William Miller
EL EXTRAÑO ERROR
DE WILLIAM MILLER
DAYS OF DELUSION -
A STRANGE BIT OF HISTORY
Clara Endicott
Sears, 1924
Capítulo 11
LA HISTORIA DE MARY
HARTWELL
Traducido
"And
here we wander in illusions;
Some blessed power deliver us from
hence!"
Los siguientes hechos
e incidentes concernientes a Mary Hartwell y su prometido,
Enoch Robertson, durante estos últimos días, cuando los
seguidores del profeta Miller esperaban el fin, fueron
relatados a la autora por la hija del finado William Boles
Willard, descendiente directo del mayor Simon Willard, de fama
revolucionaria, y residente de por vida del pequeño pueblo de
Still River, que mira hacia Nashua Valley en la parte
occidental de Massachusetts. Los recuerdos de ella de este
período son muy vívidos, y como los Hartwell vivían muy cerca
y al lado de la antigua propiedad de los Boles Willard, el
trato entre las dos familias era diario, y aunque ella era una
niña en ese tiempo, observaba este romance con interés
absorbente, y años, más tarde oyó repetir, una y otra vez,
todos los detalles de él, que fueron vertidos en los oídos de
sus padres por el padre y la madre de la heroína de esta
pequeña historia, además de oír de ellos el relato
proporcionado por el joven mismo en relación con su penosa
experiencia. Algunos detalles menores se obtuvieron también de
fuentes confiables.
Había tres hijas en la familia Hartwell, pero sólo una de
ellas era hermosa. Era tan dulce y gentil de carácter como
adorable en su aspecto, y el joven Enoch Robertson adoraba el
suelo que ella pisaba. [Por consideración a sus
descendientes, los nombres de Hartwell y Robertson han sido
cambiados ligeramente del original a solicitud de la
venerable dama que proporcionó a la autora los hechos del
relato]. Él era un muchacho orgulloso; había sido
más bien inmanejable hasta que él y Mary se dieron palabra de
casamiento y juraron amarse por la eternidad. Después de esto,
él no tuvo sino un sólo pensamiento, día y noche - Mary
Hartwell, la adorable Mary Hartwell.
A pesar del hecho de
que por todas partes se decía vehementemente que el mundo
estaba llegando a su fin, se publicaron las amonestaciones
desde el púlpito de la pequeña Iglesia Bautista de Still
River.
Los padres de Mary no
tenían paciencia con los que creían en la profecía, ni la
tenían sus vecinos, Boles Willard y su familia, ni les hacía
caso la familia Robertson. Todos ellos seguían con sus
ocupaciones habituales, recogiendo sus cosechas con la íntima
convicción de que volverían a plantarlas la primavera
siguiente.
Pero se necesita más
que una profecía para erradicar las cualidades fundamentales
de la naturaleza humana ordinaria, y cuando el padre de Enoch,
conocido por ser extremadamente acomodado, se mostró listo a
prodigar tanto dinero como afecto a la futura esposa de su
hijo, aún los que clamaban más en alta voz que el tiempo que
quedaba era corto mostraron una adecuada porción de curiosidad
cuando varios miembros de ambas familias dejaron filtrar los
rumores de los preparativos para la boda, y cuando el joven
Robertson no sólo le regaló a Mary un anillo de compromiso más
resplandeciente que cualquiera que se hubiese visto en Still
River, y, como si esto no fuera suficiente, sacó de una valija
de cuero reluciente un hermoso reloj de oro sólido y lo colocó
en las manos de ella, tal extravagancia causó una profunda
impresión. Los padres de Mary, no deseando ser menos, le
compraron un equipo de boda que ciertamente causó conmoción en
el pueblo. Había un cofre de dote repleto de ropa interior; y
un baúl nuevecito de cuero, listo y esperando la luna de miel,
contenía todo lo que una novia podría desear para adornarse.
En cuanto al vestido de boda, a la gente se le entrecortaba el
aliento cuando hablaba de él; se rumoraba que era adecuado
para una novia de ciudad.
Y los jóvenes
enamorados eran tan felices como largos eran los días - él,
ardiente y orgulloso de su elección, y ella, tierna y
sonriente y adorable como una flor. El pueblo los miraba con
indulgencia cuando caminaban camino abajo tomados de la mano.
Pero, al aproximarse
el día de la boda, un cambio indescriptible le sobrevino a
Mary Hartwell. Los vecinos tomaron nota de ello, y se
preguntaban por qué. Algunos pensaban que estaba enferma; se
veía muy pálida. Su novio se sentía perplejo e incómodo. Algo,
que él no podía definir, se estaba interponiendo entre ellos.
Él recurrió a la madre de ella para que se lo explicara, pero
ella sólo contestó: "No es nada; es sólo un capricho de
muchacha. Todo estará bien después de la boda". Trataba así de
consolarlo. Algunas veces tenía éxito, y la confianza de él
retornaba, pero cuando buscaba a Mary y la miraba
inquisitivamente al rostro otra vez, no podía cerrar los ojos
al cambio que veía allí, y un día le preguntó
intempestivamente: "¿Está todo listo para la boda, Mary?"
