CAPÍTULO 15
EL SITIO DE JERUSALÉN, COMO LO DESCRIBE JOSEFO
Al
llamar
ahora
la atención de nuestros lectores a algunas de las cosas
registradas por Josefo en su bien conocida historia de los
últimas días de Jerusalén y la nación judía, se entenderá
que no citemos esa obra como evidencia por la cual debemos
interpretar las Escrituras, porque interpretamos la palabra
de Dios comparando texto con texto. En realidad, no
consultamos a Josefo, ni a ningún otro escritor
humano, sino hasta después de que hubimos llegado a nuestras
conclusiones en cuanto al significado de estas profecías
(como se expresa en las páginas precedentes). Citamos su
obra simplemente por lo que todos reconocen que es, un
relato digno de confianza por un testigo de las cosas
que conoció personalmente, las cuales muestran que la
palabra de Cristo se cumplió de la manera más literal.
Farquharson cita el siguiente tributo a Josefo por el obispo
Porteus:
"La fidelidad, la veracidad,
y la honestidad del escritor son reconocidas
universalmente; y Scaliger en particular declara que, no
sólo en los asuntos de los judíos, sino hasta en naciones
extranjeras, Josefo merece más crédito que todos los
escritores griegos y romanos juntos".
Es una cuestión de común conocimiento que, hasta la
actualidad, Jerusalén todavía está hollada por los gentiles,
como dijo el Señor, y que los judíos todavía están dispersos
entre todas las naciones. En sí mismo, esto es suficiente
para asegurarnos que la profecía del Señor en Lucas 21 (y
por consiguiente todas las otras profecías concernientes al
mismo suceso) se ha cumplido y se está cumpliendo. Pero
ciertamente es una cuestión de profundo interés saber cómo,
cuándo, y bajo qué circunstancias se cumplieron esas
profecías. La historia de Josefo satisface plenamente este
legítimo deseo; y reiteramos nuestra creencia de que su
relato de aquellos grandes sucesos ha sido preservada
providencialmente. Además, puesto que Josefo no era
discípulo de Cristo en el momento de escribir su historia,
no puede ser sospechoso de haber escrito su relato sobre la
destrucción de Jerusalén para proporcionar un cumplimiento
de la profecía del Señor. Su relato fue publicado en el año
75, de manera que fue escrito mientras las cosas que
describió estaban todavía frescas en su memoria. El hecho de
publicarlas en un tiempo cuando la verdad de las cuestiones
relacionadas con él era conocida para muchos que entonces
vivían es una razón adicional para que tengamos confianza en
la narración.
Josefo describe las angustias que comenzaron bajo Pilatos,
el gobernador romano, especialmente cuando envió de noche
las imágenes de César llamadas insignias a Jerusalén (Bk.
II, ch. 9, sec. 2). Esas insignias o imágenes de César eran
particularmente odiosas a los judíos, y por cuanto eran
llevadas conspicuamente en los ejércitos romanos, aquí
tenemos una razón de por qué éstos eran llamados la
abominación desoladora.
La ruina de los judíos llegó en los días en que Cumano era
gobernador romano (II 12:1). En ese tiempo, Herodes Agripa
II (el Agripa ante el cual compareció Pablo) reinaba como
rey en Galilea. Era con mucho el mejor de la familia de
Herodes; pero no tenemos ningún registro de que alguna vez
fuera persuadido completamente para que aceptara a Cristo.
En ese tiempo, comenzaron a tener lugar varias calamidades y
varios alborotos. Pandillas de ladrones infestaban el país,
y en la ciudad surgió una compañía organizada de asesinos
llamados sicarii,
que mataban hombres durante el día y en la ciudad. Esto lo
hacían principalmente durante fiestas, cuando se mezclaban
con la multitud y, con dagas ocultas bajo sus ropas,
acuchillaban a sus enemigos. El sumo sacerdote Jonatán fue
una de sus víctimas (II, 13, 3).
Otra clase de bribones eran ciertos hombres que, aunque no
eran ni ladrones ni asesinos, destruían el feliz estado de
la ciudad no menos que aquellos asesinos. Eran hombres que
engañaban a la gente fingiendo ser divinamente inspirados.
Es fácil reconocer en estos hombres a los falsos profetas
contra los cuales el Señor había advertido a sus discípulos.
Continuando su relato, dice Josefo: "Éstos prevalecieron con
la muchedumbre para actuar como locos e iban delante de
ellos hacia el desierto, haciendo ver que Dios les mostraría
allí las señales de liberación" (II, 13:49.
