LAS SETENTA SEMANAS Y
LA GRAN TRIBULACIÓN
Un estudio de las dos últimas visiones de Daniel
y del
discurso del Señor Jesucristo en el Monte de los
Olivos
Philip Mauro
(1921)
CAPÍTULO 4
"HASTA EL MESÍAS PRÍNCIPE"
"Desde la salida de la orden para restaurar y
edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete
semanas, y sesenta y dos semanas" (Dan. 9:25).
Hemos visto que la primera parte de este pasaje
proporciona el punto de partida de las setenta semanas. El
pasaje también da la medida del tiempo (7 semanas y 62
semanas, o 69 semanas en total) desde ese punto de partida
"hasta el Mesías". Dejaremos para un capítulo posterior la
pregunta de por qué la medida total del tiempo que se
menciona aquí se divide en dos partes. La pregunta que es de
importancia inmediata para que nosotros la resolvamos es:
¿Cuál es la ocasión precisa o el suceso preciso en la vida
terrenal del Señor Jesucristo al cual nos lleva este espacio
de 483 años, contando desde el decreto de Ciro? Ahora
trataremos de responder a esta pregunta.
Suponiendo, como suponemos, que Dios tenía el propósito de
que esta profecía se entendiera (pues el versículo 25 dice:
"Sabe, pues, y entiende", y nuestro
Señor dijo: "El que lea, entienda"),
esperamos
confiadamente hallar, claramente revelados en
las Escrituras, tanto el punto en que comienza
como el punto en que termina. Ya hemos descubierto que esto
es así con respecto al punto de partida, y ahora
descubriremos que las Escrituras también indican claramente
el suceso hasta el cual alcanzan los 483 años, y al cual se
refirió el ángel con las palabras "hasta el Mesías
Príncipe".
Si hubiésemos seguido la costumbre usual de comenzar nuestro
estudio con una cronología elegid de entre las varias que
hay disponibles, nos veríamos obligados, por lo tanto, como lo han sido
otros, a seleccionar el suceso más cercano a los 483 años en la escala de
años que hayamos adoptado. Además, nos veríamos obligados a
manipular los materiales hasta donde fuese necesario (bien
estirando el cordel de medida o encogiéndolo, dependiendo de
si es demasiado largo o demasiado corto), y luego
presentando los mejores argumentos que pudiésemos encontrar
para arribar a conclusiones. Pero, no estando limitados por
un esquema cronológico, estamos enteramente libres para
inquirir de los oráculos de Dios en cuanto al significado de
las palabras "hasta el Mesías Príncipe" y en cuanto a la
ocasión o al suceso a que se refieren esas palabras
específicamente. Si, por medio de las Escrituras, podemos
identificar ese suceso (lo cual nosotros creemos que puede
hacerse claramente), entonces sabremos, por medio de la
profecía misma, que son precisamente 69 semanas (483 años)
desde la salida del decreto de Ciro y que sólo queda una de
las setenta semanas; y sabremos, además, que el cumplimiento
de las seis predicciones del versículo 24 debe hallarse
dentro de la semana restante.
Por supuesto, tenemos que examinar las palabras mismas para que nos guíen a
la información que estamos buscando: y esas palabras es todo
lo que necesitamos. Estamos acostumbrados a considerar el
término "el Mesías" como meramente un nombre o título, pero
en realidad es una palabra hebrea descriptiva que significa
"el ungido". En griego, la palabra Christos tiene el mismo significado. Por
consiguiente, sólo tenemos que preguntar: ¿Cuándo fue
presentado Jesús de Nazaret a Israel como el Ungido? En
cuanto a esto, no nos queda ninguna duda en absoluto, porque
fue un suceso de la mayor importancia en la vida de
Jesucristo nuestro Señor, así como en las relaciones de Dios
con Israel, en la historia de Israel, y en la historia del
mundo, un suceso que ocupa un lugar prominente en todos los
cuatro evangelios. Fue en
su bautismo en el Jordán que nuestro Señor fue
"ungido" para su minsterio; porque fue en ese momento cuando
el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal como
paloma. El apóstol Pedro da testimonio de que "Dios ungió a Jesús de
Nazaret con el Espíritu
Santo y con poder" (Hech. 10:38). Esto es claro y
explícito hasta el punto de que, cuando los años de la
historia de Israel habían transcurrido hasta aquel día
maravilloso en que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se
manifestaron simultáneamente a los sentidos de los hombres,
condujeron "hasta el Mesías". En toda la historia no hay
ningún día como ese. El suceso está marcado de manera que se
distinga de lo más conspicuamente. El testimonio del propio
Señor con respecto a este asunto es aun más definitivo e
impresionante. Porque, después de su regreso a Galilea en el
poder del Espíritu, vino a Nazaret, donde se había criado y,
entrando a la sinagoga un día de sábado, leyó del profeta
Isaías estas notables palabras: "El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ha UNGIDO para predicar las buenas
nuevas a los pobres"; -- y después de que hubo cerrado el
libro, dijo: "Hoy se ha
cumplido esta Escritura en vuestros oídos" (Luc.