Ahora bien, antes de
ahora, cada vez que el feliz día de la boda se mencionaba, las
mejillas de la muchacha se coloreaban, y ella lo miraba con la
luz del amor en los ojos. Pero en esta ocasión, para completa
consternación de él, ella le dio la espalda. "No hay prisa",
dijo, "es mejor esperar un poco".
Esto fue para él como un golpe
de muerte. Todos comenzaron a observarla con ansiedad.
Mientras tanto, los
días iban pasando, acercando más y más el gran día que, de
acuerdo con las teorías, deducciones, y los cálculos
matemáticos del profeta Miller, habría de poner fin al tiempo
y abrir los cielos para la Segunda Venida de nuestro Salvador.
Muchos de los que no habían hecho caso de la advertencia antes
ahora cayeron en un estado de gran agitación, y fueron a la
propiedad Willard para conversar el asunto con Boles Willard,
siendo uno de los hombres más prominentes del lugar y conocido
por su despierto juicio. La conversación a menudo tenía lugar
en voz alta y en tono vehemente, y su hija, que entonces era
una niña, escuchaba lo que se decía, y se quedaba despierta
por las noches, helada de miedo y de pavor por la trompeta que
decían que sonaría desde un cabo de la tierra hasta el otro, y
del terrible "infierno de más abajo" del cual hablaban tan
locuazmente, y del "lago de fuego" y los gritos y los gemidos.
Más de una vez, ella ocultó su cabeza bajo las sábanas y
sollozó, siendo su único consuelo que su padre afirmaba
positivamente que todos estos vecinos estaban equivocados en
lo que decían, y que ninguna de esas cosas sucederían. Más de
una vez, les oyó decirle a su padre : "¡Vaya, Boles Willard,
hombre, qué es eso de no creer que el fin está cerca? ¿No has
leído tu Biblia? ¿No has leído acerca del sueño de
Nabucodonosor y las profecías en el libro de Daniel?" A lo
cual, para gran consuelo de ella, Willard contestaba con
alguna vehemencia: "¡Yo leo mi Biblia, y en ella encuentro que
Jesús dijo: 'No sabéis el día ni la hora,' y eso es
suficientemente bueno para mí!".
Ahora bien, se notaba
que cada vez que estas conversaciones tenían lugar en la
propiedad Willard, Mary Hartwell cruzaba el camino
apresuradamente y escuchaba atentamente cada palabra que se
decía. También se notaba que, con bastante frecuencia, ella
desaparecía y se ausentaba por varias horas, y cuando
regresaba, su rostro se veía tenso y pálido, y sus ojos
brillaban de manera sobrenatural. En terrible angustia, Enoch
Robertson buscó a los padres de ella otra vez.
"¿Qué puedo hacer?",
les preguntó. "El día de la boda está fijado, y llegará
pronto, y cuando le hablo de ello a Mary y le digo: 'Mary,
nuestra boda se acerca,' ella da media vuelta y dice:
'Esperemos. Es mejor que esperemos'. Mi corazón está adolorido
y estoy lleno de pena".
Trataron ansiosamente
de tranquilizarlo, y nuevamente la madre dijo: "No es nada.
Téngale paciencia", pero lo dijo con menos confianza que
antes, y él intuyó que ellos también estaban preocupados. ¡Y
sí que lo estaban! Allí estaba el vestido de boda, listo y
esperando; y el cofre lleno de ropa blanca, y los atavíos y
los accesorios para la luna de miel. ¡Y todos ellos habían
costado dinero, más de lo que ellos podían sufragar! Pero, más
que estas cosas, era la pareja de lo que estaban tan
orgullosos. Y había el costoso anillo de compromiso y el reloj
de oro sólido, regalos que ninguna otra muchacha de Still
River había recibido nunca de su prometido. "¿En qué estaba
pensando Mary?", se preguntaban el uno al otro, consternados.
"¿Estaba ella cayendo víctima del engaño de que el mundo
estaba llegando a su fin?". Como ella no decía nada acerca de
ello, no le preguntaron directamente si era esto lo que la
preocupaba. En vez de eso, comenzaron a lanzar invectivas
contra estos engañados fanáticos que estaban, como ellos
dijeron, "causando muchos problemas por todas partes."
Ridiculizaron sus predicciones; señalaron a cierto número de
familias que vivían en la comunidad de lo que es ahora Harvard
Depot, declarándolos "nada mejores que gente loca"; objetaron
las reuniones de carpas que tenían lugar en los rocosos
pastizales de la granja Whitcomb, ahora conocida como la
granja de Beaver Brook, cerca de Littleton, desde donde, según
se rumoraba, los cantos y los gritos podían oírse a una milla
de distancia. Señalaron a la "Comunidad" de Groton, y
nuevamente exclamaron: "¡Locos! ¡Locos!", y, de hecho le
prohibieron estar cerca de la granja de Josiah Whitington
sobre el camino entre Harvard y Stow. "Según todas las
apariencias, lo que ocurre allí es algo terrible".