Había también un falso profeta egipcio, que reunió a treinta
mil hombres a quienes había engañado. Los guió desde el
desierto hasta el monte llamado de los Olivos. De acuerdo
con Josefo, esto era en los días en que Félix era
gobernador. Por consiguiente, fue en los días de la última
visita de Pablo a Jerusalén, lo cual recuerda que el
principal capitán, ante quien Pablo fue llevado después del
alboroto en el templo, supuso que era aquel egipcio, que
antes de estos días había causado una agitación y llevado al
desierto cuatro mil que eran asesinos (Hech. 21:38). También
recuerda la definida advertencia de Cristo: "Así que, si os
dijeren: Mirad, está en el desierto, no salgáis" (Mat.
24.26).
Josefo compara las condiciones sociales de aquel tiempo con
las de un cuerpo que está completamente enfermo, en que
cuando las dificultades disminuían en un lugar,
inmediatamente estallaban en otro. Porque, dice, una
compañía de engañadores y ladrones se reunió y persuadió a
los judíos a que se rebelaran y les exhortó a declararse
libres (id. 6).
Más o menos en esta época, Félix fue sucedido por Festo
(como también está registrado en Hechos 24:27), y éste a su
vez fue sucedido por Floro, que era el más malvado de todos
los gobernadores romanos, y fue la causa inmediata de la
guerra. Esto fue en el año duodécimo del emperador Nerón, 66
d. C. Josefo relata que, cuando Cestio Gallo llegó a
Jerusalén en la época de la Pascua, el pueblo se reunió
alrededor de él en número no menor de tres millones de
personas (II, 14:3). Esto muestra el inmenso número de
personas que se reunió en Jerusalén en aquella ocasión.
Josefo relata con mucho detalle las atrocidades y
barbaridades que el pueblo sufrió a manos de los soldados, y
describe sus agonías y lamentos. En una ocasión, los
soldados, dspués de robar a los ciudadanos, crucificaron a
muchos de ellos, siendo el número de los muertos (incluyendo
a mujeres y niños) alrededor de 3600 en aquella sola
ocasión. Parece haber sido el deliberado propósito de Floro
provocar una revuelta de los judíos, de manera que sus
propios actos de pillaje y otros crímenes pudiesen quedar a
cubierto (II, 14, 9).
En el capítulo 16 (Bk. II), Josefo reproduce un discurso de
Herodes Agripa, en el cual éste usó toda posible persuasión
y todo posible argumento para evitar que los judíos se
rebelaran contra los romanos. Con elocuencia, describió el
vasto poder y la vasta extensión del dominio romano, que se
extendía desde el este hasta el oeste, y desde el norte
hasta el sur. De hecho, dijo Agripa, los romanos han buscado
otra tierra habitable más allá del océano, y llevado sus
armas hasta las Islas Británicas, que nunca antes habían
sido conocidas (II, 16, 4). A nosotros nos parece extraño
que alguien de quien leemos en la Biblia haya hablado a los
judíos de Jerusalén acerca de las Islas Británicas.
Como argumento final, el rey Agripa atribuyó el éxito
mundial de las armas romanas a la providencia de Dios, por
cuya razón instó a los judíos en el sentido de que era
inútil que lucharan contra ellos, y concluyó su discurso con
esta vigorosa apelación:
"¡Tened piedad, pues, si no
por vuestros hijos y vuestras esposas, al menos por esta
vuestra metrópolis y sus sagrados muros! ¡Salvad al templo
y preservad la Sagrada Casa, con su sagrado mobiliario!
Porque, si los romanos os ponen bajo su poder, ya no se
abstendrán de destruir la ciudad y el templo, cuando su
anterior abstinencia haya sido recompensada con tanta
ingratitud. Pongo por testigos a vuestro santuario, a los
santos ángeles de Dios, y a este país, comunes a todos
nosotros, que no me he guardado nada que sea para vuestra
preservación. Josefo añade que, cuando Agripa hubo hablado
así, tanto él como su hermana (Berenice) lloraron, y con
sus lágrimas reprimieron en gran medida la violencia del
pueblo".
Sin embargo, poco después de esto, los sacerdotes fueron
persuadidos de que debían rehusar recibir cualquier regalo o
sacrificio para cualquier extranjero. Y éste fue el
verdadero comienzo de nuestra guerra con los romanos, porque
ellos (las autoridades del templo) rechazaron el sacrificio
de César a causa de esto (II 17, 2).
En aquel tiempo había dos partidos en Jerusalén. Una facción
turbulenta abogaba por una revuelta
inmediata contra los romanos. El otro
partido, encabezado por los sacerdotes y el jefe de los
fariseos, reconociendo la locura de la propuesta, buscaban
restringir los elementos sediciosos pero, hallando que
aquéllos no querían escuchar argumentos ni ninguna
persuasión, pidieron al gobernador Floro, y también a
Agripa, tropas para sofocar la revuelta. La lucha comenzó
desde ese momento; pero los judíos se mataban entre sí en
número mucho mayor que el de los que mataban los soldados.