4:16-21). Así, pues, el Señor declaró que Él mismo era, en
ese momento, el "ungido", esto es, "el Mesías".
El testimonio de Dios el Padre tiene el mismo propósito.
Porque la voz que habló desde el cielo dio testimonio de Él
diciendo: "Éste es mi hijo amado". Esto declara que Él es
aquél de quien profetizó David en el Salmo 2 (v. 7). Pero
ese mismo Salmo le establece como el "ungido" de Dios (v.
2).
Pero tenemos un testigo especial en Juan el Bautista, que
era un hombre enviado por Dios para dar testimonio de
Cristo y para manifestarlo a Israel; porque Dios mismo
declaró que ésta era su misión, diciendo "he venido yo
bautizando con agua" (Juan 1:6, 7, 31). Por lo tanto, cuando
el Señor Jesús hubo sido "ungido" con el Espíritu Santo y
"manifestado a Israel" por el testimonio de Juan el
Bautista, entonces
se cumplieron plenamente
las palabras de la profecía "hasta el Ungido". Desde aquel
suceso grande y maravilloso hasta el día de su muerte, Él
estuvo constantemente delante del pueblo en su carácter
mesiánico, cumpliendo su misión mesiánica, yendo y viniendo,
haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos por el
diablo, predicando las buenas nuevas del reino de Dios,
manifestando el nombre del Padre, hablando las palabras que
su Padre le había dicho que hablara, y haciendo las obras
que su Padre le había dicho que hiciera. De hecho, aun antes
de que se anunciara en la sinagoga de Nazaret como "el
ungido" de Dios, había dicho claramente a la mujer
samaritana (después de que ella había hablado del "Mesías, llamado el
Cristo"): "Yo soy,
el que habla contigo" (Juan 4:25, 26). Además, a los
samaritanos que salieron a verle a causa del informe de la
mujer, Jesús se reveló tan plenamente que ellos se sintieron
constreñidos a confesarle, diciendo: "Nosotros mismos hemos
oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador de
mundo, el Cristo" (v. 42).
Además, la naturaleza, así como el efecto, del testimonio
público de Juan el Bautista en cuanto al Señor Jesús, quedan
claramente revelados por las palabras de los que, al oir su
testimonio, siguieron a Jesús. Dice el registro: "Andrés,
hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oido a
Juan y habían seguido a Jesús. Éste halló primero a su
hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que
traducido es el Cristo"
(Juan 1:40, 41).
En estos pasajes,el Espíritu Santo ha causado que el hecho
importante de que Jesús era el Ungido fuese expresado tanto en hebreo
como en griego, para que la importancia de ese hecho no se
perdiese. Que "este Jesús es el Cristo" es el gran punto del testimonio
apostólico (Hechos 17:3); y es la sustancia de "nuestra fe",
porque "todo el que crea que Jesús es el Cristo es nacido de Dios" (1
Juan 5:1, 4, 5). Es asimismo la roca fundamental sobre la
cual Él edifica su iglesia (Mat. 16:18; 1 Cor. 3:11).
Hemos citado los pasajes anteriores para dejar claro, más
allá de toda duda, que, desde el bautismo del Señor y su
manifestación a Israel, él fue, en el sentido más pleno, "el
Mesías" o el "Ungido" de Dios. De este hecho dan clarísimo
testimonio los registros inspirados, como hemos visto.