Esto era cierto,
porque los que todavía viven y que lo recuerdan dicen que
nadie que no fuera creyente en la profecía se atrevía a
acercarse al lugar, tan terrible eran el griterío y los cantos
y algunas veces los chillidos que venían de ese lugar
solitario y que podían oírse a gran distancia. Muchos lo
llamaban "el lugar más loco de Massachusetts".
Cuando le hablaban a
Mary de estas cosas, ella guardaba silencio, pero cada día
veían su rostro ponerse más pálido, hasta que parecía una flor
frágil y delicada del bosque, a punto de marchitarse y
desaparecer.
Sucedió que un día la
echaron de menos cerca del mediodía. Había ocurrido antes,
pero esta vez, aunque no podían explicar por completo la razón
de ello, se sintieron excepcionalmente inquietos. Enoch
Robertson, inquieto e infeliz, fue a la casa de los Hartwell
al atardecer, y se le dijo que ella todavía estaba ausente. Él
y la Sra. Hartwell estaban discutiendo la situación
ansiosamente en la cocina cuando de repente Mary apareció en
el quicio de la puerta.
"¡Madre! ¡Madre!",
exclamó. "El hermano Hall en Groton dice que es tiempo de
preparar nuestras lámparas; dice que todas las cosas apuntan a
que el fin está cerca; habrá un gran incendio en Wachusett
Mountain que nos avisará; afirma que será la luz del Espíritu,
y la reconoceremos cuando la veamos, pues su belleza
sobrepasará cualquier cosa que jamás hayamos soñado. Dice que
el valle se convertirá en humo, las rocas serán arrancadas de
la tierra y nosotros seremos arrebatados con ellas en el aire,
esto es, si somos dignos. ¡Madre! ¡Madre! ¿Por qué no escuchas
lo que te digo?"
Fueron tomados tan
por sorpresa, que al principio no podían hablar. La expresión
del rostro de la muchacha era como transfigurada. Parecía
haber tenido una visión.
Su madre contuvo el
aliento. "¡'Mary, niña! ¡Mary!", balbuceó. "¡No vayas a
creerle a Benjamin Hall. Él no sabe de lo que está hablando -
ni tú tampoco - diciendo todas esas cosas locas que no son
así! ¡Caramba, Mary! ¡Es en el día de tu boda en lo que
deberías estar pensando, hija!".
"¡El día de la boda!"
- las palabras vinieron de Mary como si el pensamiento que
ellas encerraban la llenara de horror. Entró a la cocina, y
miró primero al uno y después a la otra.
"No es el momento",
dijo lentamente, "para que pensemos en casarnos o darnos en
casamiento. Sólo tenemos tiempo para pensar en nuestras almas,
y lo que va a ser de ellas".
Enoch Robertson
enrojeció hasta la raíz de los cabellos, y luego su rostro
adquirió una palidez cadavérica. Dio dos o tres pasos hacia
ella, pero de repente se detuvo.
"¿No te irás a echar
para atrás de la palabra que me diste, Mary?", balbuceó. "¿No
harás eso, verdad?" Su voz temblaba, a pesar de su esfuerzo
para aparentar dominio. Esperó un momento. "Me gustaría tener
una respuesta", dijo, mirándola directamente al rostro. Pero
ella no contestó. Parecía como si no lo hubiese oído.
Uno de los presentes
corrió, atravesando el camino, para traer a Boles Willard.
"Venga a hablar con Mary," lo instaron, casi sin aliento.
"¡Está hablando cosas extrañas!". Y se apresuraron hacia el
hogar de los Hartwell. Pero ni siquiera Willard pudo
impresionarla en lo absoluto. ¡El engaño se había apoderado de
ella, y la había hechizado!
Fue cerca de la
víspera del día de su boda cuando Mary Hartwell desapareció.
Cuando primero la echaron de menos, dijeron: "Va a regresar,
como lo ha hecho antes". Pero cuando cayó la noche y todavía
no había regresado, un terrible temor se apoderó de ellos.
Cada vez que se oía pasar una carreta camino abajo, corrían
fuera de la casa a ver.
"¿Estaba Mary en el
camino por donde Ud. venía?", le preguntaban al conductor.
"No", era la invariable respuesta, "hasta donde pudimos ver,
no estaba por ninguna parte".