Más o menos en aquel tiempo, la guarnición romana estaba
sitiada en la fortaleza de Antonia (en el área del templo),
y fue tomada y los soldados fueron muertos o dispersados (II
17, 7). Poco después, otra guarnición romana, sitiada en
Masada, que había sido baluarte de Herodes, se rindió bajo
la promesa de que se les perdonaría la vida, pero fueron
muertos traicioneramente después de haber depuesto las armas
(II 17, 10). Por supuesto, estas acciones provocaron a las
autoridades romanas, que comenzaron a hacer preparativos
para someter a los revoltosos. En la ciudad de Cesarea
(construida por Heodes el Grande), más de 20,000 judíos
fueron muertos en una hora, y toda Cesarea fue vaciada de
sus habitantes judíos, pues Floro capturaba a los que
escapaban y les enviaba a las galeras. Esto enfureció a toda
la nación judía, así que asolaron las poblaciones de Siria y
otros lugares, quemando algunas ciudades hasta los
cimientos.
Dice Josefo: "Pero los sirios
estaban a la par con los judíos en la multitud de hombres
que mataban. Los desórdenes en toda Siria eran terribles.
Cada ciudad estaba dividida en dos ejércitos, y la
preservación de un partido era la destrucción del otro.
Así que el día se pasaba derramando sangre, y la noche se
pasaba llena de terror, lo cual era, de los dos, lo más
terrible. ...
"Era común entonces ver
ciudades llenas de cadáveres, que todavía yacían
insepultos; los de los ancianos mezclados con los de los
niños, todos juntos dispersos por todas partes. También
las mujeres yacían entre ellos sin ninguna cobertura. Se
podía ver la provincia entera llena de calamidades
inexpresables".
En algunos lugares, los horrores eran peores porque luchaban
judíos contra judíos. Sólo en Scitópolis, más de 13,000
fueron muertos en una ocasión (II 18:1-2). Josefo relata el
caso d un hombre prominente que, a causa de las cosas
terribles que sucedían por todas partes a su alrededor, y
para salvar a su familia de una suerte peor, mató primero a
su padre y a su madre a espada, sometiéndose ellos
voluntariamente, después mató a sus esposa y a sus hijos y,
por último, se suicidó (II 18:3). Este incidente nos dará,
por lo menos, una vaga idea de las terribles condiciones en
aquellos 'días de retribución' y de ira sobre este pueblo.
Se han llenado muchas páginas con relatos de la matanza de
judíos en varios lugares. Leyéndolos, quedamos impresionados
con las palabras del Salvador de que, si aquellos días no se
hubiesen acortado, nadie sería salvo (Mat. 24: 22). Las
calamidades eran indescriptibles. Así, en Alejandría, donde
los judíos habían disfrutado de los más altos privilegios
durante siglos, fueron incitados por los
elementos sediciosos a levantarse en
revuelta, y fueron destruidos sin misericordia, y esto, su
destrucción, fue completa. Las casas eran primero saqueadas
de lo que había en ellas y luego incendiadas por los
romanos. No se tenía ninguna misericordia con los niños, y
tampoco ninguna consideración con los ancianos, sino que
continuaron la matanza de personas de toda edad, hasta que
el lugar estuvo inundado de sangre, y cincuenta mil de ellos
yacían muertos en montones (II 18:8).
LA
EXTRAÑA RETIRADA DE CESTIO
El general romano Cestio dirigía
ahora su ejército desde Siria entrando en Judea, destruyendo
todo en un amplio radio, y puso sitio a Jerusalén. Hizo tan
rápidos progresos que la ciudad estuvo a punto de ser
capturada. Los elementos sediciosos huyeron en gran número,
y los pacíficos habitantes estaban a punto de abrir las
puertas de par en par a los romanos, cuando ocurrió algo
notable, tan inexplicable desde cualquier punto de vista
natural que sólo puede atribuirse a una intervención de Dios
y al cumplimiento de las palabras de Cristo. Josefo nos
cuenta cómo el pueblo estaba a punto de recibir a Cestio
como su benefactor, cuando repentinamente el general romano
reclamó a sus soldados y se retiró de la ciudad sin ninguna
razón en el mundo. Si no se hubiese retirado cuando lo hizo,
la ciudad y el templo por supuesto habrían sido perdonados;
y Josefo dice que fue así, supongo, a causa de la aversión
que Dios ya sentía hacia la ciudad y el santuario que
a él (Cestio) se le impidió poner fin a la guerra ese
mismo día (II 19:6).
