EL PARAÍSO RESTAURADO


Una teología bíblica de señorío

David Chilton

Dominion Press

Tyler, Texas

© 1ero. 1985; 6to. 1999

Capítulo 4

EL MONTE SANTO

Por lo tanto, cuando los siervos de los sumos sacerdotes y los escribas vieron estas cosas, y oyeron decir a Jesús: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" [Juan 7:37b],  percibieron que éste no era un simple hombre como ellos mismos, sino que éste era Aquel que daba agua a los santos, y que era el que fue anunciado por el profeta Isaías. Porque él era ciertamente el esplendor de la luz, y la Palabra de Dios. Y así, como un río, era también la fuente del paraíso; pero ahora da el mismo don del Espíritu a todos los hombres, y dice: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva" [Juan 7:37-38]. Esto no lo decía un hombre, sino el Dios viviente, que ciertamente otorga la vida, y da el Espíritu Santo.
Atanasio, Letters [xliv]

El monte santo
La ubicación del huerto

Aunque comúnmente usamos los términos Edén y huerto de Edén como sinónimos (como lo hace la Biblia a veces también), Génesis 2:8 nos dice que el jardín fue plantado por Dios al oriente del área conocida como Edén - una tierra que originalmente estaba situada al norte de Palestina (consultar Sal. 48:2; Isa. 14:13; Eze. 28:14; y la discusión sobre los ríos, más abajo). Cuando el hombre perdió la comunión con Dios y fue expulsado del huerto, evidentemente salió del lado oriental, puesto que había sido allí donde Dios había puesto a los querubines que guardaban el huerto contra intrusos (Gén. 3:24). Esto plantea una pregunta interesante: ¿Por qué fueron puestos los querubines sólo del lado oriental? Una respuesta probable es que el huerto era inaccesible desde todos los otros lados (consultar Cantares de Salomón 4:12), y que la entrada tenía que ser por la "puerta" oriental (esto concordaría con el significado de la antigua palabra paradise, que significaba un jardín encerrado); en el poema de Milton, el diablo entró al huerto saltando por encima del muro (consultar Juan 10:1):
Así trepó este primer gran ladrón al redil de Dios:
Así trepan a la iglesia sus obscenos secuaces. [4.192-93]

Aparentemente, los piadosos tendían a permanecer cerca de la entrada oriental del huerto por algún tiempo - quizás llevando sus sacrificios a la "puerta" - porque cuando Caín huyó de "la presencia de Jehová" (un término técnico en la Escritura para el centro oficial de culto), se dirigió a las partes más al oriente (Gén. 4:16), lejos de Dios y de los hombres piadosos.

Por eso, es significativo que la entrada al tabernáculo estuviese en el lado oriental (Éx. 27:13-16): entrar a la presencia de Dios por medio de la redención es una readmisión al Edén por gracia. La visión de Ezequiel del triunfo universal del evangelio muestra el sanador río de vida fluyendo desde las puertas del templo restaurado (la iglesia, Efe. 2:19-22) hacia el oriente (Eze. 47:1-129); y, como precursor del día en que la riqueza de todas las naciones sea llevada a la casa de Dios (Isa. 60:4-16); Hab. 2:6-9; Sal. 72:10-11; Apoc. 21:24-26), el nacimiento del Rey de reyes fue honrado por los sabios que trajeron dones del oriente (Mat. 2:1-11).

Una clave principal para hallar la ubicación del huerto de Edén original es el hecho de que los cuatro grandes ríos que regaban la tierra se derivaban del solo río de Edén (Gén. 2:10-14). El diluvio alteró drásticamente la geografía del mundo, y dos de estos ríos (Pisón y Gihón) ya no existen. Los otros dos ríos son el Tigris (Hiddekel en hebreo) y el Éufrates, que ahora no nacen de la misma fuente, como lo hacían entonces. Pero la Biblia sí nos dice dónde estaban situados estos ríos: el Pisón corría a través de la tierra de Havila (Arabia); el Gihón corría a través de Cus (Etiopía); el Tigris corría a través de Asiria; y el Éufrates fluía a través de Siria y Babilonia (desde donde ahora se encuentra con el Tigris, como a 40 millas sobre el golfo Pérsico). Por supuesto, la fuente común de estos ríos era el norte de Palestina, y probablemente el norte geográfico, en el área de Armenia y el Mar Negro - que es, de modo interesante, el lugar donde se inició la raza humana después del diluvio (Gén. 8:4). Como fuente del agua, el Edén era, pues, fuente de bendición para el mundo, proporcionando la base para la vida, la salud, y la prosperidad de todas las criaturas de Dios.