Al caer la noche, se
corrió la voz de que la muchacha no aparecía. Después de la
cena, la mayoría de los hombres del pueblo llegaron a la casa
de los Hartwell y se ofrecieron para buscar en el bosque,
mientras la mujeres se reunían en grupos en el camino y
discutían la situación. "Se había estado viendo mal por algún
tiempo", algunos estuvieron de acuerdo. "¡Es extraño!",
dijeron otros, intercambiando miradas y sacudiendo la cabeza -
"¡y sólo faltan algunos días para la boda! ¿Sería que se cansó
de él?" "No", decían otros. "Es el temor del fin lo que la
preocupaba, la pobre. No pudo soportar la tensión de la
espera".
Mientras tanto, el
joven Robertson, con el rostro tenso y pálido por la emoción,
se preparaba para guiar al grupo de búsqueda.
"Está el lago",
susurró la madre de Mary en tono tembloroso, "y el río, Enoch;
sería mejor buscar allí. Puede que haya vagado a la ventura,
como aturdida, y haya caído en ellos, la pobre niña. ¡Oh, la
pobre niña!".
Al hacerse noche
plena, el temor de ellos aumentó. La búsqueda duró muchos días
y muchas noches más. El pueblo entero, los hombres, las
mujeres, y hasta los niños, revisaron el bosque y las orillas
del lago, y hasta los rocosos pastizales de Oak Hill, pero no
encontraron rastro de ella. Su novio, frenético de dolor,
corría de aquí para allá, llamándola por su nombre, pero no
obtuvo respuesta. Visitó todos los lugares de reunión de los
seguidores del Profeta Miller y buscó en las muchedumbres que
se reunían en ellos, pero Mary no estaba entre ellos. Después
de un tiempo, la gente del pueblo abandonó la búsqueda.
"Es inútil", dijeron,
"la hemos buscado por todas partes. No podemos hacer nada
más". Pero Enoch juró que nunca abandonaría la esperanza.
"¡Buscaré a Mary mientras tenga sangre en las venas!" declaró
febrilmente, y recorrió el Valle de Nashua a lo largo y a lo
ancho; en cada pueblo donde llegaba, preguntaba ansiosamente:
"¿Han visto a Mary Hartwell, de Still River?". Pero siempre
recibía la misma respuesta: "No. No hemos visto a ninguna
forastera por aquí". Y sin embargo, a pesar de la opinión
prevaleciente entre sus vecinos, ni él ni los padres de Mary
podían creer realmente que Mary estaba muerta. "Está en alguna
parte con esa gente loca", se aseguraban el uno al otro con
confianza. Pero ¿dónde? Enoch la había buscado por todas
partes, sin hallar rastro de ella.
Finalmente llegó el
día que habría de presenciar el gran cataclismo de la tierra y
de sus impíos moradores. Esa mañana, el joven Robertson, que
había pasado la noche sin dormir, se apresuró a ir al hogar de
los Hartwell.
"Hay rumores de una
gran excitación en Lowell", le dijo a la madre de Mary, "y por
alguna razón siento como si algo me atrajera hacia allí. Si
salgo ahora, creo que llegaré al anochecer. Pienso que Mary,
pobre muchacha, anhelaba alejarse de la gente que la conocía.
Quizás esté en Lowell. No se sabe".
"¡En Lowell!",
exclamó la Sra. Hartwell, dubitativamente. "No, está demasiado
lejos". Él no esperó oír más. Casi corrió camino abajo, y al
poco rato se le vio conduciendo su coche de dos asientos sobre
la colina.
La noche ya había
descendido sobre el pueblo. El joven Robertson había dejado su
coche en la caballeriza, y ahora revisaba las carreteras y
caminos apartados de Lowell, a través de angostos valles y
anchas calles, buscando alguna pista que lo condujera al lugar
en que se ocultaba su novia. En muchos lugares, tenían lugar
demostraciones de excitación histérica. Podía oír gente
cantando y gritando al lado del puente, y se apresuró hacia el
lugar con el corazón golpeándole dentro del pecho, se abrió
paso a codazos a través de una muchedumbre de hombres y
mujeres en la angustia de una gran excitación, y examinó cada
rostro a la luz mortecina de las linternas que portaban, por
ver si podía encontrar a Mary entre ellos; pero no había allí
ningún rostro que se pareciera al de ella. Algunos en la
muchedumbre estaban cantando con intenso fervor, sus voces
estridentes, revelando la aprensión que se mezclaba con sus
exaltadas emociones. Algunos estaban pálidos de temor y se
agrupaban nerviosamente, mientras otros parecían estar fuera
de sí de gozo, pero en todos los rostros Enoch veía un
peculiar destello de algo no completamente cuerdo. Se alejó
rápidamente, con el repulsivo temor de ver esa misma mirada en
el rostro de la pobre muchacha engañada a quien amaba tan
entrañablemente, si es que la encontraba.
Estaba doblando la
esquina de una gran bodega, cuando hirió sus oídos una babel
de voces que venía del piso superior del edificio, donde las
ventanas estaban abiertas de par en par. Las habitaciones
estaban iluminadas lo suficiente para que pudiera ver figuras
de hombres y mujeres que iban de aquí para allá. Permaneció
quieto, mirando hacia arriba, y una súbita sospecha lo asaltó.