Pero el traductor de la historia, William Whiston, añade una
nota en este punto, que citamos completa:
"Puede que haya otra razón,
muy importante y muy providencial, de esta extraña y tonta
retirada de Cestio, la cual, si Josefo hubiese sido
cristiano cuando escribió su historia, probablemente la
habría tenido en cuenta también; y es la oportunidad que
tuvieron los judíos cristianos de la ciudad de recordar
las predicciones y las advertencias que Cristo les había
dado cuando les dijo que, 'cuando vieran la abominación
desoladora' (los idólatras ejércitos romanos, con las
imágenes de sus ídolos en sus enseñas) lista a devastar
Jerusalén, 'donde no debía estar' o 'en el lugar santo'; o
'cuando vieran a Jerusalén rodeada de ejércitos', debían
'huir a los montes'. Al cumplir con esto, estos judíos
cristianos huyeron a las montañas de Perea y escaparon de
esta destrucción. Tampoco hubo quizás ningún caso de
conducta visible más apolítica, pero más providencial, que
esta retirada de Cestio durante todo el sitio de
Jerusalén, el cual fue providencialmente una 'gran
tribulación cual nunca fue desde el principio del mundo
hasta aquel tiempo, ni la habrá'".
Era muy evidente para este traductor erudito, y creemos que
debe ser evidente para todos los que están familiarizados
tanto con los tres registros inspirados de la profecía de
nuestro Señor en los Olivos como con los hechos históricos
preservados tan maravillosamente en esta historia por
Josefo, que los tres relatos se refieren al mismo suceso,
que la abominación desoladora consistía de los ejércitos de
la Roma imperial y pagana, y que los sufrimientos sin
paralelo de los judíos durante aquellos cinco años de terror
eran la gran tribulación predicha por el Señor en Mateo
24:21.
LOS
DÍAS DE RETRIBUCIÓN
Josefo dedica casi doscientas páginas (que llenarían más de
cuatrocientas páginas de tamaño regular) al relato de los
acontecimientos de aquellos 'días de retribución', que (como
hemos visto) involucraban, no sólo a los judíos de
Palestina, sino a los de todo el mundo. No podemos
referirnos sino a muy pocos de aquellos trágicos sucesos;
pero, por cuanto no muchos de nuestros lectores tienen
acceso a la historia de Josefo, creemos que estamos
prestándoles un servicio al darles la mejor idea que
tenemos, en un corto relato, de lo que sucedió en aquellos
tiempos.
Después de la retirada de Cestio, hubo una matanza de
aproximadamente 10,000 judíos en Damasco; y luego, siendo
evidente que la guerra con los romanos era inevitable, los
judíos comenzaron a hacer preparativos para defender a
Jerusalén. En aquel tiempo, Josefo, el autor de esta
historia, fue designado general de los ejércitos en Galilea.
Parece haber tenido gran capacidad y éxito como soldado,
aunque fue completamente superado y finalmente capturado por
los romanos. En relación con una de sus operaciones
militares, dice su traductor: "No puedo sino pensar que esta
estratagema de Josefo fue absolutamente una de las mejores
que jamás fueron inventadas y ejecutadas por cualquier
guerrero".
En este punto, el emperador Nerón designó a Vespasiano, un
valiente y experimentado general, para la tarea de someter a
los judíos; y Vespasiano designó a su hijo Tito para que le
ayudase. Invadieron Judea desde el norte, marchando a lo
largo de la costa, y mataron a 18,000 sólo en Ascalón. Así,
pues, Galilea quedó inundada de fuego y sangre; no se salvó
de ninguna clase de miseria y calamidad (III 4:1). Josefo se
opuso a la invasión romana con las fuerzas que tenía, pero,
una por una, las ciudades fueron tomadas y sus habitantes
muertos. Finalmente, Josefo mismo fue obligado a buscar
refugio en Jotapata la cual, después de larga y desesperada
resistencia, fue tomada por Vespasiano. Los incidentes de
este sitio fueron terribles, y entre ellos hubo sucesos que
por fuerza recuerdan las palabras del Señor: "Pero ¡ay de
las embarazadas y de las que críen en aquellos días!". Los
romanos estaban tan enfurecidos por la larga y feroz
resistencia de los judíos que no perdonaban ni tenían piedad
de nadie. Además, muchos, desesperados, se suicidaban. A
Josefo se le perdonó la vida de un modo que parece milagroso
(III 8:4-7), y fue llevado prisionero ante Vespasiano, al
cual le profetizó que tanto él como Tito su hijo serían
César y emperador. ... Desde aquel tiempo hasta el fin de la
guerra, Josefo fue mantenido prisionero; pero estuvo con
Tito durante el subsiguiente sitio de Jerusalén, en el cual
las atrocidades y las miserias alcanzaron un límite
imposible de superar en la tierra. Sólo el estado de los
perdidos en el infierno podría ser peor.
Después de la caída de Jotapata, Jope fue tomada, y luego
Tiberias y Tariquea sobre el lago de Genesaret. Millares
fueron muertos, y más de 30,000 sólo de éste último lugar
fueron vendidos como esclavos. Habiendo sometido
completamente a Galilea, ahora Vespasiano condujo su
ejército hacia Jerusalén.
