre Antonia, y decidió
tomar el templo por asalto al
día siguiente, temprano por la
mañana, con todo su ejército,
y acampar alrededor de el
santuario. Pero Dios
ciertamente hacía tiempo que
había condenado aquella casa a
ser incendiada. Y ahora había
llegado el día fatal, de
acuerdo con el devenir de los
tiempos. Era el día décimo del
mes de Lous [Ab], en que
antiguamente había sido
incendiada por el rey de
Babilonia, (32) aunque estas
llamas fueron causadas por los
propios judíos. Después de que
Tito se retiró, los sediciosos
permanecieron quietos por un
poco de tiempo, y luego
atacaron a los romanos otra
vez, cuando los que guardaban
el santuario combatieron
contra los que apagaban el
fuego que ardía en el [atrio]
interior del templo. Pero
estos romanos hicieron huir a
los judíos, y llegaron hasta
la misma casa santa.
En
ese momento, uno de los
soldados, sin esperar ninguna
orden y sin ninguna
preocupación ni ningún temor
por la importancia de lo que
iba a hacer, y sintiendo la
urgencia de una cierta furia
divina, tomó algo de los
materiales que ardían y,
después de haber sido alzado
por otro soldado, prendió
fuego a una ventana de oro, a
través de la cual había un
pasaje que conducía a las
habitaciones que estaban
alrededor de el santuario, en
el lado norte. Al ver subir
las llamas, los judíos
prorrumpieron en un gran
clamor, como lo requería tan
tremenda aflicción, y
corrieron juntos a apagarlas.
Y ahora no perdonaron más la
vida de nadie ni toleraron que
nada restringiera su fuerza,
pues aquella santa casa estaba
pereciendo, por cuya causa era
que mantenían aquella guardia.
6. Y
ahora alguien fue corriendo
hasta donde estaba Tito
y le avisó del incendio,
mientras él descansaba en su
tienda después del combate más
reciente. Tito se levantó muy
de prisa y, tal como estaba,
corrió hacia el santuario para
detener el incendio. Tras él
siguieron todos sus
comandantes, y después las
varias legiones, con gran
asombro. Hubo un gran clamor y
un gran tumulto, como era
natural en el movimiento
desordenado de un ejército tan
grande. Entonces César llamó
en voz alta a los soldados que
estaban combatiendo, y
levantando la mano derecha,
les ordenó que apagaran el
fuego. Pero ellos no
escucharon lo que les dijo,
aunque les habló en voz alta,
pues el ruido más fuerte que
había les impedía oírle.
Tampoco atendieron la señal
que les hizo con la mano, pues
algunos todavía estaban
ocupados luchando, y otros
estaban haciendo preocupados
por otras cosas. Pero, en
cuanto a las legiones que
llegaron corriendo, ni
persuasiones ni amenazas
pudieron restringir su
violencia, sino que la
preocupación de cada uno era
su comandante en este momento.
Como muchos se agolpaban
juntos en el templo, muchos de
ellos fueron pisoteados por
los otros, mientras que un
gran número cayó entre las
ruinas de los claustros, que
todavía estaban calientes y
humeantes, y fueron muertos de
la misma miserable manera que
aquellos a los que habían
derrotado. Y cuando se
hubieron acercado a el
santuario, hicieron como si no
hubiesen oído las órdenes de
César en sentido contrario.
Más bien, estimularon a los
que estaban delante de ellos a
incendiarlo.
En
cuanto a los sediciosos, ya
estaban en una gran conmoción
para proporcionar ayuda [para
apagar el fuego]. Eran muertos
y derrotados por todas partes.
Y en cuanto a una gran parte
del pueblo, eran débiles y no
tenían armas, y les cortaban
las gargantas dondequiera que
eran atrapados. Alrededor del
altar yacían cadáveres
amontonados unos sobre otros,
y por los escalones que
conducían a él corría gran
cantidad de sangre de ellos, y
también caía sangre de los
cadáveres de los que habían
sido muertos arriba [en el
altar].