Manifiestamente, no hay ningún suceso anterior en la vida
terrenal de nuestro Señor que pudiera en manera alguna
ajustarse a las palabras de Gabriel. Y es igualmente claro
que ningún suceso subsiguiente
podría considerarse como cumplimiento de aquellas palabras;
porque no hay ninguna ocasión subsiguiente en que el Señor
fuese "el Ungido" que cuando el Espíritu Santo descendió
sobre él cuando fue bautizado. Así, pues, las Escrituras nos
llevan absolutamente al bautismo del Señor como el punto
terminal de los 483 años; porque fue en ese momento cuando
"Dios le ungió con
el Espíritu Santo y con poder".
Otro hecho que tiene gran importancia en relación con esta
parte de nuestro estudio es la gran particularidad con la que se da la
fecha del comienzo del ministerio de Juan en el evangelio de
Lucas (3:1-3). Allí leemos que la predicación de Juan el
Bautista comenzó en el año decimoquinto de Tiberio César,
siendo Poncio Pilatos gobernador de Judea, Herodes (Antipas)
tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea,
Lisanias tetrarca de Abilinia, y siendo Anás y Caifás sumos
sacerdotes. Así, pues, la nueva era, que era la del
Mesías-Dios manifestado en carne, queda marcada con
extraordinaria precisión. Y esto es mucho más notable porque
es el único suceso
cuya fecha está registrada de esta manera en el Nuevo
Testamento.
Esto es muy significativo porque, así como la fecha del
decreto de Ciro, que marcaba el comienzo de las setenta semanas, es
presentado con gran precisión, de la misma manera la
predicación de Juan, que marcó la terminación de los 483 años, es
presentada con extraordinaria minuciosidad. Es una
inferencia razonable que Dios ha dado prominencia a estas
fechas en su Palabra porque ellas marcan el principio y el
fin de este período profético.
Es también digno de notación especial el hecho de que las
fechas de estos dos sucesos se dan con referencia a los
reinados de gobernantes
gentiles. Del uno se dice que ocurrió "en el año
primero de Ciro, rey de Persia", y del otro, que ocurrió "en
el año decimoquinto del reinado de Tiberio César". Esta es
una indicación de que las cosas que habrían de consumarse
dentro del plazo de las 70 semanas no eran asuntos que
concernían a los judíos solamente, sino que eran de interés mundial, y
tenían que ver con el bienestrar de toda la humanidad. Por
consiguiente, los tratos de Dios habían sido asuntos de la historia judía. Pero
ahora, comenzando con la voz de uno que clamaba en el
desierto: "Preparad el camino del Señor", comenzaba una
nueva era, una en que los tratos de Dios serían asuntos de
la historia mundial.
Por consiguiente, es apropiado que encontremos, en este
punto en la palabra de Dios (Luc. 3:1-3), un cambio de los
plazos de la cronología judía a los plazos de la cronología
gentil.
Los profetas habían predicho el ministerio de Juan el
Bautista en palabras que muestran que su aparición marcaría
el comienzo de una era nueva y maravillosa, la preparación
para la venida de Cristo y su evangelio (Isa. 40:3-11; Mal.
3:1; 4:5, 6). Además, de la misma manera que los profetas
habían apuntado al ministerio de Juan como el comienzo de
esta nueva era, así también los apóstoles apuntaban de vuelta a ella. Así,
pues, cuando alguien fue escogido para ocupar el lugar de
Judas, se requería que la elección se limitara a los que
habían estado con los apóstoles todo el tiempo que el Señor
Jesús había salido y entrado de entre ellos "comenzando desde el bautismo
de Juan" (Hech. 1:21, 22). Nuevamente, cuando Pedro
predicó a los gentiles en la casa de Cornelio, hablándoles
de "la palabra que Dios envió a los hijos de Israel, predicándoles paz por
Cristo Jesús", dijo que la predicación de este mensaje (o
"palabra"), que "se publicó por toda Judea", había comenzado
"desde Galilea después
del bautismo que predicó Juan" (Hech. 10:36, 37). Y
de la misma manera, Pablo, al proclamar el cumplimiento de
la gran promesa de Dios a Israel de
un "Salvador", se refirió a la predicación de Juan como el
comienzo de la era de este cumplimiento (Hech. 13:24).