Para una correcta interpretación de Mateo 24:15-21, es
importante saber que, durante más de un año, los ejércitos
romanos estuvieron ocupados devastando las provincias de
Galilea y Judea antes de poner sitio a Jerusalén. Debe
observarse también que las primeras advertencias de Cristo
de que debían huir eran para los que estuviesen en Judea
(Mateo 24:16). Esto asegura perfectamente que la abominación
desoladora en el lugar santo, que era la señal designada
para que huyeran a los montes los que estuviesen en Judea,
no era un ídolo erigido en el santuario interior del templo,
pues la desolación de Judea se completó muchos antes de que
Jerusalén y el templo fuesen tomados.
Cuando Vespasiano condujo sus ejércitos a Jerusalén, aquella
ciudad condenada a la destrucción estaba en un estado de
indescriptible desorden y confusión, hasta el punto de que,
durante todo el sitio, los judíos sufrieron mucho más a
manos los unos de los otros dentro de los muros que a causa
del enemigo que estaba fuera de ellos. Dice Josefo que había
desórdenes y guerra civil en todas las ciudades, y todos los
que estaban siendo muertos por los romanos se volvían los
unos contra los otros. Había también una encarnizada
competencia entre los que preferían la guerra y los que
deseaban la paz (IV 3:2).
Cuenta Josefo también acerca de la completa desgracia y
ruina del sumo sacerdocio, posición a la cual eran exaltados
los hombres más rastreros; y también acerca de la
profanación del santuario.
El partido más violento en la ciudad era el de los zelotes.
Éstos llamaron en su ayuda a una pandilla de ideumeos
sedientos de sangre, que cayeron sobre los ciudadanos
inclinados a la paz, y masacraron a jóvenes y viejos hasta
que el templo exterior quedó inundado de sangre; y aquel día
quedaron allí 8,500 cadáveres. Entre los asesinados estaba
Ananías, que había sido sumo sacerdote, un hombre venerable
y digno, acerca del cual dice Josefo:
"No puedo equivocarme cuando
digo que la muerte de Ananías fue el principio de la
destrucción de la ciudad, y que en este mismo día puede
fecharse el derribamiento del muro y la ruina de las
actividades de la ciudad, siendo éste el día en que vieron
a su sumo sacerdote y al procurador de su preservación
asesinados en medio de la ciudad. ... Y no puedo sino
pensar que fue porque Dios había sentenciado a la ciudad a
la destrucción, como ciudad contaminada, y estaba decidido
a purificar el santuario con fuego, por lo que quitó la
vida a estos hombres, sus grandes defensores, mientras los
que poco antes habían llevado las sagradas vestiduras y
presidido el culto público fueron echados fuera, desnudos,
para que fuesen pasto de los perros y las bestias
salvajes. ...
"Ahora bien, después de que
estos hombres fueron asesinados, los zelotes y los idumeos
cayeron sobre el pueblo como pandilla de animales
profanos, y les cortaron las gargantas".
Josefo también cuenta de los terribles tormentos infligidos
a los nobles y a los ciudadanos de la mejor clase que
rehusaban cumplir con las demandas de los zelotes. Aquellas
víctimas, después de haber sido torturadas horriblemente,
eran asesinadas, y por temor, nadie se atrevía a
sepultarlas. De esta manera, 12,000 de los habitantes más
eminentes perecieron (IV 5:3). Citamos además:
"A lo largo de los caminos,
yacía también en montones un vasto número de cadáveres; y
muchos que al principio eran celosos por abandonar la
ciudad preferían más bien perecer allí, porque las
esperanzas de ser enterrados hacía que la muerte en su
propia ciudad les pareciera menos terrible. Pero aquellos
zelotes llegaron por fin a un grado tal de barbarie que no
permitían entierros ni de los que morían en la ciudad ni
de los que yacían en los caminos; como si ... al mismo
tiempo que profanaban los hombres con sus malvadas
acciones contaminasen la misma Deidad también, dejaban que
los cadáveres se pudriesen al sol". (IV 6, 3).
Más o menos por este tiempo, más de 15,000 judíos fugitivos
fueron muertos por los romanos, y el número de los que
fueron obligados a saltar al río Jordán era enorme. ... La
región entera a través de la cual huyeron estaba llena de
gente masacrada, y el río Jordán no podía ser cruzado a
causa de los cadáveres que había en él (IV 8, 5, 6).
SE LE ORDENA A
VESPASIANO QUE REGRESE.
TITO TOMA SU LUGAR.
En este punto, se le ordenó a Vespasiano que regresara a
Roma a causa de la muerte del emperador Nerón, y las
operaciones contra los judíos recayeron en Tito. Poco tiempo
después, Vespasiano mismo fue hecho emperador.
