LOS CREYENTES CRISTIANOS,

LA IGLESIA Y LA BIBLIA


En general, los miembros de las muchas denominaciones cristianas en Panamá son gente bastante honesta. Procuran mantenerse fieles a lo que se les ha enseñado, y aceptan de buena gana, como buenas y confiables, las enseñanzas, doctrinas, e interpretaciones de sus respectivas congregaciones, especialmente acerca de lo que constituye la piedra angular de sus creencias, la Biblia.

En este artículo, examinaré el concepto que estos cristianos tienen de la Biblia. Para este propósito, me servirá sobre todo mi experiencia personal en conversaciones con pastores y laicos de algunas denominaciones, así como observaciones del comportamiento de estas personas sobre este tema en particular, y algunas lecturas. Estas personas podrían muy bien representar importantes segmentos de la comunidad de creyentes cristianos.

Por lo que he podido sacar en limpio, para muchas personas la Biblia no sólo representa, sino que es, la palabra de Dios hecha libro. Se le atribuyen las mismas notables características de principio a fin. La consideran inspirada por Dios, y, por lo tanto, perfecta, infalible, inerrante, inmutable, eterna. En cierta congregación, un hermano, sin ningún motivo específico aparente, me preguntó si yo creía que la  Biblia permanecería para siempre. La pregunta me tomó por sorpresa. Nunca se me había ocurrido pensar en eso. Contesté, sin embargo, que creía que no, pues la Biblia es un libro, y en la eternidad no necesitaríamos esa clase de instrumentos. El hermano me miró fijamente y me dijo que le extrañaba mucho mi ignorancia, pues la Biblia dice que “la palabra de Dios permanece para siempre”, obviamente igualando la Biblia a la palabra de Dios, viva y eficaz. A este hermano nunca se le habría ocurrido pensar que, si la Biblia no sólo contiene, sino que es, la palabra de Dios, entonces él  mismo y otras personas tendrán que admitir que es lícito decir que la palabra de Dios no siempre existió, pues la Biblia no siempre existió. Esta idea les parecerá a muchos irrespetuosa y hasta blasfema, pero es la consecuencia lógica de la idea y el concepto que este  creyente insensato tenía sobre la Biblia.      

Para algunos, la Biblia es objeto de una reverencia que raya en superstición. Parecen creer que la sola presencia de la Biblia en una vivienda puede alejar el mal. En una mesita de la residencia de una persona conocida, vi una Biblia abierta en los Salmos. Esto no tendría nada de raro, excepto que las páginas lucían amarillentas, descoloridas, debido, creo yo,  al largo tiempo que esta Biblia había estado abierta exactamente en la misma página. Parecía que ni el resto de las páginas habían sido abiertas en mucho tiempo, ni esa Biblia se había movido del mismo lugar en que había estado en aquella casa durante quién sabe cuántos años. Era, pues, tratada como un amuleto de la buena suerte, en la misma categoría que una pata de conejo. Sin embargo, a juzgar por lo que ocurría en aquel hogar, el mal y la desgracia también estaban presentes, a pesar de la presencia de la Biblia. Varios miembros estaban gravemente enfermos, las finanzas familiares no eran bien administradas, la familia estaba dividida. El problema en aquella casa no se resolvía con una Biblia abierta. Pues, además del físico, el problema más grave era la distancia espiritual entre aquella familia y Dios.

Se podría pensar que el respeto y la reverencia que los creyentes profesan a la Biblia estarían normalmente acompañados por un estudio asiduo y diligente de ella. Pero no parece que sea así. Por lo que he podido ver, no muchos creyentes leen la Biblia. Muchos la llevan consigo a los cultos, pero sólo leen los textos que el predicador anuncia desde el púlpito durante el sermón. Durante el culto, los creyentes se conforman con la explicación o la interpretación que se les ofrece a los congregados. Con muy pocas y honrosas excepciones, los creyentes que aceptan como verdaderas y confiables las explicaciones e interpretaciones de su iglesia, no parece que lo hacen porque han estudiado la Biblia lo mejor que han podido y han llegado a sus propias conclusiones, sean o no similares a las de la dirección de su iglesia, sino porque han partido de las siguientes premisas:

A.- Su “iglesia” profesa creer en Dios como Creador y en Jesucristo como Salvador personal. Es cristiana y confiable representante de Dios en la tierra. Por consiguiente, sus enseñanzas e interpretaciones son enteramente dignas de confianza.

B.- La Biblia es la palabra de Dios. Por lo tanto, lo que los pastores e instructores profesan creer, predican, enseñan en esta iglesia acerca de la Biblia debe ser correcto y verdadero. Todo está bien.