Por lo tanto, es claro, a la luz de este pasaje, que los 483
años "hasta el Mesías" terminaron en el bautismo del Señor,
cuando comenzó su ministerio como "el Mesías". Además, la
profecía misma proporciona un medio para que podamos
verificar nuestras conclusiones hasta ahora y someter a
prueba su corrección. A esto nos referiremos más adelante.
Los términos de la profecía dejan claro que la expiración de
la semana sesenta y nueve traería consigo el cumplimiento de
la mayor de todas las promesas, la manifestación de Cristo a
Israel; y ahora hemos demostrado que los registros del Nuevo
Testamento marcan la era de su manifestación con la mayor
precisión.
Así, pues, tenemos la venida de Cristo claramente anunciada,
y el tiempo de su manifestación a Israel definidamente fijado
por la medida de los años transcurridos desde su decreto
para restaurar y edificar a Jerusalén. Pero, ¿para qué
propósito habría de venir? ¿Y qué llevaría a cabo para la
liberación y el bienestar de su pueblo Israel? Por supuesto,
los judíos esperarían una era de triunfo sobre todos sus
enemigos; una era de gran prosperidad y gloria nacionales, y
de supremacía sobre todas las naciones del mundo. A la luz
de sus expectativas, la profecía parecía de lo más extraña.
Sería completamente irreconciliable con sus esperanzas con
respecto a lo que su prometido Mesías haría por ellos.
Porque lo único que se decía de Él era que sería "cortado y no tendría nada";
y aunque había alguna esperanza en la promesa de que
"confirmaría el pacto con muchos", pero también había la
espantosa predicción de un príncipe cuyo pueblo destruiría
la ciudad reconstruida y el santuario reconstruido, y las
profecías adicionales de que el país sería devastado como
por inundación, y de que hasta el fin habría guerras y
desolaciones. Sería difícil imaginar una profecía más
deprimente o una más en conflicto con las esperanzas
mesiánicas de los judíos.
Pero nuestra preocupación inmediata no es con la naturaleza
del mensaje sino con el
tiempo de los varios acontecimientos predichos en
ella. Lo principal que se decía del Mesías era que sería
"cortado y se quedaría sin nada" (Dan. 9:25, 26), y que esto
habría de ocurrir "después de sesenta y dos semanas". Por
eso, tenemos nuestra atención enfocada en que se quitaría la vida al Cristo.
Ese suceso trascendente, la cruz, constituye la
característica central de la profecía. Y esta característica
se vuelve mucho más grandiosamente prominente cuando
observamos dos hechos: (1) que el "cortamiento" del Mesías
sería el medio por el cual se cumplirían las seis cosas
predichas en el versículo 24; (2) que sería por medio del
cortamiento del Mesías que el pacto con muchos (v. 27) sería
confirmado y cesarían el sacrificio y la ofrenda (como se
mostrará más tarde); y (3) que fue a causa del "cortamiento"
del Mesías que los juicios devastadores predichos en la
profecía habrían de caer sobre la ciudad, el templo y el
pueblo.
Así, pues, se ve que la profecía es de una maravillosa unidad, y que todos sus detalles se centran
alrededor de la cruz.
Ahora bien, en cuanto al tiempo
de este trascendental evento, se dice expresamente que
habría de ser "después
de las sesenta y dos semanas". Esa parte del período
determinado habría de llevarnos sólo "hasta el Mesías".
Ninguno de los eventos predichos habría de ocurrir dentro de
las sesenta y nueve semanas. La expiración de ellas dejaría
sólo "una semana" (v. 27) de las setenta señaladas. De aquí
que, dentro de esa sola
semana restante, el Mesías sería cortado, si las
predicciones del versículo 24 habrían de cumplirse dentro
de 490 años, contando desde el comienzo del período
profético. Porque, en vista de ciertas
interpretaciones que se han adelantado en años recientes,
debe observarse cuidadosamente que todavía no hemos llegado al cumplimiento de
ninguna de las seis cosas predichas en Daniel 9:24.
La expiración de los 483 años sólo nos ha llevado "hasta"
Aquél en quien habrían de cumplirse esas seis cosas, que abarcan el propósito
entero de Dios en la redención. Han pasado sesenta
y nueve de las setenta semanas determinadas. Sólo queda una semana.