Encontrando sin llave
la puerta del edificio, subió las escaleras a grandes trancos,
siguiendo la dirección de las voces.
Jamás olvidaría la
escena que se ofreció a sus ojos cuando llegó al piso
superior, según le dijo a la madre de Mary después. Todo ello
era tan contrario a su sentido del equilibrio y la cordura que
se sintió aturdido. Miró a su alrededor y vio a hombres y
mujeres, en parejas o en grupos, cada sexo separado del otro,
moviéndose rápida y ligeramente de un lado a otro como
incapaces de permanecer quietos; un momento cantando y
gritando, y al siguiente deteniéndose repentinamente y
escuchando. Cada vez que hacían esto, una viva emoción parecía
pasar a través de la muchedumbre; la atmósfera estaba cargada
con corrientes que confundían el cerebro, y se apoderó de él
un loco deseo de abrirse paso a empujones hasta el centro de
la habitación, y denunciar a estas personas que creían en una
profecía de una influencia tan devastadora que le había robado
a su prometida, a su novia, de la hermosa muchacha que le era
más querida que cualquier otra cosa en el mundo. Se sintió
exasperado, enfurecido contra ellos. Luego miró los rostros
que pasaban delante de él, y su pasión disminuyó; estaban
tensos y melancólicos, y se encontró preguntándose cuántos de
ellos se habían separado de sus seres queridos, esperando la
eternidad sin ellos, tal como Mary esperaba alcanzarla sin él,
puesto que él no podía creer como ella creía.
Dos mujeres pasaron
en frente de él. Ellas, como la mayoría de los otros, tenían
puestas ropas blancas que parecían más o menos camisones de
dormir, y el cabello, que les colgaba suelto sobre los
hombros, les ocultaba parcialmente el rostro. Pero lo que vio
de la que estaba más cerca de él hizo que la sangre corriera
más rápidamente por las venas. ¿Era Mary? Miró nuevamente, y
luego saltó hacia adelante, y miró el rostro de ella
fijamente. ¿Era Mary en realidad? ¿Era su adorable Mary
Hartwell? Sintió que el corazón se le encogía dolorosamente.
¡Cuán cambiada estaba! ¿Dónde se habían ido aquellas suaves
curvas redondeadas de la juventud? El rostro en frente de él
parecía de cera.
"¡Mary!", exclamó con
angustia. "¡Mary!" Ella se volvió y lo miró, y su expresión
apenas cambió. "¡Mary!". Él le tomó la mano. "¡Oh, Mary, sal
de aquí. Regresa a casa. No deberías estar en un lugar como
éste!".
La voz de él estaba
llena de ruego y de anhelo. En su corazón no había ni asomo de
reproche para ella; era una gran oleada de compasión por ella
lo que ahora lo inundaba, por dentro y por fuera, de la cabeza
a los pies. ¡Nunca había soñado encontrarla así! La pequeña
mano que él apretaba entre la suya parecía sin vida; él no
sintió ninguna presión en respuesta, y estaba fría; él le puso
emcima su otra mano para darle calor. "Mary, ¿no quieres
hablarme?".
Ella lo miró de
nuevo. Su espíritu parecía desconectado y distante. Él apenas
podría decir si ella lo había escuchado, hasta que ella habló
en voz baja y apresurada: "El fin está muy cerca ahora", dijo,
como si la impacientara la interrupción. "Si has venido aquí
como creyente en la profecía, quédate con nosotros, Enoch,
pero si no, entonces vete, y vete pronto, porque la trompeta
puede sonar en cualquier momento".
La mujer que estaba
con ella trató de alejarla de él, pero ella se resistió lo
bastante para decir, con un pequeño jadeo después de cada
palabra: "¿Sabes lo que significa no creer? ¡Enoch! ¡Enoch!
¡Significa el lago de fuego y el infierno de abajo! ¡Oh,
Enoch!".
La sangre fluyó al
rostro de Enoch. "¡No significa nada de eso, Mary!", replicó,
súbitamente airado. ¡"Lo que dices es blasfemia! Dios no es
así. Él está lleno de misericordia y amor. Todos ustedes es
mejor que tengan cuidado de no hacerlo aparecer de esa manera.
Es blasfemia, te lo aseguro!".
Al oír estas
palabras, los ojos de la pobre muchacha engañada se llenaron
de horror, y su compañera tiró de ella, alejándola de él. "¡No
lo escuches!", le advirtió excitadamante.
En ese momento, una
voz de hombre gritó: "Guarda, ¿qué de la noche?" Se hizo un
súbito silencio, y cada uno permaneció silencioso, conteniendo
la respiración.
Un hombre subió
algunos escalones de madera rústica, empujó la puerta de un
tragaluz que se abría al techo, y metió la cabeza por él,
mirando hacia el cielo.