Cuando, durante el culto, el creyente lee en su Biblia lo mismo que el predicador lee en la suya desde el púlpito, el creyente siente que su fe ha sido robustecida y confirmada, y que todo está bien. Al creyente jamás se le ocurriría dudar de lo que oye decir desde el púlpito o de lo que lee en algún folleto. No alcanza a ver ningún peligro ni inconveniente, ni en la Biblia, ni en lo que se le predica, ni en los que predican y enseñan. Tiene menos razones aun para pensar que, si hay algún problema para él, éste reside, no en el texto bíblico que le acaban de leer, sino en la “explicación” (interpretación) que el predicador acaba de hacer, supuestamente  en nombre de Dios.

Una vez que una “iglesia” se ha ganado la confianza del creyente y éste ha sido admitido oficialmente como miembro de la congregación, el nuevo miembro es cuidadosamente aleccionado y adiestrado para que acepte implícitamente, de allí en adelante, lo que la iglesia le enseñe. Se le enseña que, siendo la Biblia la palabra de Dios y siendo la iglesia su vocera autorizada, dudar o cuestionar sus enseñanzas equivale a dudar de Dios mismo, cuestionar a Dios mismo. Se le advierte de las terribles consecuencias de su falta de fe y de este cuestionamiento. Le hablan del infierno, del pecado imperdonable contra el Espíritu Santo, de la pérdida de la vida eterna. Como resultado, el creyente, atemorizado, intimidado, no se atreve siquiera a preguntar sobre algún tema que le preocupa o le interesa.   

Es un verdadero milagro que un profeso creyente decida finalmente alejarse de la “iglesia”, a la que ha pertenecido por años, cuando descubre que sus enseñanzas, doctrinas o interpretaciones no se ajustan a lo que él mismo lee en su Biblia. El solo hecho de preguntar hace que los dirigentes (pastores, ancianos, instructores bíblicos) lo miren con recelo, desconfianza, sospecha. Si insiste, puede esperar cualquier consecuencia. Los miembros que preguntan o cuestionan mucho son sumariamente “desfraternizados” o despedidos con cajas destempladas, como les ocurrió a un par de miembros de una de estas denominaciones hace algún tiempo. En este caso particular, lo más terrible fue que esta denominación enseña que, como ella es la única  iglesia verdadera, el hecho de haber “borrado” los nombres de estos miembros de sus libros aquí en la tierra equivale a que también fueron “borrados” de los libros del cielo. En otras palabras, la iglesia, por sí y ante sí, decidió que estos miembros se perdieron para siempre, por toda la eternidad, sólo por haber discrepado con las interpretaciones de esta denominación en particular.

Volvamos a lo que sucede con muchos creyentes y sus Biblias. Cuando termina el culto, los creyentes toman sus Biblias, las ponen bajo el brazo, y regresan tranquilamente a sus hogares, aparentemente convencidos de que han cumplido con lo que se esperaba de ellos (ellas) como cristianos (as). Ya de vuelta en su casa, ponen sus amadas Biblias en el mismo lugar en que estaban, y donde permanecerán durante toda la siguiente semana, hasta que llegue el momento de regresar a la “iglesia” nuevamente para el siguiente culto. Esta idea de que, al asistir a la “iglesia” en ciertos días de la semana, el creyente cumple un deber, parece originarse en el hecho de que muchos de ellos proceden de la Iglesia Católica Romana, que enseña que asistir a los cultos es un deber de los cristianos y que esta asistencia, por sí misma, tiene méritos ante los ojos de Dios.

Decíamos que no parece que muchos creyentes lean sus Biblias habitualmente. Aun menor es el número de los que estudian su Biblia seriamente. En este punto, es oportuno observar que una cosa es leer la Biblia y otra muy diferente estudiarla. Por lo que he observado, la mayoría de los creyentes cristianos en Panamá no se parecen en nada a los oyentes de Berea, a los cuales Pablo llamó “más nobles”, porque “escudriñaban cada día las Escrituras [en ese momento la Torá, pues todavía no había Biblia], para ver si estas cosas eran así”. En la época moderna, el problema se agrava porque las “iglesias” o denominaciones evangélicas no parecen alentar en los creyentes un estudio serio de la Biblia. Nuevamente, esta renuencia probablemente puede atribuirse al origen católico romano de muchos de estos creyentes, pues muchos de ellos vivieron y crecieron en la época en que la Iglesia Católica Romana no sólo no alentaba la lectura de la Biblia, sino que hasta prohibía que se la leyera, y celebraba la misa en latín, precisamente para impedir que los creyentes cristianos tuvieran acceso a estas informaciones.  

Entiendo que las iglesias evangélicas hablan mucho de “estudiar la Biblia”, pero ofrecen a los creyentes poca o ninguna ayuda personal y directa para un estudio serio de ella fuera del ámbito del lugar de reunión. Allí, tal estudio tendría que ser con las interpretaciones establecidas y aprobadas por la propia iglesia. Las iglesias hablan de que, al estudiar la Biblia con oración y fe, el creyente entenderá el mensaje que Dios quiere que entienda en la Biblia.