Mientras tanto, surgió otro tirano, cuyo nombre era Simón, y
de él dice Josefo: "Ahora bien, este Simón, que estaba fuera
del muro, era un terror más grande para el pueblo que los
romanos mismos, mientras que los zelotes que estaban dentro
eran una carga más pesada que los dos primeros. Aquellos
zelotes eran dirigidos por un tirano llamado Juan; y los
excesos de asesinatos e impurezas en que participaban
habitualmente son indescriptibles" (ver Bk. IV, ch. 9, sec.
10).
Para deponer a Juan, el pueblo finalmente admitió a Simón y
a sus seguidores. Desde ese momento en adelante, la guerra
civil dentro de la ciudad se volvió más incesante y mortal.
La distraída ciudad estaba ahora dividida en tres facciones
en vez de dos. La lucha fue llevada hasta el atrio interior
del templo, después de lo cual Josefo lamenta que hasta los
que llegaban con sacrificios para ofrecerlos en el templo
eran asesinados, y salpicaban aquel altar con su propia
sangre, hasta que los cadáveres de los extranjeros se
mezclaban con los de su propio pueblo; y los de personas
profanas con los de sacerdotes, y la sangre de toda clase de
cadáveres permanecía en charcos en los atrios santos mismos
(V 1:3).
Ciertamente, jamás hubo condiciones como éstas en ninguna
ciudad, ni antes ni después.
Entre las espantosas calamidades que sobrevinieron al
miserable pueblo estaba la destrucción de los graneros y
depósitos de alimentos, de modo que la hambruna pronto se
añadió a los otros horrores. Las facciones combatientes no
estaban de acuerdo en nada, excepto en matar a los que eran
inocentes. Dice Josefo:
"El fragor de los que
luchaban era incesante, tanto de día como de noche; pero
los lamentos de los que se lamentaban excedía al fragor de
la lucha. Tampoco tuvieron ninguna ocasión para que
cesaran en sus lamentos, porque sus calamidades llegaban
todo el tiempo, una tras otra. ... Pero, en cuanto a las
bandas sediciosas mismas, luchaban unas contra otras
mientras pisoteaban los cadáveres que yacían amontonados
unos sobre otros, y los luchadores, llenos de una ira
insana a causa de aquellos cadáveres bajo sus pies,se
volvían más furiosos. Además, todavía estaban inventando
cosas perniciosas los unos contra los otros; y cuando
decidían hacer algo, lo ejecutaban sin misericordia, y no
omitían ningún método de tormento ni de barbarie" (V, 2,
5).
En la ocasión descrita en los párrafos anteriores, los
ejércitos romanos todavía no habían llegado a la ciudad, y
puesto que se acercaba la temporada de la Pascua y las cosas
parecían calmarse momentáneamente, las puertas se abrieron
para los que deseaban observar la gran festividad. En una
nota al pie, dice el traductor:
"Aquí vemos la verdadera
ocasión de aquel gran número de judíos que estaban en
Jerusalén durante este sitio por Tito y que perecieron
allí. Porque el sitio comenzó en la fiesta de la Pascua,
cuando estas prodigiosas multitudes de judíos y prosélitos
habían llegado de todas partes de Judea y otros países.
... En cuanto al número de los que perecieron durante este
sitio, Josefo nos asegura, y como veremos más adelante,
fueron 1, 100,000, además de 97,000 cautivos".
Esto es notable como la última Pascua. Aquella gozosa fiesta
de recordación de la gran liberación por Dios de su pueblo
en Egipto terminó en una orgía de sangre. El tirano Juan
aprovechó esta oportunidad para introducir a algunos de sus
seguidores, con armas ocultas, entre la multitud de
adoradores en el templo. Aquellos hombres mataron a muchos,
y amontonaron a otros en el suelo y los pisotearon y los
golpearon sin misericordia.
Y ahora, aunque los ejércitos romanos estaban a las puertas,
las facciones combatientes comenzaron nuevamente a
destruirse entre sí y a destruir a los habitantes inocentes.
"Porque", dice Josefo,
"regresaron a su anterior locura, y se separaron entre sí,
y combatieron unos contra otros; hicieron todo lo que los
sitiadores podían desear que hicieran. Porque nunca
sufrieron a manos de los romanos nada peor de lo que se
hicieron sufrir unos a otros; ni hubo nunca ninguna
miseria sufrida por la ciudad que, después de lo que
hicieron estos hombres, pudiera considerarse como nueva.
Sobre todo, la ciudad fue desgraciada antes de ser
destruida; y los que la tomaron le hicieron un favor.
Porque me aventuro a decir que la sedición destruyó la
ciudad, y los romanos destruyeron la sedición. Esto fue
mucho más difícil de hacer que destruir los muros. De
manera que podemos, con justicia, atribuir nuestro
infortunio a nuestro propio pueblo" (V, 6, 2).
Este es el rasgo más asombroso de esta gran tribulación,
pues ciertamente nunca hubo una ciudad sitiada cuyos
habitantes sufriesen más a manos unos de otros que del
enemigo común. En esta característica del caso, vemos más
claramente que es uno de los juicios y que, como dijo el
apóstol Pablo, la ira les alcanzó hasta el extremo.