"Veo una extraña luz
allá, detrás de aquellos árboles; parece que viene algo", les
anunció a los que estaban abajo.
Una mujer en la
muchedumbre exclamó: "¡Gloria! ¡Gloria!", - y un
estremecimiento de agitación saltó de corazón en corazón. La
multitud comenzó a ondular hacia atrás y hacia adelante,
cuando el pastor se asomó otra vez.
"No es nada, no es
nada, hermanos", anunció rápidamente. "Estaba equivocado. No
es sino la luna saliendo".
En ese momento, un
grito brotó de la muchedumbre abajo en el puente - se podía
oír a través de las ventanas abiertas - pero cesó enseguida.
(Un incidente similar a éste sucedió en Ludlow,
Massachusetts.)
"¡Mary!", imploró
Enoch, caminando hacia ella, "¡no te quedes aquí con esta
gente loca! ¡Mary, muchacha, el mundo no se va a acabar; todo
es un engaño; lo que esta gente dice no tiene sentido! El sol
saldrá lo mismo que siempre cuando venga la alborada".
Ella se volvió hacia
él enojada. "¡Vete de aquí", ordenó. "¡Déjame ir al cielo en
paz. No regresaré contigo. No tengo nada que hacer con un
incrédulo!".
Su novio dio un paso
atrás como si lo hubiesen golpeado. Entonces notó nuevamente
cuán macilento estaba aquel rostro adorable, y cuán pequeña y
delgada se veía su juvenil figura en su patética y pequeña
túnica de ascensión. Olvidando la afrenta que acababa de
recibir, él vino a su lado otra vez y la tocó en el brazo,
habiéndosele ocurrido un súbito pensamiento.
"¿Dónde están tu
sombrero y tu vestido y todas tus cosas, Mary?," susurró con
un súbito sentido de vergüenza y lástima ante estas palpables
evidencias de su completo engaño.
Ella lo miró con ojos
brillantes y sin parpadear. "No lo sé", murmuró, sacudiendo la
cabeza. "No recuerdo dónde los dejé. Ya no importa".
"Pero, Mary",
insistió él. ¿"Qué has hecho con el anillo? ¿Y el reloj de
oro?" "No lo sé", contestó ella después de hacer una pausa por
algunos momentos, como si tratara de recordar. "No sé qué hice
con ellos. Ahora ya no los necesito, así que no importa".
Enoch se volvió y
bajó trastabillando la oscura escalera lo mejor que pudo.
Sentía que se asfixiaba. ¿Qué había sido de su novia, de la
muchacha que le había prometido amarlo?, se preguntaba con
desesperación. La pequeña figura semejante a un fantasma en el
piso superior no se parecía en modo alguno a su adorada Mary
Hartwell.
Se sentía muy
miserable e infeliz, mientras estaba sentado en los escalones
de la puerta al otro lado de la bodega para seguir vigilando
lo que sucedía allí. Se alegraba de tener una oportunidad para
meditar. En la emoción de encontrar a Mary y la agitación de
su encuentro con ella, en realidad había perdido de vista el
hecho de que cuando terminara la noche y estas pobres
criaturas hubieran descubierto su error, él debía hacer que
ella aceptara que la llevara a casa; en realidad, habiendo
presenciado el poder de convicción al cual estas personas
estaban sometidas, inconscientemente había caído en la
aceptación de la idea de que por lo menos algo debía suceder
antes de la mañana; hasta se encontró mirando al firmamento
estrellado de tanto en tanto para ver si todo estaba bien
allí. Pero ahora que estaba solo, se volvió un hombre práctico
otra vez. Comenzó a considerar con aprensión el ridículo que
los que ellos llamaban "burladores" seguramente lanzarían a
las cabezas de estas pobres víctimas de la profecía del
profeta Miller, y el darse cuenta súbitamente de que Mary
podría estar sujeta a una humillación como ésta, despertó en
él toda su ira. Estaba confundido por la ansiedad.
Pasaban las horas.
Oyó a los relojes dar
las horas al pasar cada una, y cuando esto ocurría, un gran
silencio caía sobre los que esperaban el fin. De cuando en
cuando, veía a algunos de los hombres salir al techo y mirar
alrededor, entrando nuevamente cuando los cantos y las
oraciones se renovaban, pero ahora le parecía que las
voces estaban comenzando a flaquear, como si el
agotamiento estuviese comenzando a invadirlos. Durante una de
estas pausas, Enoch subió quedamente las escaleras para ver lo
que sucedía.
Por todo el pueblo,
los relojes estaban dando la hora otra vez, y se estaba
levantando una brisa, trayendo con ella el frío peculiar que
presagia el paso de la noche. Cuando llegó al descanso
superior, miró adentro, más allá de la puerta. Todos estaban
arrodillados ahora, y la palidez de sus rostros vueltos hacia
arriba lo asustó, haciéndolo contener el aliento.
