MI EXPERIENCIA EN EL ADVENTISMO DEL SÉPTIMO DÍA

Román Quirós M.
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CAPÍTULO 1


INTRODUCCIÓN Y ANTECEDENTES

Dice la Biblia que el hombre, la más elevada de las criaturas, fue hecho a imagen y semejanza suya. Hasta qué punto es semejante, es cosa que merece ser tratada aparte. Debido a esta semejanza con Él, el hombre probablemente se parece a Dios mucho más de lo que él mismo sospecha. Según da a entender la Biblia, el hombre fue creado diferente de y al mismo superior a los seres que conocemos como animales. El hombre es responsable de sus actos y consciente de su exaltado origen y destino, cosa que no sucede con los animales. El hombre tiene la facultad de decidir. Puede actuar por su cuenta, observar, discurrir, reflexionar, sacar sus propias conclusiones, tomar sus propias decisiones. Hemos dado en llamar a esta facultad "libre albedrío". Pero, aunque el hombre puede pensar y actuar por su propia cuenta, no es completa y absolutamente libre. Al mismo tiempo, es esclavo de las mismas decisiones que con tan aparente libertad puede tomar. Dice la Biblia que, al hombre, algún día, se le ha de  pedir cuentas de sus actos.

El hombre no puede escapar a las consecuencias de sus acciones u omisiones, que lo seguirán toda la vida, y con frecuencia, afectarán la vida de aquellos que están más cerca de él, para bien o para mal. El uso de esta libertad entraña una tremenda responsabilidad.  Además, esta libertad no es ilimitada. El hombre es libre, pero únicamente dentro de los parámetros y límites que el Creador estableció para él y de acuerdo con los lineamientos que Él, como Artífice y Hacedor, tiene derecho a establecer para sus criaturas.

Como partícipe de la naturaleza de Dios y procedente de Dios, el hombre es consciente de Dios. Desde la desobediencia original, y porque todavía continuaba siendo hijo de Dios a pesar de su alejamiento, nada deseó más hondamente que volver a estar en paz con su Dios, de quien se había alienado por las circunstancias que nos relatan las Sagradas Escrituras. La historia del hombre espiritual ha sido la búsqueda incesante de un camino que lo lleve a su seno primigenio, a su primera y gloriosa armonía con Dios. Buscar y encontrar a Dios y su verdad es la más noble empresa que hombre alguno haya iniciado o podría iniciar jamás. Esta búsqueda y el hombre que la emprenda deberían ser respetados e imitados.

La Iglesia Adventista del Séptimo Día (IASD) no es ajena a este principio, que es a al mismo tiempo un derecho y un deber. Así lo expresa acertadamente el libro El Gran Conflicto. En la página 546, en el capítulo 38, "Nuestra Única Salvaguardia", dice: "La salvación de nuestra alma está en juego y debemos escudriñar por nuestra cuenta las Sagradas Escrituras. Por arraigadas que sean las convicciones de un hombre, por muy seguro que esté de que el pastor sabe lo que es verdad, nada de esto debe servirle de fundamento. El tiene un mapa en el cual van consignadas todas las indicaciones del camimo para el cielo, y no tiene por qué hacer conjeturas. El primero y más alto deber de toda criatura racional es el de escudriñar la verdad en las Sagradas Escrituras y luego andar en la luz y axhortar a otros a seguir su ejemplo. Día tras día, deberíamos estudiar diligentemente la Biblia, pesando cada penamiento y comparando texto con texto. Con la ayuda de Dios, debemos formarnos nuestras propias opiniones, ya que tenemos que responder a Dios por nosotros mismos".

Sin embargo, por ironía de la vida, fue precisamente el ejercicio del derecho y la obediencia al deber de estudiar la Biblia por nuestra propia cuenta y sacar nuestras propias conclusiones lo que nos llevó, al hermano Romelio González y a mí, Román Quirós Martínez, a discrepar de la IASD y a ser separados de ella más tarde.