Por esta razón, el agua se convierte en un símbolo importante en la Escritura a causa de las bendiciones de la salvación. En el creyente individual, la salvación es un pozo de agua que brota para vida eterna (Juan 4:14); pero, así como el río de Edén era alimentado por una multitud de manantiales (Gén. 2:6, NVI), el agua de la vida se convierte en un río de agua viva, que fluye de la iglesia para todo el mundo (Juan 7:37-39; Eze. 47:1-12; Zac. 14:8), sanando y restaurando toda la tierra, de modo que hasta las tierras desérticas son transformadas en un huerto (Isa. 32:13-17; 35:1-2). Así como el Espíritu es derramado, "Jacob echará raíces, Israel florecerá y echará renuevos, y llenará de fruto la faz del mundo" (Isa. 27:6).

Finalmente, un aspecto muy importante de la ubicación de Edén es que estaba sobre un monte (El Edén mismo era probablemente una meseta en la cima de un monte). Esto se deduce del hecho de que el manantial del agua para el mundo estaba en Edén: el río simplemente caía del monte en forma de cascada, que se dividía en cuatro brazos al correr. Además, cuando Dios habla del rey de Tiro (refiriéndose a él como si fuera Adán, en términos del llamado original del hombre) dice: "En Edén, en el huerto de Dios estuviste ... Yo te puse en el monte santo de Dios" (Eze. 28:13-14).

Que Edén era originalmente "el monte santo" explica la importancia de haber Dios elegido montes como sitios para sus actos y sus revelaciones de redención. La expiación substitutiva en lugar de la simiente de Abraham tuvo lugar en el monte Moriah (Gén. 22:2). Fue también en el monte Moriah donde David vio al ángel del Señor de pie, espada en mano, listo para destruir a Jerusalén, hasta que David construyó un altar allí e hizo expiación por medio de un sacrificio (1 Crón. 21:15-17). Y, sobre el monte Moriah, Salomón construyó el templo (2 Crón. 3:1). La revelación por gracia de Dios de su presencia, su pacto y su ley tuvo lugar en el monte Sinaí. Así como a Adán y Eva se les había impedido entrar al huerto, al pueblo de Israel se le prohibió acercarse al monte santo so pena de muerte (Éx. 19:12; consultar Gén. 3:24). Pero a Moisés (el mediador del pacto antiguo, Gál. 3:19), a los sacerdotes, y a los 70 ancianos del pueblo se les permitió encontrarse con Dios en el monte (después de hacer sacrificio de expiación), y allí comieron y bebieron la comunión en presencia del Señor (Éx. 24:1-11). Fue sobre el monte Carmelo donde Dios trajo al pueblo descarriado de vuelta a sí mismo por medio de sacrificios en los días de Elías, y donde los intrusos impíos en su  huerto fueron tomados prisioneros y destruidos (1 Reyes 18; es interesante que carmel es una palabra hebrea para jardín, plantación, y huerto). Nuevamente, sobre el monte Sinaí (también llamado Horeb), Dios reveló a Elías su presencia salvadora, y le comisionó nuevamente como su mensajero para las naciones (1 Reyes 19).

En su primer gran sermón, el Mediador del nuevo pacto presentó la ley nuevamente, desde un monte (Mat. 5:1ss). Su designación oficial de los apóstoles se hizo en un monte (Mar. 3:13-19). En un monte, Él se transfiguró en presencia de sus discípulos en una cegadora revelación de su gloria (recordando asociaciones con Sinaí, Pedro llama a esto "el monte santo" en 2 Ped. 1:16-18). Sobre un monte, Jesús hizo el anuncio final del juicio contra el infiel pueblo del pacto (Mat. 24). Despúes de la última cena, Jesús ascendió a un monte con sus discípulos, y desde allí siguió al huerto donde, como el postrer Adán, prevaleció sobre la tentación (Mat. 26:30; consultar 4:8-11, al comienzo de su ministerio). Finalmente, ordenó a a sus discípulos encontrarse con él en un monte, donde les comisionó para que conquistaran las naciones con el evangelio, y les prometió enviarles el Espíritu Santo; desde allí, ascendió a la nube (Mat. 28:16-20; Hech. 1:1-19); para leer más sobre la importancia de esta nube, vea el capítulo 7).