Por consiguiente, se sigue, por necesidad, que las
predicciones del versículo 24 deben cumplirse en esa semana. Dentro
de los siguientes siete años, debe terminar la
prevaricación de Israel, la iniquidad debe ser expiada, y la justicia perdurable
debe ser traída,
porque, de lo contrario, la profecía fallaría por completo.
Pero esto es lo que podría haberse entendido del versículo
24 solamente. Las palabras "setenta semanas están
determinadas" son suficientes para informarnos que la semana
setenta era aquélla
en que ocurriría el cumplimiento de los sucesos predichos;
porque si estos sucesos, o por lo menos algunos de ellos, no
cayeran en esa última semana, entonces el período profético
no habría sido anunciado como una de las setenta semanas, sino
como una de un número menor. En realidad, la manera misma en
que la profecía se nos da - siendo la última semana
distinguida del resto para mencionarla de modo especial y
separado - indica la excepcional importancia de esa semana.
Y esto se ve fácilmente porque, si miramos atentamente los
términos de la profecía, nos damos cuenta de que el ministerio personal de
nuestro Señor cae enteramente dentro de la semana setenta.
Pedimos a nuestros lectores que retengan este hecho
firmemente. La profecía dice claramente que habría 69
semanas "hasta el Ungido". Entonces, para dejar esto claro
más allá de toda duda, dice: "Y después de las sesenta y dos semanas, se
quitará la vida al Mesías". Esto coloca definitivamente su ministerio entero
dentro de la semana consecutiva número setenta desde el
decreto de Ciro. Esto es de la mayor importancia
para entender la profecía.
En relación con esto, y a manera de anticipación de lo que
nos proponemos considerar más plenamente de aquí en
adelante, llamamos la atención brevemente a varios puntos
que tienen que ver directamente con esta parte de nuestro
estudio:
(1) Por lo que está registrado en el evangelio de Juan (y
esto ha sido señalado desde los primeros días de nuestra
era), es claro que el ministerio de nuestro Señor duró
aproximadamente, si no exactamente, tres años y medio. De
aquí que, desde su ungimiento hasta su muerte, transcurriría
"la mitad de una semana" y su crucifixión ocurriría "a la
mitad de la semana (setenta)".
(2) Echando un vistazo momentáneo a Daniel 9:27, notamos las
palabras "y a la mitad de
la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda".
Si, como esperamos demostrar de aquí en adelante con amplias
pruebas, el pronombre "el" de este versículo es Cristo, y
las palabras citadas se refieren a que Él haría cesar los
sacrificios de la ley al ofrecerse a sí mismo como
sacrificio por el pecado de una vez y para siempre, entonces
tenemos un perfecto acuerdo, en la obra consumada de Cristo,
con todos los términos de la profecía, y particularmente con
respecto a la duración del tiempo asignado al ministerio
terrenal de Cristo tanto
por la profecía como por el evangelio, de acuerdo con Juan.
Debemos tener mucho cuidado en esta parte de nuestro
estudio, porque tiene que ver con cuestiones en relación con
las cuales ha habido gran incertidumbre y amplias
diferencias de opinión. Sin embargo, las dificultades han
sido en su mayoría importadas al tema. Se deben en gran
medida al método erróneo que se ha seguido (esto lo hemos
mostrado en el capítulo anterior), y a la selección de un
punto de partida erróneo. Porque, manifiestamente, las
consecuencias de un error al principio aparecerán durante
todo el camino de allí en adelante. Por otra parte, será
fácil mantenerse libres de error y confusión si tenemos
presentes estos hechos sencillos: (1) Que, hasta el bautismo
de Cristo, habían transcurrido 69 semanas; (2) que el principio de su
ministerio fue también el principio de la semana setenta;
(3) que la totalidad de su misión cayó dentro de esa última
semana; y (4), que en esa semana debemos necesariamente buscar el
cumplimiento de las seis predicciones de Daniel 9:24.