A los creyentes se les enseña que la Biblia es su propio intérprete. Normalmente, esta idea no sería aceptable, pues no es correcto decir que un libro puede interpretarse a sí mismo. Hace falta una fuente externa, y de mayor autoridad y categoría que el libro que ha de ser interpretado. Pero la Biblia no contiene ninguna guía de autointerpretación. Si la hubiera, no habría necesidad de ninguno de los numerosos comentarios bíblicos, que no son sino intentos de interpretar la Biblia.

Tengo la impresión personal de que esta renuencia a alentar o estimular un estudio serio de la Biblia puede deberse, al menos en parte, al temor no confesado, de parte de las iglesias, de que los creyentes, al estudiar la Biblia en sus hogares, puedan llegar a conclusiones no aprobadas ni autorizadas por su “iglesia”. En consecuencia, cuando los creyentes aceptan como verdaderas y confiables las explicaciones e interpretaciones de su iglesia, no es porque han estudiado la Biblia lo mejor que han podido y han llegado a sus propias conclusiones, sean o no parecidas a las de la dirección de su iglesia, sean o no aprobadas por ella. No. Las aceptan con la mayor sinceridad, únicamente por fe, porque tienen confianza en las personas que se las han enseñado y en las iglesias que respaldan estas enseñanzas con sus interpretaciones.   

Los creyentes con algo más de experiencia en el conocimiento de la Biblia tampoco escapan a situaciones y actitudes que limitan un “escudriñamiento” más profundo de la Biblia. Por lo general, la Biblia se suele estudiar desde un punto de vista religioso, dogmático, eclesiástico. Esto está muy bien. Pero ella es susceptible de ser estudiada desde otras perspectivas igualmente válidas y hasta necesarias y convenientes; por ejemplo, la histórica y la literaria. Desde el siglo diecinueve, se ha despertado un renovado interés por el estudio de la Biblia desde el punto de vista de sí misma, por lo que ella dice (o no dice).

En buen número de sectores del cristianismo, ya casi ha desaparecido el temor a las consecuencias de un estudio más profundo de la Biblia, y no solamente desde un punto de vista religioso, sino también desde otros igualmente importantes. Ya circulan en Internet numerosas obras en forma de libros, comentarios, y artículos sobre la existencia en la Biblia de numerosas inconsistencias, discrepancias y contradicciones, directas o indirectas. Se ha tratado de explicar algunas de estas inconsistencias con razonamientos más o menos elaborados, diciendo que se deben a errores de escribas, copistas o traductores, pero no sucede así con otros muchos pasajes. Hay numerosos lugares en la Biblia que son verdaderos atolladeros, la única salida de los cuales parece ser el reconocimiento de que, después de todo, la Biblia no es todo lo infalible, inerrante, inmutable, que nos han enseñado que es.

El uso de estos razonamientos para explicar estas inconsistencias y discrepancias tropieza con un serio problema. Por siglos, la Biblia fue considerada, presentada, enseñada, y predicada como cien por ciento inspirada, infalible, inerrante, perfecta, inmutable, eterna. Algunos han llegado hasta a afirmar que cada palabra, cada tilde y cada coma han sido inspiradas directamente por Dios. Como tal, sería de esperarse que la Biblia no contuviese ningún tipo de errores, ni religiosos, ni históricos, ni gramaticales, ni de ninguna otra clase. Pero no ocurre así. Cuando algunos de estos entendidos en la Biblia son confrontados con estas discrepancias y estos claros errores, pasan verdaderos apuros para tratar de explicar lo inexplicable. Uno de ellos, al cual yo conozco personalmente, al ser confrontado con un libro que comentaba algunas discrepancias en la Biblia, sacudió la cabeza y dijo: “Yo sí estoy dispuesto a leerlo, pero, lo que no está en la Biblia ...”.

Cuando a un entendido en la Biblia se le pregunta acerca de la autoridad, inerrancia, inspiración, etc., de la Biblia, generalmente cita 2 Timoteo 3:16. “Toda la Escritura es inspirada por Dios ...” y 2 Pedro 1:21: “Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por Dios ...”. Sin embargo, cuando son confrontados con las inconsistencias y discrepancias en temas bíblicos específicos, por ejemplo, en Génesis, dicen: “Tenemos que tener en cuenta que la Biblia fue escrita por seres humanos”. Lo notable es que la Biblia siempre “fue escrita por seres humanos”. Sólo que, desde cierto tiempo para acá, la gente dejó de creer implícitamente en la Biblia como “inerrante” y comenzó a investigarla en serio. Esta respuesta surgió después de que por, siglos, se les había enseñado a los creyentes que la Biblia era creíble cien por ciento por ser la palabra de Dios.