Apresuradamente, buscó a Mary con la mirada. Y sí, allí
estaba, la pobre muchacha, arrodillada sobre el piso áspero,
con sus delgadas manos cruzadas con fuerza sobre el pecho y
sus dulces labios temblorosos. Todo el amor en el corazón de
él brotó en anhelo hacia ella; había algo tan devocional en su
actitud y su delicado rostro era tan puro y semejante a una
flor, que él se abrió paso por entre la gente y llegó a su
lado.
"Mary," susurró con
ternura, "Mary, la noche pronto habrá pasado. Te estaré
esperando afuera, Mary. No diré nada más, excepto que estoy
aquí para protegerte - ahora y siempre - puedes creerme en
esto".
No esperó ninguna
respuesta, sino que se bajó las escaleras, con el corazón
latiéndole tumultuosamente.
No fue sino hasta que
el sol salió que abandonaron la esperanza. Con los primeros
albores de la aurora, Enoch vio figuras moviéndose con
presteza en la calle como si se apresuraran a alejarse para
ocultar el fracaso de la profecía, antes de que la luz del día
brillara con fuerza. Algunos se quedaron hasta que los rayos
del sol brillaron sobre el horizonte, firmes hasta el fin.
Podía ver grupos de ellos dispersándose al lado del puente. Y
mientras él miraba, comenzaron a aparecer los de la bodega,
retirándose en todas direcciones, algunos llorando, algunos
tambaleándose de agotamiento, algunos con la desesperación y
la desilusión retratada en sus rostros. Muchos de ellos
parecían aturdidos y pálidos como cadáveres.
También apareció Mary
en la puerta. De un salto, Enoch estuvo a su lado. "Ven por
aquí, Mary. Por aquí", la instó en voz baja, que temblaba de
excitación.
Le pareció a él que
los movimientos de ella eran puramente automáticos, como si
apenas estuviera consciente de los contornos, y el único
pensamiento de él era llevarla a la caballeriza donde había
dejado su coche, antes de que alguien en la calle la
reconociera. Al mirarla con solicitud, la pobre y pequeña y
arrastrada túnica de la ascensión atrajo su atención. Sintió
un súbito e inesperado deseo de ocultarla también, pues
recordaba lo que representaba.
"¿No puedes recordar
dónde dejaste tu otra ropa, Mary? ¿No puedes recordar,
querida?, le preguntó, mirando alrededor apresuradamente con
la esperanza de evitar a los burladores. Ella sacudió la
cabeza pesadamente. "Quizás lo recuerdes si te quedas quieta y
piensas por un momento".
Esta vez no hubo
respuesta. Mary escrutaba los cielos con expresión de
inquisitivo asombro, en la que se mezclaba un asomo de
reproche. Pequeñas y algodonosas nubes blancas navegaban
gozosamente por el éter claro y azul, y las hacían chispear
los rayos del sol saliente; otro día, con su porción de
deberes, su llamado al trabajo, y su abundancia de
oportunidades, había amanecido, trayendo con él esa
indescriptible energía que acompaña a los nuevos comienzos.
"Vamos por el coche", dijo Enoch
rápidamente, tratando de ignorar la condición de ella y de
hablar con naturalidad. Le pasó por la mente momentáneamente la
pregunta de si podría algún día ganarla para sí nuevamente, pero
la desechó como falta de fe en ella, y se concentró en instarla
a caminar hacia la caballeriza, y cuando finalmente llegaron
allí, la alzó para subirla al coche, e iniciaron el camino a
casa.
¡Fue un extraño regreso al hogar! Para
Enoch, "la tierra y su plenitud" parecía muy hermosa en esta
mañana de octubre, pero cada momento era consciente de la
pequeña figura silenciosa y aparentemente desolada que estaba
sentada acurrucada a su lado. De tanto en tanto, algo como un
sollozo escapaba de ella, que lo hería vivamente, pero cada vez
su amor por ella triunfaba sobre la herida en su corazón, y se
obligaba a sentir sólo una tierna piedad y solicitud. Recordó la
pasada felicidad de ambos, y el gozo con el que hablaban juntos
de su futuro hogar. ¿Podría estar muerto todo el amor que ella
le había mostrado?, se preguntaba, cuando un súbito temor le
atenaceó el corazón. Pero nuevamente repudió el pensamiento y
llamó en su auxilio a la paciencia.
Cuando el largo trayecto había casi llegado
a su fin y se estaban acercando a su destino, un viejo granjero
que los pasaba en su carromato tiró de las riendas de su
caballo, para decirles: "Bueno, después de todo el mundo no
llegó a su fin, había una luz brillante sobre el Monte Wachusett
anoche, lo mismo que decían que iba a haber. Creo que la deben
de haber visto. La mayoría de la gente la vio".