En modo alguno he agotado la lista que podría hacerse de referencias bíblicas a las actividades redentoras de Dios en montes; pero las que se han citado son suficientes para demostrar el hecho de que, en la redención, Dios nos llama a retornar al Edén: tenemos acceso al santo monte de Dios por medio de la sangre derramada de Cristo. Hemos venido al monte de Sión (Heb. 12:22), y podemos acercarnos libremente al Lugar Santo (Heb. 10:19), se nos permite, por la gracia de Dios, participar nuevamente del árbol de la vida (Apoc. 2:7). Cristo ha construido su iglesia como una ciudad sobre un monte, para dar luz al mundo (Mat. 5:14), y ha prometido que las naciones vendrán a esa luz (Isa. 60:3). Los profetas están llenos de estas imágenes de montañas, dando testimonio de que el mundo mismo será transformado en Edén: "En lo postrero de los tiempos, será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él todas las naciones" (Isa. 2:2; consultar Isa. 2:2-4; 11:9; 25:6-9; 56:3-8; 65:25; Miq. 4:1-4). Así, vendrá el día en que el reino de Dios, su santo monte, "llenará toda la tierra" (véase Dan. 2:34-35, 44-45), así como el señorío original de Dios se cumple en el postrer Adán.
Minerales del Edén

El río Pisón, que nacía en el Edén, fluía "alrededor de toda la tierra de Havilah, donde hay oro. Y el oro de aquella tierra es bueno; allí hay bedelio y piedra de ónix" (Gén. 2:11-12). El propósito de estos versículos es claramente relacionar en nuestras mentes al huerto de Edén con piedras preciosas y minerales; y este punto se enfatiza en otras referencias bíblicas que hablan de Edén. La referencia más obvia se encuentra en la declaración de Dios al caído Adán (parte de la cual fue citada más arriba):

En Edén, en el huerto de Dios estuviste; de toda piedra preciosa era tu vestidura; de cornerina, topacio, jaspe, crisólito, berilo y ónice; de zafiro, carbunclo, esmeralda y oro ... (Eze. 28:13).

En realidad, el suelo parece haber estado bastante cubierto de chispeantes gemas de toda clase, según el siguiente versículo: "En medio de las piedras de fuego te paseabas". La abundancia de joyería es considerada aquí como una bendición: la comunidad con Dios en Edén significaba estar rodeado de belleza. Moisés nos dice que el oro de aquella tierra era bueno (es decir, en su estado natural; no estaba mezclado con otros minerales). El hecho de que el oro deba ser extraído de la tierra por medio de costosos métodos es resultado de la maldición, particularmente en el juicio del diluvio.

La piedra llamada ónice en la Escritura posiblemente es idéntica a la piedra actual del mismo nombre, pero nadie está seguro; y hay aun menos certeza en relación con la naturaleza del bedelio. Pero, al estudiar la historia bíblica de la salvación, aparecen algunas cosas muy interesantes acerca de estas piedras. Cuando Dios redimió a su pueblo de Egipto, ordenó al sumo sacerdote que usara vestiduras especiales. En los hombros, el sumo sacerdote debía llevar dos piedras de ónice con los nombres de las 12 tribus escritos sobre ellas; y Dios declara que estas piedras son "piedras memoriales" (Éx. 25:7; 28:9-12). ¿Un memorial de qué? ¡La única mención del ónice antes de Éxodo ocurre en Génesis 2:12, con referencia al huerto de Edén! Dios quería que su pueblo mirara al sumo sacerdote - que de muchas maneras era símbolo del hombre plenamente restaurado a la imagen de Dios - y que así recordara las bendiciones del huerto, cuando el hombre estaba en comunión con Dios. Las piedras debían servir como recordatorios para el pueblo de que, al salvarles, Dios les estaba restaurando al Edén.

Un ejemplo aun más notable de esto es en lo que se nos dice acerca de la provisión del maná por parte de Dios. Por sí mismo, el maná era un recordatorio de Edén, pues, aun mientras el pueblo de Dios estaba en el desierto (en camino a la tierra prometida de la abundancia), el alimento era abundante, tenía buen sabor, y era fácil de hallar - como, por supuesto, lo había sido en Edén. Pero, en caso de que no captaran el mensaje, Moisés recordó que el maná tenía el color del bedelio (Núm. 11:7) - ¡la única ocasión en que la palabra aparece aparte de su mención original en el libro de Génesis! Y, dicho sea de paso, esto nos dice el color del bedelio, pues en otra parte (Éx. 16:31) que el maná era de color blanco. En los mensaje de nuestro Señor para la iglesia en Apocalipsis, se usan imágenes edénicas una y otra vez para decribir la naturaleza de la salvación (véase Apoc. 2-3), y en una ocasión, promete: "Al que venciere, le daré del maná escondido, y una piedrecita blanca" (Apoc. 2:17).