Primero, parece apropiada un poco de historia personal. Conocí la IASD desde muy temprano en la vida. En ese tiempo, vivía yo en Boquete, provincia de Chiriquí, a donde había llegado con mi familia. Cuando tenía como nueve años, visitaba a una tía materna, Juana Martínez, que vivíacerca. Ella, su esposo - al que llamaban don Flores - y el hijo único de ella, Adán, asistían cada sábado a lo que ellos llamaban la capilla, al otro lado del pueblo. Yo tenía la impresión de que estas personas habían sido adventistas toda su vida, que no había habido ningún momento en que no lo habían sido, tan natural se veía en ellos el asistir a laiglesia.

Cuando yo tenía como 12 años, más o menos por 1946 o 1947, llegó a Boquete un predicador adventista, Eduardo Ruiloba, padre, que presentó una serie de conferencias en la capilla. Varios miembros de mi familia asistimos, incluyéndome a mí. Recuerdo que me impresionó la sencillez y claridad de la exposición. Pero lo que más vívidamente recuerdo es la impresionante descripción del fin del mundo que el pastor hizo una noche, cuando, por medio de diapositivas, hizo sobrecogedoras descripciones de la destrucción, los incendios, la muerte, el lago de fuego, el diablo atado con cadenas.

Con la ingenuidad propia de la niñez, yo nunca tuve dudas ni vacilaciones. Tan pronto oí, creí. Así de simple. Algún tiempo después, fui bautizado en el río Mula, en Concepción. Junto con algunos miembros de mi familia, comencé a asistir a la capilla de Boquete. En 1951, cuando tenía 16 años,  Mi hermana Florentina (Flora), cuya hija Hilda, había acumulado un crédito a su favor mientras era estudiante, me envió al que entonces se llamaba Colegio Vocacional de América Central, una escuela adventista de la IASD, cerca de Alajuela, Costa Rica. Allí permanecí hasta julio de 1952, cuando fui devuelto a mi casa en Boquete por la muy buena razón de que el dinero para pagar mi colegiatura había dejado de llegar. Regresé a Boquete. A los dos o tres meses, la familia se mudó a Cerro Punta. Por un corto tiempo, asistí a la capilla del lugar. Sin embargo, poco a poco, me fui alejando, no de la fe en Dios, pero sí de la asistencia a la iglesia. En mi descargo, he de decir que durante todo ese tiempo nunca dudé de que la IASD era la iglesia verdadera y de que todo lo que yo tenía que hacer para ponerme en paz con Dios y conmigo mismo era regresar a la IASD.

Para esto habría de pasar bastante tiempo. Me trasladé a la ciudad de Panamá, más o menos en 1967. En 1975, después de pensarlo cuidadosamente, me acerqué a la iglesia adventista en San Miguelito, donde conocí al hermano Romelio González, en ese tiempo primer anciano, y quien, como  yo mismo lo haría más tarde, desempeñaba varias posiciones a la vez. De él puedo decir que, difícilmente, se hallará un hermano más dedicado en el servicio del Señor, más dispuesto a visitar a los hermanos en sus hogares, más dispuesto siempre a servir y ayudar a otros, dentro y fuera de la iglesia, más diligente en el estudio de las Sagradas Escrituras. Era y es un hermano íntegro en el más completo sentido de la palabra.

Un par de semanas después de haber llegado a San Miguelito, fui bautizado - por segunda vez en mi vida - y aceptado como hermano en la congregación, la cual, con el correr del tiempo, tuvo a bien depositar en mí la confianza necesaria para que yo pudiera desempeñar varios puestos. Después de no mucho tiempo, fui tesorero, predicador, anciano, maestro de escuela sabática, conferencista, y distribuidor de literatura. Generalmente, desempeñaba varias posiciones al mismo tiempo. Era feliz y estaba contento. Sentía que, por fin, había encontrado mi lugar.

Romelio y yo trabajábamos sin cesar, ya en una cosa, ya en la otra. Algunas de nuestras más hermosas experiencas espirituales las tuvimos en la Iglesia Adventista. Me place poder decir que trabajamos y servimos con honestidad, dedicación, y desinterés durante todo el tiempo que estuvimos en esta congregación, la cual es testigo de que no mentimos. Durante el tiempo que fuimos miembros de la iglesia de San Miguelito, y a causa de la naturaleza misma y la intensidad de nuestro trabajo activo, el hermano Romelio y yo llegamos a familiarizarnos por completo con las doctrinas y enseñanzas de la iglesia, presentadas por medio de las lecciones de la Escuela Sabática, los sermones predicados, la revista El Centinela, y los libros de Ellen G. White. Pero, al mismo tiempo, mientras más conocímos, estudiábamos y aprendíamos -- lo cual, por otra parte, era natural por razón de nuestro trabajo -- iban surgiendo más inquietudes y preguntas en relación con un creciente número de puntos de doctrina y práctica. Como personas. como creyentes estudiosos de la Biblia, y como dirigentes responsables de la congregación, había algo en particular que nos inquietaba.