Hasta ahora no nos hemos referido a la última parte de
Daniel 9:25. Ella nos dice meramente que se volverían a
edificar la plaza y el muro "en tiempos angustiosos". El
período de "siete semanas" mencionado en el versículo era
sin duda la medida de aquellos tiempos angustiosos. Esto
servirá para explicar por qué el período entero de 70
semanas se dividió en tres partes - siete semanas, sesenta y
dos semanas, y una semana. En la primera porción (7
semanas), tuvo lugar la reconstrucción de la ciudad y el
templo, y los últimos mensajes de Dios para Israel fueron
entregados por Hageo, Zacarías, y Malaquías. Luego sigue un
largo trecho de 62 semanas, que transcurrió sin incidentes,
por lo que concierne a esta profecía. Sin embargo, el
capítulo 11 (como mostraremos más adelante) predice los
principales sucesos de este período, lo cual nos trae "hasta
el Mesías", y luego viene la última y más trascendental
"semana", que apropiadamente se sostiene por sí sola, porque
en ella ocurrieron los acontecimientos más estupendos de
todos los tiempos.
EL PRÍNCIPE
El hecho de que el ángel Gabiel, al hablar del Mesías, le
diera el título de "Príncipe" (Dan. 9:25) sugiere una
investigación que, cuando se lleva a cabo, se encuentra que
rinde resultados fructíferos.
Dos de las grandes visiones que Daniel registra proporcionan
un bosquejo de la historia del gobierno humano, desde el
momento de la visión hasta el fin mismo del gobierno mundial
en manos de los hombres; y en ambas visiones se muestra que
el último de los gobiernos mundiales será seguido, y el
sistema entero de gobierno humano será desplazado, por el
reino de Dios. La visión del capítulo 2 muestra este reino
como una roca que se desprende de la montaña, sin
participación humana, (siendo ésta una característica
especial de la visión) que golpea la gran imagen (que
representa el gobierno
humano en su totalidad) en sus pies, demoliendo la
imagen entera, y finalmente se convierte en una montaña que
llena toda la tierra. Al exponer la visión, Daniel dice que
esta roca representaba "un reino" que "el Dios del cielo"
establecería y que "permanecería para siempre" (Dan. 2:44).
Claramente, el Señor Jesús tenía en mente este pasaje
cuando, al advertir a los escribas y fariseos que el reino de Dios les sería
quitado (porque la promesa del reino, junto con
todas las otras promesas, les había sido dada a los judíos),
habló de "la piedra que desecharon los edificadores", y
declaró que quienquiera que cayera sobre ella (entonces, a
su primera venida) sería quebrantado; pero que sobre
quienquiera que cayera esa piedra (a su segunda venida con
poder) sería reducido a polvo (Mat. 21:42-44).
La visión compañera (Dan. 7) revela detalles adicionales
concernientes a este reino de Dios. Particularmente, muestra
que sería conferido en el
cielo a Aquél semejante
al Hijo del hombre a quien se le daría "dominio,
gloria, y un reino, para que todos los pueblos, y naciones y
lenguas le sirvan. Y su dominio es dominio eterno, y su
reino es un reino que no será destruido" (Dan. 7: 13, 14).
En vista de estas dos visiones precedentes que hablan tan
definidamente de un reino, podría esperarse que, al anunciar
en la visión del capítulo 9 la venida del Ungido que, por
supuesto, es Aquél que había de recibir el reino, el ángel
se refiriese a Él como al "Mesías Rey". Y ciertamente, si la venida para la
cual las setenta semanas eran el plazo determinado hubiese
sido con el propósito de establecer un reino que desplazaría
inmediatamente el gobierno terrenal del hombre, entonces el
título de "Rey" sería el apropiado para ser usado. Pero, en
vista del verdadero propósito para el cual Cristo habría de
venir en ese dintel y de la obra que habría de llevar a
cabo, el título de "Príncipe" es maravillosamente oportuno.
Y no sólo es esto así, sino que este título sirve como
conexión con ciertos pasajes del Nuevo Testamento, a los que
nos referimos más abajo, en los cuales se presenta su obra
de una manera abarcante.
Porque el título "Príncipe" se lo da al Señor Jesucristo el
Espíritu Santo cuatro veces, mientras que Él no es
proclamado como Rey
ni una sola vez por la autoridad del cielo en su primera
venida. (Fue llamado rey por los magos gentiles, por
Nataniel la primera vez que se encontró con Él, por la
multitud emocionada cuando entró en Jerusalén, cuando sus
esperanzas nacionalistas habían sido elevadas al máximo por
el milagro de la resurrección de Lázaro, y por Pilato en son
de burla. No fue llamado así por Juan el Bautista, ni por Él
mismo, ni por sus inmediatos discípulos y apóstoles. Éstos
últimos le llamaban "Maestro" y "Señor").