7. Y
ahora, puesto que César no
podía restringir la furia
entusiasta de los soldados, y
el incendio continuaba más y
más, fue al lugar santo del
templo con sus comandantes, y
vio lo que había en él, que le
pareció muy superior a lo que
decían los relatos de los
extranjeros, y no inferior a
aquello de lo cual nosotros
mismos nos enorgullecíamos y
acerca de lo cual creíamos.
Pero, como las llamas todavía
no habían alcanzado el
interior, sino que estaban
consumiendo las habitaciones
alrededor de el santuario, y
Tito supuso lo que era un
hecho, que la casa misma
todavía se podía salvar, llegó
de prisa y trató de persuadir
a los soldados de que apagaran
el fuego. Ordenó al
centurión
Liberalius y a uno de los
lanceros que estaban con él
que castigasen a los soldados
que estaban renuentes con sus
varas y que los restringieran.
Pero su entusiasmo era
demasiado fuerte para el
respeto que sentían por César,
y el temor que sentían por el
que les prohibía así como el
odio que sentían por los
judíos, y una cierta
inclinación vehemente a
combatirlos, eran demasiado
fuertes para ellos también.
Además,
la
esperanza de saqueo inducía a
muchos a continuar, pensando
que todos los lugares
interiores estaban llenos de
dinero, al ver que todo
alrededor estaba hecho de oro.
También, uno de los que
entraron advirtió a César,
cuándo éste salió rápidamente
a restringir a los soldados, y
arrojó fuego sobre los goznes
de la puerta, en la oscuridad.
Las llamas brotaron
inmediatamente desde dentro de
la casa, cuando los
comandantes se retiraban, y
César se retiraba con ellos, y
cuando ya nadie les prohibía a
los que estaban fuera que le
prendieran fuego al lugar. Y
fue así como el santuario fue
consumido por las llamas, sin
la aprobación de César.
(33).
(vi:viii:4-5)
No podía menos que ser bien sabido por los judíos que la gran esperanza y la fe de los cristianos era la pronta venida del Hijo. De acuerdo con Hesegipo, fue más o menos por este tiempo cuando Santiago, el hermano de nuestro Señor, testificó públicamente que "el Hijo del hombre estaba a punto de venir en las nubes del cielo", y luego selló su testimonio con su sangre. Parece altamente probable que los judíos, en su blasfemia desafiante y desesperada, cuando veían la masa blanca cruzando veloz por el aire, exclamasen obscenamente: "¡Viene el Hijo", para burlarse de la esperanza cristiana de la Parusía, con la cual probablemente establecían un grotesco parecido con el proyectil. (J. Stuart Russell, The Parousia [Grand Rapids: Baker Book House, 1887, 1983, p. 482. La declaración de Hegesipo sobre Santiago puede encontrarse en The Ante-Nicene Fathers [Grand Rapids: Eerdmans, reimpresión de 1970] vol. 8, p. 763).
El mismo Tito pensaba que el templo especialmente debía ser derribado, para que la religión de los judíos y de los cristianos pudiera ser subvertida más completamente; porque estas religiones, aunque contrarias la una a la otra, sin embargo procedían de los mismos autores; que los cristianos habían surgido de entre los judíos; y que, si la raíz era extirpada, la rama moriría rápidamente. Así, pues, de acuerdo con la voluntad divina, estando inflamadas todas las mentes, el templo fue destruido. ... (The Sacred History of Sulpitius Severus, in A Select Library of Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church [Grand Rapids: Eerdmans, 1973 reprint], Second Series, Vol. 11, p. 111. Ver Michael Grant, The Twelve Caesars [New York: Charles Scribner´s Sons, 19751, pp. 228s).
En el cielo se vieron ejércitos en conflicto, equipados con brillantes armaduras. Un súbito relámpago desde las nubes iluminó el templo. Las puertas del lugar santo se abrieron abruptamente, se oyó una voz sobrehumana diciendo que los dioses lo estaban abandonando, y en el mismo instante se produjo el gran tumulto de su partida. (Tácito, The Histories, traducido por Kenneth Wellesley [New York:Penguin Books, 1964, 19751, p. 279).