Estábamos convencidos de que, como miembros de la IASD, éramos poseedores de la verdad, pero, por más que trabajábamos, orábamos, estudiábamos, predicábamos, y enseñábamos lo que para nosotros era la única verdad,  constantemente nos preguntábamos acerca de la certeza de nuestra salvación, la manera en que el pecador puede reconciliarse y justificarse para con Dios, como sabíamos que debería y podía ser. Pero la iglesia nunca parecía tener respuestas satisfactorias. Una y otra vez, obteníamos las mismas reespuestas estereotipadas, por medio de citas de la Hna. White y textos bíblicos, estos últimos a menudo citados fuera de contexto.

Finalmente, debemos decir que todo esto nos llevó, como buenos buscadores de la verdad, a aplicar el consejo del Gran Conflicto citado más arriba y a mirar más atentamente y mucho más de cerca aquellas cosas que, por tanto tiempo habíamos creído, enseñado y predicado a otros, especialmente la justificación. Sentíamos que en la Biblia había más, mucho más, de lo que se nos decía en la iglesia. El lector puede estar seguro de que no nos fue fácil en absoluto emprender una tarea que no sabíamos a dónde nos llevaría. Éramos perfectamente conscientes de que esta inquietud y esta investigación podía tener uno de dos resultados. O nuestra fe se robustecería o se debilitaría. No dejaba de ser peligroso. Pero también estábamos seguros de que esta investigación era un anecesidad, un derecho, y un deber, si es que alguna vez íbamos  estar satisfechos y en paz, con nosotros mismos y con Dios, de que habíamos hecho lo mejor en nuestra mano para llegar a una verdad mayor. Sabíamos que la única manera de conservar esta preciosa fe era no apartarnos de la única luz verdadera que alumbra al cristiano, las Sagradas Escrituras. Así que, tanto Romelio como yo, individualmente primero, y juntos después, decidimos que el trabajo de someter nuestras creencias, y por ende las de la iglesia, a un riguroso examen a la luz de la Biblia bien valía la pena, aun a riesgo de una sanción por parte de ls iglesia, que ve con muy malos ojos cualquier esfuerzo personal en este sentido. Estábamos decididos a acatar implícitamente las enseñanzas de la Biblia, cualesquiera que éstas fuesen, ya fuera confirmando o negando lo que se nos había enseñado. Si esta búsqueda resultaba en tener que modificar, cambiar o hasta renunciar a algunas de nuestras creencias, por arraigadas que éstas fueren, aun así estábams dispuestos a llevarla a cabo, única y exclusivamente por amor a la verdad y la verdad sola. Sentíamos que estaba en juego nada menos que el destino final de nuestras almas.

Por aquella época, recibimos en la iglesia un folleto de Escuela Sabática, completamente dedicado a la carta del apóstol Pablo a los Romanos. Este folleto había sido preparado en respuesta a un clamor más o menos generalizado en la iglesia. Los hermanos querían saber más acerca de la posición de la iglesia en relación con las enseñanzas de Pablo. La iglesia describía estas enseñanzas como controversiales. El tema central de este folleto era precisamente la justificación. Que nosotros supiéramos, era la primera vez que este tema era tratado directa y exclusivameente por la iglesia, sin mezclarlo con otros temas relacionados.

Estudiamos el folleto con gran interés, como habíamos hecho con todos los anteriores. Esta vez, fuimos aplicando el principio de mirar por nosotros lo que dice la Biblia, tal y como acertadamente lo dice el propio Gran Conflicto. Y sucedió el milagro: Por primera vez en nuestras vidas, vimos con claridad una verdad que ha estado en la Biblia por casi 2,000 años, pero que para nosotros había permanecido más o menos oscurecida, quizás por el énfasis que la iglesia había estado poniendo sobre otras doctrinas y enseñanzas.

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