En este punto, comenzó el sitio en serio. Sin embargo, Tito
envió a Josefo a hablar con los judíos, ofreciéndoles
clemencia y exhortándoles a rendirse. Josefo les hizo un
ruego muy elocuente para que no se resistiesen al poder de
Roma, señalando que Dios ya no estaba con ellos. Pero fue
inútil. Así que el sitio prosiguió fuera de los muros, y el
hambre comenzó a hacer estragos en la ciudad, hasta el punto
de que los niños sacaban de la boca de sus padres el bocado
que éstos estaban comiendo, y hasta las madres privaban a
sus bebés de las últimas partículas de alimento que podrían
haber sustentado sus vidas.
Por supuesto, los combatientes reservaban para su propio uso
el alimento que hubiese, y parece que se deleitaban en ver
sufrir a los demás. Era una especie de locura. Inventaban
terribles métodos de tormento, que no nos es dado describir.
Y esto se hacía, dice Josefo, para mantener la locura en
ejercicio (V 10:3). Se infligían los más horribles e
increíbles tormentos a todos de los cuales se sospechaba que
tenían algún alimento oculto. El siguiente pasaje dará una
idea de las condiciones:
"Es imposible describir cada
uno de los ejemplos de la iniquidad de estos hombres. Por
lo tanto, diré brevemente lo que pienso aquí y en este
momento. Desde el principio dle mundo,ninguna otra ciudad
sufrió tantas miserias, ni ninguna otra época engendró
jamás una generación más fructífera en maldad que ésta.
(Esto por fuerza trae a la mente las propias palabras del
Señor). Finalmente, atrajeron el desprecio sobre la nación
hebrea, en el sentido de que ellos mismos parecieran ser
comparativamente menos impíos con respecto a los
extranjeros. Confesaron, y era cierto, que eran la escoria
y los descendientes espurios y abortivos de nuestra
nación, mientras que ellos mismos destruyeron la ciudad y
obligaron a los romanos, quisieran o no, a ganarse la
reputación melancólica al actuar gloriosamente contra
ellos; y casi atrajeron aquel incendio sobre el templo que
ellos parecieron pensar que se produjo demasiado demasiado
lentamente" (V 10, 31).
Bajo la presión del hambre, muchos judíos salían por la
noche a los valles en busca de alimento. Éstos eran
capturados, torturados y crucificados a la vista de los que
estaban sobre los muros de la ciudad. Fueron tratados así
alrededor de quinientos todos los días. Finalmente, el
número llegó a ser tan grande que no había suficiente
espacio para las cruces, ni cruces suficientes para las
víctimas. Así que, a veces, varios eran clavados a una sola
cruz.
Poco más tarde, los ejércitos romanos rodearon la ciudad
entera, de manera que ya nadie pudo salir de ella.
"Entonces", dice Josefo, " el
hambre aumentó, y mató a casas y familias enteras. Los
aposentos altos estaban llenos de mujeres y niños que
morían de hambre; y los senderos de la ciudad estaban
llenos de cadáveres de ancianos. También los niños y los
jóvenes deambulaban como sombras alrededor de los
mercados, todos hinchados por el hambre, y caían muertos,
en los mismos lugares donde la miseria les alcanzaba" (V.
12, 3).
Así empeoraban más y más las miserias de Jerusalén todos los
días. ... Y ciertamente la multitud de cadáveres que yacían
amontonados era un espectáculo horrible, y producía un hedor
pestilente que era un obstáculo para los que querían salir
de la ciudad y combatir al enemigo (VI 1, 1).
El número de los que perecían de hambre en la ciudad era
prodigioso, y sus miserias eran indescriptibles. Porque, si
aparecía siquiera la sombra de cualquier clase de alimento
en cualquier parte, comenzaba en seguida una guerra, y los
amigos más queridos se peleaban por ello en seguida.
En relación con esto, Josefo relata en detalle el caso de
una mujer, eminente por su familia y su riqueza, que,
mientras sufría los estragos del hambre, mató a su bebé y lo
asó, y habiendo comido la mitad de él, ocultó la otra mitad.
Cuando los judíos sediciosos, llegaron a revisar la
vivienda, y sintieron el terrible hedor de este alimento,
amenazaron a la mujer con matarla si no les mostraba el
alimento que había preparado. Ella contestó que había
guardado para ellos una porción escogida, y en seguida
destapó lo que quedaba del pequeño cadáver diciendo: "Venid,
comed de este alimento; porque yo misma he comido de él. No
hagan ver que son más tiernos que una mujer o más compasivos
que una madre". Hasta aquellos hombres desesperados y
endurecidos quedaron horrorizados ante aquel espectáculo, y
estupefactos ante la acción de aquella madre. Se fueron
temblando; y la ciudad entera se llenó del informe de lo que
la mujer había hecho. Debe recordarse que todo este tiempo
las vidas de todos en la ciudad habrían sido perdonadas y la
ciudad salvada si se hubiesen rendido a los romanos. Pero,
¿cómo entonces se cumpliría la Escritura? (Véase Deut.