¡Es digno de notarse que estas declaraciones con relación al ónice y al bedelio se hicieron al estar Israel viajando a través de la tierra de Havilah! Mientras viajaban, podían observar los terribles efectos de la maldición, que había convertido esta tierra hermosa y bien irrigada en un "desierto devastado, en el cual aullaba el viento" - mientras ellos, por gracia, podían disfrutar de las bendiciones del huerto de Edén. Este tema de la restauración del Edén era también evidente en el uso abundante del oro en el mobiliario de tabernáculo y el templo (Éx. 25, 1 Reyes 6), y en las vestiduras del sumo sacerdote (Éx. 28). Los privilegios del primer Adán, a los cuales había renunciado, nos fueron restaurados por el postrer Adán, al estar nosotros nuevamente en la presencia de Dios por medio de nuestro Sumo Sacerdote.

En sus profecías del Mesías venidero y sus bendiciones, los profetas del Antiguo Testamento se concentraron en esta imagen edénica de joyería, describiendo la salvación en términos de cómo Dios adornaría a su pueblo:

Yo cimentaré tus piedras sobre carbunclo, y sobre zafiros te fundaré. Tus ventanas pondré de piedras preciosas, tus puertas de piedras de carbunclo, y toda ut muralla de piedras preciosas (Isa. 54:11-12).
Vendrá a ti la multitud del mar, y las riquezas de las naciones se volverán a ti. Multitud de camellos te cubrirá; dromedarios de Madián y de Efa; vendrán todos los de Sabá; traerán oro e incienso y publicarán alabanzas de Jehová. ... Ciertamente a mí esperarán los de la costa, y las naves de Tarsis desde el principio, para traer tus hijos de lejos, su plata y su oro con ellos, al nombre de Jehová tu Dios, y al Santo de Israel, que te ha glorificado. ... Tus puertas estarán de continuo abiertas; no se cerrarán de día ni de noche, para que a tí sean traídas las riquezas de las naciones. (Isa. 60:5-6; 9, 11).

En consonancia con este tema, la Biblia nos describe a nosotros (Mal. 3:17) y a nuestra obra para el reino de Dios (1 Cor. 3:11-15) en términos de joyería; y, al final de la historia, toda la ciudad de Dios es un  despliegue deslumbrante y brillante de piedras preciosas (Apoc. 21:18-2).

Así, pues, la historia del paraíso  nos proporciona información importante sobre el origen y el significado de los metales preciosos y las piedras preciosas y, en consecuencia, del dinero también. Desde el mismo principio, Dios atribuyó valor al oro y a las joyas, habiéndolas creado como reflejos de su propia gloria y belleza. Por consiguiente, el valor original de los metales preciosos y las piedras preciosas era estético, no económico; su importancia económica nació del hecho de que eran apreciados por su belleza. La estética viene primero que la economía.

Históricamente, el oro vino a servir como un medio de intercambio precisamente porque su valor era independiente de, y anterior a, su función monetaria. El oro no es intrínsecamente valioso (sólo Dios posee valor intrínseco); en vez de eso, el oro es valioso porque el hombre, como imagen de Dios, le atribuye valor. Bíblicamente, un medio de intercambio es primero mercancía, un artículo que los hombres valoran como tal. La Escritura siempre mide el dinero por peso, en moneda corriente (Lev. 19:35-37) y condena todas las formas de inflación como degradación de la moneda (Prov. 11:1; 20:10, 23; Isa. 1:22; Amós 8:5-6; Miq. 6:10-12).

Dios ha asignado valor a los metales preciosos y a las piedras preciosas, y ha creado en nosotros una atracción hacia ellos; pero también ha dejado bien claro que estas cosas no pueden poseerse o disfrutarse permanentemente aparte de la comunión con Él. A los impíos se les permite extraer estos metales de la tierra, y poseerlos por un tiempo, para que su riqueza pueda ser finalmente la posesión del restaurado pueblo de Dios.

Aunque [el impío] amontone plata como polvo y prepare ropa como lodo; la habrá preparado él, mas el justo se vestirá (Job. 27:16-17).
Al pecador da el trabajo de recoger y amontonar, para darlo al que agrada a Dios (Ecle. 2:26).
El que aumenta sus riquezas con usura y crecido interés, las aumenta para aquél que se compadece de los pobres (Prov. 28:8).

En realidad, hay un principio básico que siempre está en operación a través de la historia: "La riqueza del pecador está guardada para el justo" (Prov. 13:22), "porque los malignos serán destruidos, pero los que esperan en Jehová, ellos heredarán la tierra" (Sal. 37:9). Una nación temerosa de Dios será bendecida con la abundancia, mientras que las naciones apóstatas a su tiempo perderán sus recursos, al pronunciar Dios maldición sobre los pueblos rebeldes y su cultura.

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