Los cuatro pasajes del Nuevo Testamento a los que nos
referimos son éstos:
1. Hechos 3:15 - "Y matásteis al Príncipe de la vida, al
cual Dios ha resucitado de los muertos".
2. Hechos 5.31 - "A éste, Dios ha exaltado con su diestra
por Príncipe y
Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de
pecados".
3. Hebreos 2:10 - "Porque convenía a aquel por cuya causa
son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten,
que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria,
perfeccionase por aflicciones al autor (príncipe) de la
salvación de ellos".
4. Hebreos 12:2 - "Puestos los ojos en Jesús, el autor (príncipe) y consumador
de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la
cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del
trono de Dios".
Considerados juntos, estos cuatro pasajes presentan una
visión maravillosa de la obra del Ungido a su primera
venida. Para comenzar, debe observarse que, en cada pasaje,
su sufrimiento se presenta de modo prominente. Pedro les
dice a los judíos en Jerusalén: "Negásteis al Santo y al
Justo, y pedísteis que se os diese un homicida, y matásteis al Príncipe de la
vida". Nuevamente, en Hechos 5:30, 31 dice: "El
Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matásteis
colgándole en un madero. A éste, Dios ha exaltado
con su diestra por Príncipe y Salvador". En el tercer
pasaje, leemos que convino a Dios traer muchos hijos para
gloria, para perfeccionar al Príncipe de su salvación por medio del sufrimiento.
Y finalmente, leemos que, como Príncipe de la fe, Aquél a
quien debemos mirar confiadamente mientras corremos la
carrera que nos es propuesta, sufrió la cruz, menospreciando el oprobio.
No es necesario que señalemos cuánerfecto es el acuerdo en
todo esto con lo único predicho acerca del Mesías Príncipe
en Daniel 9:25, 26, a saber, que sería cortado y no tendría nada. Todos
estos pasajes, pues, concuerdan en su testimonio de que este
"Príncipe" Ungido habría
de sufrir y morir como cumplimiento de su misión.
Nuevamente, considerando juntos estos pasajes, vemos en
ellos el cuádruple propósito de Dios al enviar a su Hijo en
semejanza de hombre y ungirle con el Espíritu Santo y con
poder. Fue (1) para que pudiera ser el Príncipe de la vida, para cumplir
así la más profunda necesidad de su pueblo que perecía, pues
vino "para que tuvieran vida"; (2) para que también pudiera
ser Príncipe y Salvador con el poder para dar
arrepentimiento y perdón de pecados; (3) para que también
pudiera ser Príncipe o Líder de la salvación de los muchos
hijos de Dios, para llevar a todos ellos de vuelta sanos y
salvos a casa y a la gloria; y (4) para que también pudiese
ser el Líder y Consumador de aquella fe por la cual el
pueblo de Dios ha de correr (y sin la cual nadie puede
correr) con paciencia la carrera puesta delante de él. Este
cuádruple objeto del propósito de la misión de Cristo en su
primer advenimiento parece presentar un escenario abarcante
de su obra.
En estos pasajes, pues, le vemos a Él como el Príncipe de la
vida, exaltado por la mano derecha de Dios como Príncipe y
Salvador, que concede arrepentimiento y perdón y da el
Espíritu Santo "a los que le obedecen" (porque acepta sólo
obediencia voluntaria); como Príncipe de la salvación
completa y final de los "muchos hijos" de Dios a quienes por
la muerte ha librado de aquél que tiene el poder de la
muerte, a saber, el diablo (vv. 14, 15); y por último, como
Príncipe y Consumador de una fe que triunfa a través de
todas las dificultades y nos sostiene hasta el fin de la
carrera.
Para resumir: El primer
pasaje tiene que ver con el nacimiento de los hijos del reino; el segundo, con el perdón
y la justificación; el
tercero, con su protección y seguridad mientras
están en el viaje hacia la gloria; y el cuarto, con el
perfeccionamiento de su fe al soportar todas las pruebas del
camino. Considerados juntos, nos dan el carácter de ese
reino que hemos recibido por medio de la gracia, y que se
describe en Hebreos 12:28 como "reino inconmovible".