28:56-57). Poco después de esto, el templo fue incendiado y
quemado hasta los cimientos, aunque Tito trató de salvarlo.
Dice Josefo:
Pero, en cuanto a aquella
edificación, Dios ciertamente la había condenado al fuego
hacía tiempo; y ahora aquel día fatal había llegado, según
la revolución de las edades. Era el día décimo del mes de
Abib, el día en que había sido incendiado anteriormente
por el rey de Babilonia (VI, 4, 5).
Dice además Josefo:
"Mientras la casa sagrada
estaba incendiada, todo lo que estaba a la mano fue
saqueado, y diez mil personas fueron muertas.
Tampoco hubo ninguna misericordia para ninguna edad, ni
ningún respeto para las embarazadas; pero todos los niños,
los ancianos, las personas profanas, y los sacerdotes
fueron muertos de la misma manera. ... Además, muchos,
cuando vieron el incendio, hicieron todo su esfuerzo y
prorrumpieron en gemidos y lamentos. Perea también
devolvió el eco, así como las montañas alrededor de
Jerusalén, y aumentaban la fuerza del ruido".
Pero la miseria misma era más terrible que este desorden.
Porque uno pensaría que la colina misma, sobre la cual se
erguía el templo, hervía de calor, como si estuviese llena
de fuego por todas partes, que la cantidad de sangre era
mayor que el incendio, y que el número de los muertos era
mayor que el de los victimarios. Porque el suelo no era
visible por ninguna parte a causa de los cadáveres que
yacían sobre él (VI, 5, 1).
Al describir cómo cierto número de personas eran asesinadas
en cierto claustro, que los soldados habían incendiado, dice
Josefo:
"Un falso profeta fue el
pretexto para la destrucción de aquellas personas,
habiendo hecho aquél una proclamación pública ese mismo
día diciendo que Dios había mandado que treparan sobre el
templo porque recibirían señales milagrosas de su
liberación. Hubo entonces un gran número de falsos
profetas que habían sido sobornados por los tiranos para
que se impusieran sobre el pueblo y anunciasen que debían
esperar ser liberados por Dios" (VI, 5, 2).
También en relación con este detalle, se cumplió
literalmente la profecía del Señor en el Monte de los
Olivos.
Cuando por fin los romanos lograron entrar en la ciudad, los
soldados estaban tan exasperados por la terca resistencia de
los judíos que no pudieron evitar vengarse de los
sobrevivientes. Así que se dedicaron a la matanza hasta que
se cansaron. Los sobrevivientes fueron vendidos como
esclavos, pero por un precio muy bajo, porque eran muy
numerosos y los compradores muy pocos. Así se cumplió la
palabra del Señor por medio de Moisés: "Y allí seréis
vendidos a vuestros enemigos por esclavos y por esclavas, y
no habrá quien os compre" (Deut. 28:68).
Muchos fueron encadenados y vendidos como esclavos en las
minas de Egipto, cumpliendo así varias profecías que decían
que serían vendidos nuevamente en Egipto, de donde Dios les
había libertado (Oseas 8:13; 9:3).
Al concluir esta parte de su historia, Josefo da el número
de los que perecieron (un millón cien mil) y de los que
fueron vendidos como esclavos (noventa y siete mil), y
explica, como ya hemos dicho, que habían venido de todo el
país para la fiesta de los panes sin levadura, y
repentinamente fueron encerrados por un ejército. Y añade:
"Ahora bien, esta vasta
multitud ciertamente se había reunido desde remotos
lugares, pero la nación entera estaba ahora encerrada por
el destino como en una prisión, y el ejército romano rodeó
la ciudad cuando ésta estaba llena de gente. En
consecuencia, la multitud de los que perecieron allí
superaba a toda la destrucción que los hombres o Dios
jamás causaron contra el mundo" (VI,9, 4).
Así terminó, en la mayor de todas las calamidades de esta
clase, la existencia nacional del pueblo judío, y todo lo
que pertenecía a aquel antiguo pacto que había sido
establecido con gloria (2 Corintios 3:7, 9, 11), pero que
eliminado.
Aquí puede verse un ejemplo de lo completo de los juicios de
Dios, cuando Él se levanta para hacer su extraña obra. El
juicio debe comenzar por la casa de Dios; y en vista de lo
que se nos informa en esta historia de Josefo, cuán
impresionante es la pregunta: "Y si comienza por nosotros,
¿cuál será el fin de los que no obedecen al evangelio de
Dios? (1 Pedro 4:17).
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