A
la mención de una luz sobre Wachusett, Mary se despabiló como si
una chispa eléctrica la hubiera tocado. Se aferró al brazo de
Enoch. "¡Pregúntale qué quiere decir!", susurró excitadamente,
una súbita esperanza destellando en sus ojos - "pregúntale
rápido lo que quiere decir! ¡Una luz en Wachusett, Enoch - ésa
habría de ser una señal! Quizás debimos haber esperado un poco
más. Todavía puede venir". Él podía sentirla temblar mientras la
mano de ella le agarraba el brazo.
Esperando calmarla siguiéndole la
corriente, se volvió y miró al anciano. "¿Una luz dice? ¿Cómo es
eso?" "Los muchachos la vieron", contestó el hombre con una
prolongada sonrisa ahogada. "Una pandilla de muchachos traviesos
encendieron una hoguera, que podía quemar la montaña. La gente
de todos los alrededores estaban muertos de susto y pensaron que
de verdad el fin había llegado".
Enoch sintió la ligera figura a su lado
derrumbarse como postrada por un golpe. Hizo restallar el látigo
sobre la cabeza del caballo para que apurara el paso.
"Dígame - espere un momento", gritó de
repente el viejo granjero, que había estado mirando a Mary con
curiosidad. "Dígame, ¿no es esa Mary Hartwell, de Still River,
sentada junto a Ud? Dígame, Enoch Robertson, espere".
Pero el caballo del joven Robertson ya
estaba galopando camino abajo, llevando el coche y a sus
ocupantes fuera del alcance de la voz del anciano.
¡Pobre Mary Hartwell - pobre muchacha
engañada - cuán amargo fue su despertar! Cuando el caballo
disminuyó la velocidad, Enoch la miró de reojo, y vio que que
ella se había cubierto el rostro con las manos y lloraba
lastimeramente. Las palabras del anciano habían hecho trizas los
últimos restos de su destrozado sueño.
Enoch trató de consolarla, pero en vano. Él
estaba lleno de angustia y estupefacto por no poder calmarla. No
sabía qué hacer o qué decir, porque cuando extendió la mano para
rodear la de ella expresando simpatía, ella la alejó de sí.
"¡No me molestes!", exclamó miserablemente.
"¡No puedes entender - no eras uno de nosotros!".
La joven estaba completamente agotada para
cuando llegaron a su hogar, el hogar que el engaño le había
hecho desertar y dejar abandonado.
Al sonido del coche que se aproximaba, las
hermanas y padres de Mary, temblando de emoción, corrieron a la
puerta y permanecieron allí, esperando saludarla. Al bajarla
Enoch del coche, extendieron los brazos para recibirla.
"¡Mary - hija!" exclamó su madre con una
voz que temblaba a pesar del gozo - "Has regresado a nosotros -
has regresado al hogar!".
Se reunieron alrededor de ella, tratando de
contener las lágrimas, porque vieron la palidez de cera de su
rostro y miraron con aprensión a lo delgado de sus frágiles y
esbeltas manos. Con tiernas palabras de estímulo y amor, la
condujeron a la casa y cerraron la puerta.
Al otro lado del camino, los vecinos
observaban la escena. Boles Willard sacudió la cabeza
tristemente. "No sabéis ni el día ni la hora", dijo, citando la
Biblia nuevamente. "Es extraño que no prestaran atención a esas
palabras!".
En el pueblo se decía que nunca hubo amante
más cariñoso ni más fiel que Enoch Robertson. Esperó y esperó a
Mary Hartwell, pero ella no le prestaba atención. Triste y
abatida como una flor marchita, se sentaba día tras día en la
ventana, mirando adoloridamente a través del valle hacia la
Montaña Wachusett. Alguien dijo: "Sería mejor que se fuera de
aquí". Otros decían: "Ella nunca volverá a ser la misma otra
vez".
Su madre y sus hermanas trataron de hacer
volver sus pensamientos hacia la boda. "Enoch te está esperando,
Mary", le dijeron; "ya ha esperado suficiente". Pero ella sólo
sacudía la cabeza y no hacía ningún comentario.
Y así pasó el tiempo; hasta que una
primavera, cuando las flores de los manzanos y las lilas
llenaban el aire con su fragancia, Mary se puso el vestido de
boda, y la corona de pimpollos de color naranja sobre su pálida
frente, y en la pequeña Iglesia Bautista en el centro del
pueblo, ella y Enoch se convirtieron en marido y mujer.
Entonces, con tierno cuidado, él se la llevó lejos del hogar de
su niñez al mundo exterior de amplias actividades, donde ella
pudiera olvidar, y empezar una nueva vida. Y el pueblecito no
los vio más.
Pero algunos años más tarde, el pueblo
recibió noticias de ellos. Fueron traídas por dos de sus
antiguos camaradas, que se los encontraron en una estación de
ferrocarril - a Enoch, Mary, y sus niños.
"¿Cómo estaba Mary?", preguntó el pueblo
ansiosamente. "Ahora parece como otras personas," fue la
respuesta, "y Enoch la ha hecho feliz".
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