Si yo interpreto más o menos correctamente la posición de una persona que piensa así, lo que se quiere dar a entender con esta respuesta a medias es que la Biblia fue y continúa siendo inspirada divinamente y es digna de toda confianza y credibilidad a pesar de que fue escrita por seres humanos falibles y sujetos a error.

Es un buen intento de soslayar una situación por demás incómoda, y además, insostenible desde el punto de vista de la iglesia. Si la participación de seres humanos falibles y sujetos a error en la redacción de la Biblia es una respuesta válida para la evidente presencia en ella de múltiples inconsistencias y discrepancias, entonces el contenido de la Biblia sólo puede ser de una de tres clases:

A.- Toda la Biblia es inspirada divinamente. Cada palabra, cada coma, y cada tilde es de origen divino y enteramente libre de errores, inconsistencias y fallos. Es completamente digna de confianza, pues, al proceder de Dios, toda ella es impecable. En ese caso, no es lógico ni aceptable que tenga absolutamente ninguna imperfección. Es de esperar que sea perfecta en todos los sentidos imaginables y aun más allá. Pero es evidente que no lo es, aun dentro de nuestra pobre y limitada capacidad. Si la Biblia es todo lo que se nos ha enseñado que es, es nuestro privilegio y nuestro deber creerla, aceptarla, predicarla, enseñarla y vivirla tal como está. Pero es evidente que no es todo lo que las iglesias cristianas nos han enseñado, predicado e interpretado.

B.- Toda la Biblia es de origen humano, sin la participación de lo divino. En ese caso, no sólo no se puede, sino que no se debe, esperar perfección. Aunque hable de Dios, la creación, las profecías, Jesucristo, y todas las cosas de que habla la Biblia como la conocemos actualmente, no es digna de confianza y no se debe predicar la fe en ella.

C.- La Biblia es en parte de origen divino y en parte de origen humano, como lo indican los textos citados anteriormente y la observación de que sus inconsistencias y contradicciones se deben al hecho de que fue escrita por seres humanos. Es interesante que esta dualidad humana y divina en la redacción de la Biblia sólo se les ocurrió a los defensores incondicionales de la Biblia después de que la inerrancia bíblica se volvió insostenible. Así, pues, parece que la iglesia ahora ya acepta esta doble naturaleza o condición de la Biblia. No les quedó más remedio.

Si la Biblia es divina y humana, sería de esperarse que tuviera o indicara la existencia de una guía, un manual, o algún instructivo que ayudara a identificar las partes que son de origen humano y las que son de origen divino, de manera que el lector pudiera tomar sus propias decisiones en cuanto a su confiabilidad. En otras palabras, una guía de interpretación. Pero aquí es donde la iglesia cristiana tropieza con otro problema. La Biblia no tiene ninguna instrucción sobre cómo debe ser interpretada. Y no la puede tener, precisamente por su doble condición de documento de origen divino y humano, y además, porque, estrictamente hablando, la Biblia es un documento anónimo. No tiene firma. Desde hace muchísimo tiempo, se ha reconocido la participación de muchos autores en su composición, pero no sus identificaciones y mucho menos sus nombres. Sus autores no se conocen. Ni siquiera los libros que forman el Pentateuco, a pesar de que se los denomina “libros de Moisés”. Tampoco los autores de los evangelios. Si, tal como la Biblia está, es la causa de innumerables conflictos, desavenencias, agrias disputas, guerras, imaginémonos lo que sucedería si hubiese una guía de interpretación.

A esta ausencia de una guía bíblica interna se debe probablemente que circulen en el mundo cristiano numerosos manuales de interpretación y comentarios. Parece un intento de uniformar las interpretaciones cristianas de la Biblia y llegar a la tan ansiada “unidad en la fe”. Un resultado adicional, pero muy importante, de esta ausencia de una guía escrita de interpretación en la Biblia es la aparición de numerosas denominaciones cristianas, cada una de ellas convencida de que su particular interpretación de la Biblia es la correcta. Yo digo que todas estas interpretaciones son igualmente legítimas, pues cada una de las iglesias correspondientes argumenta que la suya está basada en la palabra de Dios y que, por lo tanto, tiene derecho a interpretarla a su leal saber y entender.   

A estas “iglesias” no les gusta mucho que se les señalen estas diferencias entre organizaciones que reclaman formar parte del mismo cuerpo de Cristo. Suelen comentar que “están unidas en las cosas importantes, pero separadas en las cosas menos importantes”. Esto suena bien, pero es sutilmente contradictorio. Resulta que las cosas que ellas llaman “menos importantes” son precisamente lo contrario. Si tales cosas son las que las mantienen separadas, por fuerza tienen que ser, no solamente importantes, sino las más importantes para ellas.

En algún lugar del planeta Tierra. Junio 25 de 2004.


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